Prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús».

– Flp. 3:12.

En 1886, el misionero irlandés Robert Thomas se enteró de que el idioma coreano era parecido al chino. Como tenía una carga por el pueblo coreano, él se preguntaba si ellos podrían leer la literatura que había usado en China. Así que cargó varias Biblias y libros cristianos y se embarcó rumbo a Corea. Cuando faltaba poco para que el barco alcanzara las costas coreanas, estalló un conflicto a bordo entre americanos y nativos. En medio de la batalla, el barco fue incendiado y todas las personas murieron, excepto Robert Thomas, quien pudo alcanzar la costa con las Biblias y otros libros que había podido rescatar.

Los habitantes del lugar no solo habían visto al barco desde la costa, sino también sus esfuerzos por llegar. Enfurecidos, apalearon a Thomas hasta darle muerte. Ellos no sabían lo que estaban haciendo, pero de esa manera la primera Biblia golpeó a Corea. Thomas tenía 26 años de edad. La corta vida del misionero, y su noble sacrificio a favor de una nación entera, ameritan más de una breve reflexión.

Los veintitantos años en la vida de una persona son la edad en que comienzan a realizarse los sueños habidos en la juventud. El mundo se ofrece con su amplia gama de modelos de vida, plasmada en los hombres del pasado y del presente. La vida se abre en miles de caminos que invitan al joven a recorrerlos. Para Robert Thomas, sin embargo, hubo un solo sueño, un solo modelo, un solo camino.

El llamamiento de Thomas se hizo sentir muy tempranamente, y él se abocó a cumplirlo con todas sus fuerzas. Es admirable ver cómo un joven de 26 años lo tuviera tan claro, y tuviera, además, el arrojo para cumplirlo tan lejos de su familia y su país. Él supo medir en la balanza del santuario lo que pesan las acciones de los hombres.

Él pudo haber sido exitoso en el mundo, pero hubiera sido un fracaso para Dios. Pudo haberse dedicado a los negocios y haber amasado una fortuna, pero hubiera sido un miserable para Dios. Pudo haber dejado que su vida transcurriera lánguida y extensa, hasta llegar a ser un anciano venerable, pero sus muchos días no le hubieran dado una gran satisfacción.

La meta de todo cristiano es «asir aquello» para lo cual fue «asido por Cristo Jesús». ¿Cuál es «aquello» en nuestro caso? ¿Es ir lejos a evangelizar tribus paganas, o colaborar para que otros vayan? ¿Es predicar la Palabra a multitudes, o es susurrar nuestro testimonio en el oído de personas más cercanas? ¿Es lo grande allá, o lo pequeño acá? ¿Tomará nuestra gran obra solo unos días o toda una larga vida? No importa lo que sea, ni cuánto tiempo nos tome; lo que importa es asir aquello para lo cual fuimos asidos por Cristo Jesús.

Esto debiera ser nuestra única comida, nuestro desvelo y meta. Nada debiera apartarnos de este objetivo, cumplido el cual nuestra carrera estaría concluida y nuestros ojos podrían cerrarse en paz. Robert Thomas nos da un claro ejemplo de ello.

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