Semblanza de Ana Judson, una mujer de Dios (1789-1826).

Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra».

Sal. 139:9-10.

Primeros años

El nombre Adoniram Judson* es familiar a los que conocen algo de la historia de las misiones. Fue uno de los primeros misioneros que salió de los Estados Unidos. Muchos creyentes hoy también conocen su vida. A pesar de esto, ¿cuánto saben acerca de Ana Judson, su esposa? ¿Era Ana solo la esposa de un misionero? ¿O era ella su igual en lo que se refiere a consagración, espiritualidad y disposición para sufrir por la causa de Cristo y las almas de los hombres?

Ana Hasseltine nació en Bradford, Massachusetts, en 1789. Su ideal era disfrutar de la vida en plenitud. Ana, la menor de cinco hermanos, era muy popular en los eventos sociales del pueblo. Aunque asistía a la iglesia con regularidad, su interés principal eran sus amistades y su vida social.

En 1805, cuando Ana tenía dieciséis años, hubo un avivamiento en su tranquilo pueblo. Un maestro empezó a hablar acerca de la salvación y la necesidad de una conversión personal. Ana, sus padres y hermanos, al igual que una de sus amigas más cercanas, llamada Harriet Atwood, se convirtieron a Cristo.

Escribió en su Diario que ella pensaba que, teniendo una buena moral, podía escapar del infierno. Aunque a veces sentía culpabilidad por sus pecados, la ignoraba, llenando su vida de placeres y diversiones. Hasta que un día leyó el versículo: «Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta» (1 Tim. 5:6). Luego leyó El Progreso del Peregrino, y quiso vivir una vida piadosa, pero siguió titubeando. Incluso lloraba por sus pecados, para luego volver a las diversiones de la vida social.

Finalmente, Ana comprendió la verdad acerca de la pecaminosidad de su propio corazón. Su vida cambió, al convertirse en seguidora de Cristo, y disfrutaba de la verdadera dicha fundada en la obra de Cristo a favor de ella. Comenzó a demostrar comprensión y habilidad para expresar las verdades más profundas de la fe. Empezó a orar pidiendo que el Señor preparara su corazón para la obra que él quería que ella realizara.

Ana anhelaba enseñar a otros la grandeza de la fe. Leyó a los escritores teológicos de su época, como Jona-than Edwards. Fue maestra de escuela varios años, labor que se tomaba muy en serio. Oraba por la conversión de sus alumnos, y en su Diario mostraba evidencias del anhelo de que Dios fuera glorificado por medio de conversiones en otros países. Al leer la vida de David Brainerd, se sintió muy impactada, al igual que motivada por vivir una vida santa.

En junio de 1810, cuando Ana tenía veintiún años, cuatro estudiantes que irían como misioneros a otros países, visitaron su iglesia y se hospedaron en el hogar de los Hasseltine. Uno de ellos era Adoniram Judson. Ana lo cautivó de inmediato. No es de sorprender que él se preguntara si ella sería la respuesta a una de sus oraciones. No solo le cautivó su belleza, sino su espíritu de consagración y su preocupación por la obra misionera.

Adoniram le escribió después pidiéndole iniciar un noviazgo. Ella contestó que él debería consultarle a su padre. Entonces, él le escribió al padre de ella, pidiendo su mano: «Debo preguntarle si usted consentiría en separarse de su hija a principios de la próxima primavera para no volver a verla en este mundo; si consentiría en que ella partiera a un país pagano y se sujetara a las pruebas y sufrimientos de una vida misionera; si consentiría en que se expusiera a los peligros del océano y la influencia fatal del clima del sur de India y a toda clase de carencias y angustias y situaciones degradantes, insultos, persecución y quizá una muerte violenta. ¿Puede consentir a todo esto por Aquel quien dejó su hogar celestial y murió por ella, y por las almas perdidas que perecen, por Sion y la gloria de Dios? ¿Puede consentir a todo esto con la esperanza de encontrarse pronto con su hija en la gloria, con una corona de justicia iluminada por las aclamaciones de alabanza al Salvador, de los paganos salvados de una condenación y perdición eterna, gracias a ella como instrumento del Señor?».

Juan y Rebecca Hasseltine dejaron a su hija menor tomar su propia decisión. Ana tuvo una profunda lucha espiritual al examinarse a sí misma y ver el costo que aquello implicaba. Después de todo, ¡sería la primera mujer de Norteamérica en ir a otro país como misionera! Pero una vez decidida, nadie pudo disuadirla de su propósito de seguir el llamado de Dios. En la primavera de 1811, su amiga Harriet tomó la misma decisión, y se casó con Samuel Newell, que también había sido uno de los cuatro visitantes.

