Cuando revisamos las Escrituras en lo que respecta a la persona y la obra de nuestro Señor Jesucristo, nos encontramos con hechos asombrosos. Uno de ellos es el doble ministerio de nuestro Señor, realizado tanto en la tierra como en el cielo. El primero es el de Salvador, y el segundo es el de Sumo Sacerdote. La epístola a los Hebreos nos confirma esto cuando dice:«Y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación –aquí tenemos al Salvador– y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» – aquí tenemos al sumo sacerdote (Heb. 5:9-10).

Sabemos que el primer ministerio lo cumplió el Señor en la tierra, teniendo como maravillosa culminación la obra de la cruz, en que se ofreció como sustituto para morir en nuestro lugar, a causa de nuestros pecados. ¿Y cuándo comenzó a ser sumo sacerdote? Dice Hebreos que hubo un momento en que Dios le declaró: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (5:6), declaración hecha bajo juramento, lo cual le da un peso aún mucho mayor (Heb. 7:21).

La salvación de Dios es tan perfecta que no solo proveyó un Cordero para el holocausto, en nuestro lugar, sino de un sacerdote que nos introdujera en el Lugar Santísimo, y que intercediera permanentemente por nosotros. La salvación de Dios fue realizada en la cruz y más allá de ella, pues abarca los lugares celestiales, adonde el Señor Jesucristo entró como precursor nuestro, y donde hoy intercede por nosotros a la diestra de Dios.

Sabía Dios que no bastaba una solución para nuestros pecados, sino que era necesaria también una solución para nuestras debilidades. No solo una salvación para nuestro pasado, sino una salvación para nuestro presente. No solo una reconciliación con Dios, sino un socorro eficaz, ahora que ya estamos reconciliados, para nuestro caminar en la tierra. Esta es una salvación perfecta.

De modo que cuando Cristo concluyó su obra aquí y ascendió a las cielos, comenzó un nuevo trabajo, asumió un nuevo ministerio. La Escritura nos sugiere que, en el mismo acto en que Dios le dice a su Hijo: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies», le dice: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec», pues ambos pasajes están en el mismo Salmo 110:1 y 4.

Cuando el Señor ascendió a los cielos no nos dejó solos. Por un lado, envió a nosotros al Espíritu Santo, «el otro Consolador», que nos asiste desde dentro de nosotros mismos; y tenemos a Jesús como Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros desde los cielos, en el lugar más alto del universo, al lado de Aquel que gobierna el mundo con mano firme. ¡Qué seguridad tenemos en Cristo! ¡Qué consuelo en nuestro peregrinar presente!

Tenemos la soberanía de Dios a nuestro favor, con todos sus maravillosos recursos; los cielos pendientes de nuestra suerte y destino, de nuestras luchas aquí y de nuestra seguridad, para alcanzar la meta final. «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?». Verdaderamente, nuestro Señor no descansa. Aunque terminó cabalmente su obra en la cruz, hoy trabaja a favor de nosotros, para asegurar nuestra gran salvación.

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