La tierra a la cual entras para tomarla no es como la tierra de Egipto de donde habías salido, donde sembrabas tu semilla, y regabas con tu pie, como huerto de hortaliza. La tierra a la cual pasáis para tomarla es tierra de montes y de vegas, que bebe las aguas de la lluvia del cielo».

– Deut. 11:10-11.

En estos versículos, Dios compara la tierra de Egipto con la de Canaán en un aspecto muy significativo: la provisión de agua para los sembradíos. Los judíos en Egipto tenían que labrar la tierra según el régimen de canales de regadío procedentes del río Nilo. En Canaán, ellos deberían aprender el régimen de las lluvias.

El agua tenía dos fuentes muy diferentes: el Nilo, y el cielo. Los labriegos debían, en el primer caso, utilizar su pie; en el segundo, nada… salvo esperar en Dios. En Egipto había que mirar el suelo; en Canaán había que mirar hacia el cielo. Espiritualmente, estas dos formas de riego nos hablan muy claramente acerca de dos formas de sustento. La primera, es la forma usual en el mundo, y descansa en el ingenio humano, en el trabajo del hombre. La segunda es la forma que Dios ha provisto para su pueblo, y es una tácita declaración de dependencia de él, de sus recursos.

Lo primero es, desde el punto de vista humano, más fácil y seguro, porque depende absolutamente de nosotros. Lo segundo, nos hace depender de Dios, de su misericordia cada día. En Egipto, Israel podía obtener con cierta seguridad el pan, porque dependía de ellos, sin que su condición espiritual afectara. En Canaán, Israel debía mantenerse en al plano de la obediencia a Dios. Si había desobediencia, las lluvias podían escasear.

En muchas ocasiones, Dios castigó al pueblo a través de la sequía. El profeta Amós, en días de Uzías y Jeroboam, hablaba así de parte de Dios: «Os detuve la lluvia tres meses antes de la siega; e hice llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no hice llover; sobre una parte llovió, y la parte sobre la cual no llovió, se secó. Y venían dos o tres ciudades a una ciudad para beber agua, y no se saciaban; con todo, no os volvisteis a mí» (Amós 4:7-8).

Por medio de Hageo, Dios fue aún más claro: «Buscáis mucho, y halláis poco; y encerráis en casa, y yo lo disiparé de un soplo. ¿Por qué? dice Jehová de los ejércitos. Por cuanto mi casa está desierta, y cada uno de vosotros corre a su propia casa. Por eso se detuvo de los cielos sobre vosotros la lluvia, y la tierra detuvo sus frutos. Y llamé la sequía sobre la tierra, y sobre los montes, sobre el trigo, sobre el vino, sobre el aceite, sobre todo lo que la tierra produce, sobre los hombres y sobre las bestias, y sobre todo trabajo de manos» (Hageo 1:9-11).

El régimen de las lluvias ofrecía a Dios la posibilidad de tener cuentas cortas con su pueblo. Ellos no podían descuidar su estado espiritual, porque ello redundaría en su estado material. ¿Cuál es nuestra propia condición? ¿Estamos en Egipto o en Canaán? ¿Cuál es la fuente de nuestra agua? Estar en Egipto es más fácil para la carne, pero es indeciblemente torturante para el espíritu. Estar en Canaán es beber de las aguas del cielo, en la abundancia y la frescura de la vida que no se marchita.

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