El 1 de enero de 1811, Adoniram Judson escribió: «Sea este un año en que te eleves por encima de las cosas terrenales y estés dispuesta a hacer la voluntad de Dios. Sea este año cuando cambies tu nombre, cuando te despidas de tus familiares y tu patria, para cruzar el océano y vivir al otro lado del mundo entre un pueblo pagano. ¡Qué cambio tan grande sucederá este año en nuestra vida!».

El 5 de febrero de 1812 se casaron y se despidieron con emoción y lágrimas de sus familiares y amigos. El 6 de febrero se realizó la ordenación de Adoniram Judson y Samuel Newell, y partieron para la India el 18 de febrero de 1812, llegando a Calcuta el 18 de junio del mismo año, listos para servir a su Señor del modo como él quisiera. ¡Poco se imaginaban por qué rumbo les llevaría esa senda!

A India y Birmania

Al partir, Ana escribió en su Diario: «Me despedí de mis amigos y mi tierra. Durante tanto tiempo había anticipado la prueba de la partida, que me resultó más tolerable de lo que había temido. Pero igual mi corazón sangra. Oh América, tierra mía, ¿tengo que dejarte? ¿Tengo que dejar a mis padres, mi hermana y mis hermanos, mis queridos amigos y los recuerdos de mi juventud?».

El 27 de febrero de 1812 escribió mientras surcaban el océano: «La luna llena se reflejaba en el agua, y todas las cosas a mi alrededor conspiraron para darme sensaciones agradables aunque melancólicas. Mi patria, mi hogar, mis amigos y los placeres a los cuales había renunciado vinieron a mi mente. Las lágrimas brotaron sin consuelo. Pero, casi de inmediato, el pensamiento de haber dejado todo eso por la amada causa de Cristo, y la esperanza de un día ser instrumento para guiar a las mujeres desdichadas a aceptarlo como su Salvador, calmaron mi dolor, secaron mis lágrimas y me devolvieron la paz».

Ana estaba convencida que, aunque no sabían lo que les deparaba el futuro, Dios sí lo sabía. Tal era su convicción en la providencia y soberanía de Dios mientras pasaban su luna de miel en un barco rumbo a la India. Sin duda, la presencia de Dios estaba en este lugar y en cada lugar por donde anduvieran.

Después de varios meses, llegaron a la India el 14 de junio de 1812. Sus corazones palpitaban de alegría y de ansiedad al pensar que su ministerio tal vez sería allí. Pero al llegar, ambos se sintieron abatidos al ver los actos de idolatría, la pobreza, esclavitud y la espantosa miseria de la gente.

De inmediato tuvieron que enfrentar varios problemas. Primero, buscar un lugar dónde servir. Segundo, debido al estudio del griego durante el viaje, Adoniram y Ana se hicieron bautistas. El 6 de septiembre de 1812, un pastor asociado de Guillermo Carey los bautizó en Calcuta.

Pero, ¿dónde trabajar? Este era su mayor dilema. Fueron forzados a tomar una decisión cuando en noviembre del 1812, la Compañía de las Indias Orientales les ordenó salir de la India y regresar a Londres. ¡Parecía que su carrera misionera había terminado aun antes de empezar!

Pero el Señor abrió las puertas para que zarparan rumbo a la Isla de Francia a principios de diciembre de 1812. Cuando llegaron, fue solo para encontrarse con noticias inesperadas. Harriet Newell, la amiga de la infancia y compañera misionera de Ana había fallecido.

Antes de dejar la Isla de Francia, Ana visitó la tumba de Harriet y escribió en su diario el 10 de abril: «Acabo de regresar de la tumba de Harriet. La visita despertó sentimientos dolorosos. Apenas días atrás estaba con nosotros en el barco compartiendo oraciones y alabanzas. Ahora su cuerpo se convierte en polvo, en una tierra de extraños, y su espíritu se ha sumado a la compañía de los seres santos alrededor del Trono, donde puede cantar cantos más jubilosos que cuando era peregrina aquí en la tierra».

En aquellos días, Ana esperaba un bebé. Entonces, el Señor les abrió una puerta para ir a Birmania. Otros habían intentado trabajar allí, pero el budismo copaba la nación; aún seguía sin ser evangelizada, y su gobierno se oponía al cristianismo. La travesía rumbo a Birmania fue un viaje muy triste: su hijito nació muerto, y Ana también casi pierde la vida.

