A este Moisés, a quien habían rechazado, diciendo: ¿Quién te ha puesto por gobernante y juez?, a éste lo envió Dios como gobernante y libertador por mano del ángel que se le apareció en la zarza».

– Hechos 7:35.

Como sabemos, Moisés fracasó en su primer intento de libertar al pueblo de Israel. La causa de su fracaso se nos muestra aquí claramente – que él se levantó como gobernante y juez de sus hermanos, en tanto que Dios quería enviarle (como lo envió más tarde) en calidad de gobernante y libertador.

Hay una diferencia muy grande entre ser juez y ser libertador. En Moisés esa diferencia era muy determinante. Cuando él se acercó para defender al israelita de las manos del egipcio, mató al egipcio. Luego, cuando quiso poner paz entre los dos israelitas que discutían, Moisés pensaba que sus hermanos comprenderían que Dios les daría libertad por mano de él. Su actitud era la del príncipe que se enseñorea de los demás, de aquel que cree ser algo ante sus propios ojos, no la del libertador que desea aliviar sus cargas.

Es posible tener una actitud equivocada cuando nos relacionamos con nuestros hermanos. Sin duda, es posible también tener la actitud del juez. Sin embargo, Dios no nos ha llamado para juzgar. Hacemos violencia a sus conciencias, asumimos el control de sus vidas, decidimos por ellos, ponemos pesadas cargas sobre sus hombros. Pero debemos saber que Dios jamás nos encomendó esa misión.

El deseo de Dios es quitar sus cargas, liberar a su pueblo del dedo amenazador, consolar a los afligidos, quebrantar los yugos de impiedad. Moisés tendría que tardar cuarenta años en comprender eso. Él no fue puesto para enseñorearse del pueblo de Dios, sino para servirlo en amor. Él tendría que ser vaciado de toda la grandeza en que se crió, de su vana educación, de sus muchos triunfos. Tendría que aprender, en el desierto, el oficio de pastor de ovejas, cómo cuidar de la descarriada, vendar a la perniquebrada, y conducirlas a los mejores pastos.

En la actualidad, hay muchos jueces y pocos libertadores. El dedo amenazador de muchos se abate implacable sobre las cabezas de los amados de Dios, para exigirles dádivas, para amenazarles con las penas del infierno si no les son fieles, si no responden a sus expectativas particulares, si no agradan a sus deseos de grandeza. Hay muchos jueces que quieren hacerse de un nombre, crear imperios religiosos, a costa de los sencillos hijos de Dios; y entonces tendrán que agobiarlos, atemorizarlos y utilizarlos para sus fines egoístas.

El Señor Jesús dice: «El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos» (Mat. 20:28). Ser servido, admirado, reverenciado y seguido, no es la meta de los siervos de Dios; sino servir a todos, para que todos reciban de Cristo la porción que necesitan; ser canales a través de los cuales el amor de Cristo, la gracia de Dios y la comunión del Espíritu Santo, se expresen y sacien todas sus necesidades, especialmente la de la libertad. Libres del temor y de la esclavitud. Libres para Dios.

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