La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”.

– Rom. 13:12-14.

Temprano en la mañana, tan pronto como te despiertes, recuerda que estás en la misma presencia de Dios, quien ha estado velando a tu lado durante las largas horas de oscuridad; contempla Su rostro y dale gracias.

Conságrale a Él esos primeros momentos antes de levantarte de tu cama. Mira hacia el día venidero, a través de la neblina dorada de luz que brota del ángel de Su presencia.

No puedes pronosticar en gran medida cuáles serán probablemente tus dificultades, los lugares desde los cuales puedes ser atacado, las cargas que puedes necesitar llevar. Ten cuidado de no ver nada de esto aparte de Dios. Confía que Él estará entre tú y ellos, como el barco está entre el viajero y el océano, sea quieto o tormentoso.

Al vestirte para el día, recuerda que Dios te proporciona una vestidura limpia y blanca, con la mansedumbre y la dulzura de Cristo, con las vestiduras de la salvación, las vestiduras de la justicia y las joyas de la virtud cristiana.

No mires estas cosas aparte de Él; pero recuerda que son atributos y gracias de Su propia naturaleza con los que vestirte. Y sobre todo viste la armadura de la luz; recordando que Dios es luz.

Debes revestirte de Cristo, quien es Dios manifestado en la carne, y debes descender de tu habitación a la arena de la batalla diaria como alguien que está investido con la belleza de Su carácter. Esta concentración del pensamiento en Dios, durante el acto de vestirse, preparará el alma para los actos de adoración, acción de gracias e intercesión, que se elevan a Dios como el fragante incienso del Templo.

641