Al llegar a Rangún, encontraron una ciudad plagada de moscas, ratas y muchas alimañas. Es fácil comprender que ellos se sintieron muy deprimidos. Pero Dios restauró la salud de Ana y comenzaron a instalarse. Durante los años siguientes, ambos se entremezclaron con la gente del lugar y aprendieron el idioma, y aprovechaban cada ocasión en sus conversaciones con la gente para anunciar el evangelio.

Al comienzo de 1815, Ana se volvió a enfermar de gravedad, y no había médicos en Rangún. Tuvo que viajar de nuevo a la India para recibir tratamiento. Volvió a recuperarse y regresó a Birmania, donde el 11 de septiembre de ese año dio a luz a su segundo hijito, Roger Williams. Todo esto sin médico o ayuda, excepto la de su esposo. Se sintieron alentados por su bebé que nació sano, y también por el avance que lograban con el idioma y la habilidad que ahora tenían de compartir el evangelio en lengua nativa. Pero al poco tiempo escribió en una carta a los suyos en Norteamérica las siguientes tristes palabras:

«Poco me imaginaba cuando les escribí mi última carta que la próxima estaría llena del triste tema que tengo que comunicarles ahora. La muerte entró en nuestra morada nuevamente, e hizo de la familia más feliz, la más desgraciada. Nuestro pequeño Roger, nuestro hijito amado, fue sepultado hace tres días. Durante ocho meses disfrutamos del precioso regalo, en los cuales se entrelazó tanto con nuestro corazón, que su existencia parecía indispensable para la nuestra. Pero Dios nos ha enseñado con las aflicciones lo que no aprenderíamos a través de sus misericordias: que nuestros corazones son su propiedad exclusiva, y sea cual sea aquello que se inmiscuya, él lo quitará. No osamos preguntarle a nuestro Soberano por qué ocurrió esto. ¡Oh, que no sea en vano lo que él ha hecho!

Esta experiencia sería una de las más tristes que sufrirían ambos. Tras la muerte del pequeño Roger, se abocaron con renovados bríos a la obra de Dios. Mientras Adoniram traducía y avanzaba más en el idioma, Ana inició una escuela para niñas; sus alumnas llegaron a ser veinte y luego treinta. Aunque Rangún era un lugar de miseria, se negaban a irse. Sabían que su visión abarcaba mucho más que el futuro inmediato, evitando la tentación de procurar triunfos visibles pero falsos.

Dios comenzó a enviar a simpatizantes, pero no fue hasta julio de 1819 que vino el primer convertido, después de seis años de predicación. Luego, dos misioneros nuevos contrajeron tuberculosis, y uno de ellos no sobrevivió. Huyendo de allí, navegando hacia Bengala, el 7 de agosto de 1819, Edward Wheelock se arrojó por la borda y murió ahogado.

¿Estaba Ana desalentada ante estas desilusiones? Le escribió a su hermana que si tuviera la ocasión de volver a tomar una decisión con relación a la vida misionera, tomaría la misma. Decía que si algo había aprendido desde su salida de los Estados Unidos, era conocer su malvado corazón. No había en el alma de Ana o de su esposo ninguna idea de volverse atrás, a pesar del pasado o del futuro.

Años posteriores

Tomó seis años para que los Judson vieran a personas convertidas al Salvador; pero para 1820, diez verdaderos convertidos habían dejado todo para seguir a Cristo. Luego, cuando el ministerio comenzaba a dar fruto, Ana volvió a enfermarse; regresar a Norteamérica era su única esperanza de recuperación.

El 21 de agosto de 1821 partió a Calcuta; pero desde allí le fue imposible conseguir pasaje en un barco rumbo a los Estados Unidos, y tuvo que viajar a Inglaterra en enero de 1822, desde donde se embarcó hacia los Estados Unidos en agosto de 1822, tras estar separada por casi un año de Adoniram.

Escribió al partir de Inglaterra: «Si termino el viaje con vida, la próxima tierra sobre la cual caminaré será mi amada Norteamérica, la tierra donde nací. No puedo imaginar estar de regreso en mi querido hogar en Bradford, entre los lugares de mi juventud donde cada rincón tiene un tierno recuerdo. Pero la idea constante de que mi querido señor Judson no participa de mis alegrías, las estropea todas».

Ana Judson volvió a su patria diez años después de su despedida en 1812. Aunque la visita estuvo llena de gozo, su salud empeoró. El clima frío la afectaba mucho, y el dolor en el costado y la tos volvieron para asolarla. Además, las prácticas médicas en esa época no la ayudaron.

