La suerte de Mefi-boset, el hijo de Jonatán, es muy parecida a la nuestra. Él tenía solo cinco años de edad cuando su padre murió. La nodriza, ante el peligro que se avecinaba, lo tomó apresuradamente para huir con él. Pero mientras huía, se le cayó el niño y quedó cojo.

Los días fueron difíciles para Mefi-boset, no solo por su discapacidad, sino por los tiempos que corrían. Muerto su padre Jonatán, y su abuelo Saúl, el reino de Israel se tornó muy inestable políticamente. Hubo luchas fratricidas, y en ese ambiente, no había seguridad para un niño emparentado con el rey saliente. Entonces es llevado a vivir lejos, al desierto, en casa de Maquir, un hombre de buen corazón. Allí pasan los años. Mefi-boset crece al amparo de aquel hombre y de su siervo, Siba.

Pero un día sucede algo que cambiará absolutamente su vida: David, el rey de Israel, se acuerda de Jonatán su amigo, y pregunta si hay alguien de la casa de Jonatán a quien pueda hacer misericordia. Entonces se entera de Mefi-boset, y le manda traer.

Al ver David a Mefi-boset, debió ver en él el rostro, los gestos, algún delicado rasgo de su amigo del alma. Tal vez oyó el mismo timbre de su voz. Entonces renace en el corazón del rey el afecto entrañable hacia Jonatán. Y le habla palabras de consuelo a su hijo, le devuelve los bienes que pertenecían a la familia, y le dice: «Tú comerás para siempre a mi mesa». Mefi-boset replica: «¿Quién es tu siervo, para que mires a un perro muerto como yo?». Pero David insiste: «Mefi-boset comerá a mi mesa, como uno de los hijos del rey».

Ahora, ¿por qué la historia de Mefi-boset es parecida a la nuestra? Porque en algún punto de nuestra propia historia, tuvimos una gran desgracia, y quedamos lisiados. Nuestro camino se tronchó y nuestra vida se tornó inútil. No podíamos caminar para acercarnos a Dios. Al contrario, en vez de acercarnos, nos fuimos al desierto, lejos, muy lejos.

Los años pasaron, y nuestra indigencia fue completa; tal vez no tanto material, sino espiritualmente. Sin embargo, un día, nuestro nombre fue pronunciado por el Rey –Jesucristo–, y fuimos llevados al palacio. Allí no recibimos juicio, sino misericordia. Allí fuimos consolados, perdonados y honrados. El Rey nos sentó a su mesa, y nos dio trato de príncipes. Desde entonces, comemos a la mesa del Rey. Cada día disfrutamos de su compañía y somos sustentados por su provisión abundante.

Sentados a la mesa del Rey parecemos uno más entre los hijos del Rey, los príncipes de Dios. Sin embargo, si nos miran más atentamente, verán nuestra cojera. Ella revela nuestro estado anterior y nuestra debilidad actual. Es lo que somos en nosotros mismos. Dios permitió que quedáramos paralíticos, para que nunca nos olvidáramos de dónde fuimos traídos, y cuál es nuestra verdadera condición.

Somos indefectiblemente lisiados; si estamos a la mesa del Rey, es solo por llamamiento, por gracia bendita de Dios. «Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia» (Tito 3:5).

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