Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”.

2 Corintios 5:15.

En el lugar del yo, el creyente recibe al Hijo de Dios. Cristo nos llena, nos ocupa, nos absorbe de ahora en adelante. Él es para nosotros lo que antes era el yo. Él toma el lugar del yo en todo, desde el primero hasta el último, grande o pequeño. Es el sustituto del yo en lo que respecta a nuestra posición ante Dios.

Así como lo primero que hace el Espíritu Santo es hacer a un lado el yo en el asunto de la justificación y la aceptación, lo siguiente es presentarnos al Hijo de Dios como la verdadera base de nuestra aceptación. Ya no buscamos ser justificados por nosotros mismos en ningún sentido, ni por nada que se haya hecho a nosotros mismos, ni por un yo enmendado, ni por un yo mejorado, ni por un yo mortificado, sino únicamente por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y resucitó.

Y en este Hijo de Dios, a quien tomamos como sustituto del yo, encontramos un objeto por el que vale la pena vivir, alguien que podemos a través de cada parte de nuestra vida y en cada región de nuestra vida.

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