A pesar de todo, ella decidió volver a Birmania. Se embarcó para Calcuta el 23 de junio de 1823 y llegó a Birmania el 8 de diciembre. Adoniram estaba dichoso de verla y más porque no la esperaba, ya que las comunicaciones con los Estados Unidos eran muy lentas. Ya casi temía que ella no regresaría, debido a su salud. Ahora, juntos una vez más, renovaron su amor por el Señor y el uno por el otro. ¡Y en ausencia de Ana, su esposo había completado la traducción del Nuevo Testamento al idioma birmano! Todo esto le dio una nueva chispa de fe y esperanza a la obra de Dios en un lugar tan difícil.

Pasado un tiempo, ambos decidieron trasladar su obra a Ava. Pero al poco tiempo, estalló la guerra entre Birmania e Inglaterra. Adoniram y Ana cayeron en desgracia con el gobierno de Birmania. Los oficiales los consideraban espías ingleses. La salud de Ana había mejorado mucho, pero su estado aún era delicado.

A medida que Inglaterra iba ganando la guerra, la ira contra los misioneros empeoraba. El 23 de mayo de 1824, Rangún fue tomada por los ingleses, y eso no ayudó la condición de los extranjeros en Ava. El 8 de junio de 1824, el rey ordenó el arresto de Adoniram y otros extranjeros. Los metieron en la Cárcel de la Muerte, un lugar espantoso por el calor, la falta de aire, la presencia de alimañas e insectos y un mal olor terrible. Ana trató de obtener ayuda del gobernador para su esposo, pero no la consiguió. Pudo salvar el valioso manuscrito del Nuevo Testamento enterrándolo en el jardín; después lo escondió en una almohada que pudo pasarle secretamente a Adoniram en la cárcel.

Para 1825, Ana se dio cuenta que ya no podría continuar sus visitas a la cárcel, porque esperaba otro bebé. En enero de 1825, dio a luz a una niña, María Elizabeth. Tras unos días, Ana llevó a la pequeña a la cárcel a ver a su papá. Luego, llevando a su hijita, siguió visitando a quienes podía con la esperanza de obtener la libertad de Adoniram. Sus esfuerzos lo libraron de la muerte varias veces, porque cuando llegaba una orden para ejecutarlo, no lo hacían debido a su gestión a favor de él. Vivir siempre en inminente peligro no era fácil. Sabía que en cualquier momento podía enterarse de que su esposo había muerto.

Después, el 2 de mayo de 1825, trasladaron a Adoniram a otro lugar. Cuando Ana llegó a la cárcel, no estaba él y le fue imposible averiguar a dónde lo habían llevado. Finalmente, supo que los prisioneros habían sido llevados a Amarapoora. Ella cayó en una profunda depresión; le pareció haber llegado al peor momento de horror. En su desaliento, decidió ir a Amarapoora, llevando hacia lo desconocido a la pequeña María, que tenía apenas tres meses.

A la mañana siguiente, Ana emprendió su camino. En una carreta, soportó el doloroso trayecto por caminos polvorientos. Cuando llegó a su destino, se encontró con la cárcel más horrible que había visto en su vida; ¡aún peor que la cárcel anterior! Pero había logrado su objetivo: había hallado a Adoniram.

Uno de los carceleros le dio a regañadientes un lugar para quedarse: una bodega sucia, sin ninguna comodidad, ni siquiera una silla. Aquel fue su hogar durante seis meses. Ana soportó esto, y luchó consiguiendo comida para ella, su hijita y su esposo. Ella y la pequeña no estaban bien, y Adoniram estaba cerca de la muerte y con los pies destrozados.

El 5 de noviembre, la terrible experiencia llegó a su fin. La guerra había terminado y Adoniram fue puesto en libertad. Ana volvió a su casa, pero sin Adoniram, porque le habían ordenado servir como traductor para redactar un tratado de paz entre Birmania e Inglaterra. Aunque estaba enfermo con fiebre, viajó río arriba durante seis semanas, alejándose una vez más de su amada esposa y la pequeña María.

Por falta de comunicación, durante semanas en que estuvo traduciendo, Adoniram no supo nada de Ana y María; y Ana no supo nada de él. Al poco tiempo, ella contrajo fiebre maculosa. Por un tiempo estuvo inconsciente. El doctor Price, uno de los misioneros, salió de la cárcel en ese momento. Regresó para atenderla y ella recobró el conocimiento. Su fiebre había durado diecisiete días.

Cuando Adoniram regresó, se fueron al campamento militar británico en Yandabo. El 24 de febrero se firmó el tratado de paz entre Birmania e Inglaterra. En marzo, la familia viajó a Rangún. Allí, la obra era un caos, el edificio estaba en ruinas y la pequeña congregación dispersada. Volvieron a empezar, pero no en Rangún, sino en Amhurst. El costo de la guerra había sido enorme, mas esperaban volver a la obra.

