Los fariseos dijeron a los discípulos: ¿Por qué come vuestro Maestro con los publicanos y pecadores?».

– Mateo 9:11.

Cuando el Señor llamó a Mateo, tuvo que dar explicaciones a los fariseos, porque ellos pensaban que era indigno que él entrara a comer en casa de un publicano. ¡Si ellos hubiesen sabido entonces que el Señor no solo accedió a comer con Mateo, sino que le había llamado para que fuese su discípulo y más tarde su apóstol!

Entonces, contra ese maligno ataque de los fariseos hacia Mateo, el Señor opuso este hermoso argumento: «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos… Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento» (Mat. 9:12-13).

Mateo no calificaba para ser favorecido por el Maestro, pues era un hombre pecador, y un pecador de la peor clase, de aquélla que no despierta lástima, sino repulsión. Era un cobrador de impuestos ambicioso, capaz de desangrar a su propio pueblo para llenar las arcas de los dominadores romanos, y de paso llenar también las suyas. Ser un cobrador de impuestos era señal de prosperidad económica, pero de absoluta insolvencia moral. Por eso, el Señor tuvo que dar explicaciones, y esto, ni siquiera a sus amigos, sino a sus detractores.

Antes, Dios había tenido que hacer algo similar, cuando habló a Satanás a favor de Job, un hombre justo. Pero ahora el Señor tiene que dar explicaciones a favor de un pecador. ¡Tan atraído era el Señor por el hombre! ¡Tan fuerte era su vocación de buen Pastor! Tuvo que poner la cara, no por alguna tacha moral suya (que no la tuvo), sino por asociarse con el hombre en su desamparo y su miseria.

Es verdad, Mateo era un enfermo, y un pecador, según las propias palabras del Señor. Por eso, precisamente, no ameritaba el desechamiento, sino la misericordia. Los detractores vieron solo a Mateo, el publicano pecador; pero el Señor vio más allá de eso. Vio la transformación que la gracia habría de operar en él. Vio al apóstol, al escritor inspirado, al mártir; vio su nombre escrito con piedras preciosas en uno de los cimientos del muro de la Jerusalén celestial.

Las objeciones de los fariseos fueron severas para descalificar a Mateo. ¿Cuáles hubieran sido las usadas contra nosotros? ¿Nuestros grandes pecados? ¿Nuestra baja condición social? ¿La iniquidad de nuestros padres? ¿Nuestra absoluta ignorancia religiosa? ¿Nuestra condición de ateos, de rebeldes y adúlteros?

Satanás pudo esgrimir muchos argumentos contra nosotros a través de nuestros jueces; pero, para todos ellos, el Señor tuvo un solo y gran argumento, el mismo que esgrimió a favor de Mateo: «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos… Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento». ¡Qué maravillosa es la gracia de Dios!

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