Desde que llegamos al Señor, muchas veces hemos intentado servirnos de él. Procuramos convencerlo de que haga lo que nosotros queremos, de que resuelva las situaciones como nosotros proponemos, y que actúe en los tiempos que a nosotros nos convienen.

Sin embargo, para poder caminar con Dios, somos nosotros quienes hemos de acomodarnos a él. Si queremos andar con Dios, debemos ajustar nuestro paso al suyo. Él no se acomodará nunca a nosotros. Dios es santo, es justo, ¿cómo podría rebajar su dignidad tomando nuestros caminos torcidos, y compartiendo nuestras motivaciones incorrectas?

Caminar con Dios es algo muy difícil, pues implica cambiar muchas cosas en nuestra vida. Nuestro torcido curso debe ser ajustado muchas veces, hasta que vayamos a su ritmo, y hasta que pongamos el pie exactamente junto al suyo.

Nuestra independencia debe ser vencida, y en su lugar debe crecer una estrecha dependencia de él. Para que se cumpla la palabra que el Señor dijo: «Porque separados de mí nada podéis hacer». Si el yugo del Señor no está sobre nosotros, no hay un compromiso verdadero. Si no aceptamos perder nuestra libertad, ¿cómo podremos seguirle a él?

Nuestra impaciencia nos juega muy malas pasadas. No sabemos esperar el tiempo de Dios, porque tenemos muchas ideas y soluciones. A fin de perfeccionarnos, Dios no siempre nos da las soluciones de inmediato. Él espera hasta que hayamos probado lo nuestro, y hayamos fracasado.

Sin embargo, ¡demoramos tanto en fracasar! Buscamos afanosamente nuevas alternativas, echamos a volar nuestra imaginación, una y otra vez. Y entonces el Señor tiene que hablarnos: «En la multitud de tus caminos te cansaste, pero no dijiste: No hay remedio; hallaste nuevo vigor en tu mano, por tanto, no te desalentaste. ¿Y de quién te asustaste y temiste, que has faltado a la fe, y no te has acordado de mí, ni te vino al pensamiento? ¿No he guardado silencio desde tiempos antiguos, y nunca me has temido? Yo publicaré tu justicia y tus obras, que no te aprovecharán» (Is. 57:10-12).

Cuando reconocemos la inutilidad de nuestros esfuerzos, de nuestras brillantes iniciativas, Dios puede salvarnos. Entonces aceptaremos hacer las cosas a su modo y no al nuestro. De verdad «sus caminos son más altos que los nuestros, y sus pensamientos más que los nuestros».

¿Quién se acomoda a quién? Este es un asunto que debe quedar resuelto cuanto antes, si es que queremos llegar a ser de alguna utilidad para Dios. Es preciso sentir la humillación de nuestra inutilidad, de la incapacidad de nuestra brillante inteligencia, de toda estrategia humana; en definitiva, de todo lo que procede de carne y sangre. Entonces podremos decir verdaderamente que Jesucristo es nuestro Señor.

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