Tras asentarse en Amhurst, Adoniram una vez más tuvo que partir para colaborar en las negociaciones de paz. Esta vez él pensaba que estaría ausente de su familia solo semanas, que en realidad resultaron ser siete u ocho meses. Luego, el 24 de noviembre, recibió una carta que él creyó le traía la noticia de la muerte de su hijita. Rápidamente, él abrió el sobre y leyó:

«Apreciado señor, para alguien que ha sufrido tanto y con una fortaleza tan ejemplar, no se necesita un prefacio para dar una mala nueva. Sería cruel torturarlo con la duda y el suspenso. Para resumir la triste noticia en pocas palabras: la señora Judson ha muerto». Sin saberlo él, Ana había fallecido un mes antes, el 24 de octubre, a los treinta y siete años. La noticia tardó un mes, y su cuerpo ya estaba sepultado.

Adoniram lloró inconsolablemente por aquel golpe. Luego, escribió a la madre de Ana: «Su mente se vio muy afectada en los últimos días, y hablaba poco. A menudo, ella se quejaba: Adoniram y los misioneros nuevos tardan en venir. Tengo que morir sola y dejar a mi pequeñita; pero como es la voluntad de Dios, me rindo a ella. No tengo miedo a la muerte, pero temo que no podré soportar los dolores. Díganle a mi esposo que la enfermedad fue violenta, y yo no podía escribir; cuéntenle como sufrí y morí».

«Los últimos días, permaneció casi inconsciente e inmóvil, recostada, con los ojos cerrados. A las ocho de la noche, dejó de respirar. ¡Con cuánta humildad, paciencia y fortaleza cristiana soportó esos dolores! Es cierto, ha sido arrancada del corazón quebrantado de su esposo y de su querida hija; pero la sabiduría y el amor infinito han primado como siempre en la administración de este dolor tan grande».

Después, en abril de 1827, a los seis meses de la muerte de su madre, María se reunió con ella en la muerte, a la edad de dos años y tres meses, habiendo conocido poco más que el sufrimiento físico.

En diciembre de 1827, Adoniram escribió a su familia y a la de Ana: «La muerte se ríe de nosotros, y aplasta en el polvo nuestras esperanzas. Tirana atroz, hija y aliada del pecado. Pero sigue por ahora. Tu hora vendrá. El último enemigo a ser destruido es la muerte. Y entonces mi Ana angelical, y mi Roger humilde de ojos azules, y mi tierna María, y mi padre venerado, ustedes mis queridas hermanas que aún permanecen, nuestros padres que aún están en este mundo, y yo, aunque no lo merezco, seremos rescatados del poder de la muerte. Y cuando recibamos la corona de vida, y sepamos con seguridad que no volveremos a morir, haremos que los cielos se llenen de cantos de alabanza a él, quien nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre. Y en aquel encuentro en el cielo, seremos felices y alabaremos para siempre a Aquel que soportó la cruz para usar y conferir tal corona!».

Conclusión

Ana Judson, junto con su esposo, fundó la iglesia birmana. Sus esfuerzos inagotables salvaron la vida de él durante el tiempo de guerra. Unidos, ambos avivaron el fuego de las misiones e inspiraron a miles a seguirles en diversos campos misioneros alrededor del mundo. Los escritos de Ana son un ejemplo de profunda consagración y devoción a Cristo. Su convicción de la soberanía de Dios, su comprensión de la necesidad de una fe centrada en Dios, su total dependencia de la palabra de Dios y su fe que venció cada desaliento… estas son las características de Ana Judson.

Un escritor resume su vida así: «Fue una mujer que amó mucho: amó a su esposo, amó a sus hijos, amó al pueblo birmano, pero sobre todo, amó a su Dios».

Ana Judson fue una mujer en cuyo corazón ardían la gracia y el amor de Dios. ¿Podría haber sido tan consagrada sin esa realidad? ¿Podría haber sufrido sin ese poder? ¿Podría haber continuado bajo circunstancias tan terribles sin el poder de Dios? ¿Y no es esto lo que necesitan nuestros corazones y nuestras vidas en todo el mundo? ¡Arde en mí, fuego de Dios! Sea hoy esa oración también la nuestra.

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* Adoniram Judson (1788-1850). Misionero participante en la primera agencia de misiones foráneas de Norteamérica. Tras convertirse a Cristo, desarrolló un celo ardiente por las misiones. Predicó el evangelio en Birmania y tradujo el Nuevo Testamento al idioma birmano. Su biografía fue publicada en la revista Aguas Vivas N° 38.