El amor de Dios por los salvajes indígenas de las islas Nuevas Hébridas llevó a Juan Paton a dejar su incipiente obra en Escocia para aventurarse entre los temidos antropófagos.

Cuando el misionero John Paton, tras ingentes esfuerzos, logró sacar agua del pozo, echó a correr la voz, y la noticia corrió como un reguero de pólvora. Los jefes, acompañados de todos los hombres de las tribus, quisieron participar  del acontecimiento. Ante los ojos escépticos de los circunstantes, Paton bajó al pozo, trajo agua en un jarro, y le dio a beber al primero de los jefes. El indígena, incrédulo al principio, se resistía a creerlo; pero luego, convencido, revolvió los ojos con alegría, bebió de nuevo y gritó:

– ¡Lluvia! ¡Lluvia! ¡Sí; es verdad, es lluvia! –. Pero luego, dirigiéndose al misionero, le espetó:

– ¿Pero cómo la conseguiste?

A lo que éste replicó:

– Fue Jehová, mi Dios, quien la dio de su tierra en respuesta a nuestra labor y nuestras oraciones. ¡Mirad y ved, por vosotros mismos, cómo brota el agua de la tierra!

Los indígenas sentían temor. No tenían valor suficiente para acercarse a la boca del pozo, así que formaron una larga fila y, tomándose unos a otros de las manos, fueron avanzando hasta que el primero en la fila pudiese mirar adentro. En seguida, el que había mirado iba a tomar su lugar al final de la hilera, cediendo su lugar al siguiente.

Todos salían asombrados. Uno de ellos dijo:

– Hay lluvia de Jehová ahí abajo.

Después que todos hubieron mirado, el jefe le dijo a Paton:

– ¡Misionero, la obra de tu Dios, Jehová, es maravillosa! Ninguno de los dioses de Aniwa jamás nos bendijo tan  maravillosamente. Pero, dinos, misionero, ¿continuará Él dándonos siempre esa lluvia en esa forma? ¿o vendrá como lluvia de las nubes?

El misionero les dijo:

– No teman. Esta bendición de mi Dios es permanente y para todos los aniwaianos.

El júbilo se desató, entonces, entre los salvajes, libres ya de temores y recelos.

Venciendo los obstáculos

Para entender este júbilo es preciso saber que hasta ese momento, por siglos inmemoriales, los indígenas habían usado sólo agua de coco para satisfacer su sed. ¿Para bañarse? Ellos se bañaban en el mar. Usaban de un poco de agua para cocinar, ¡y ninguna para lavarse la ropa! ¡Jamás habían bebido agua dulce desde la tierra!

Así que, este día fue un gran acontecimiento para todos. Por supuesto, también lo fue para John Paton. Hacía casi diez años había llegado a esos lugares proveniente de Glasgow, Escocia, y la lucha había sido feroz. Parecía que las oraciones a favor de los nativos no daban su fruto, pues las tinieblas y la superstición no cedían terreno entre ellos.

Antes de salir de Glasgow había encontrado resistencia entre los hermanos de su congregación. Uno de ellos le había dicho:

– ¡Usted quiere trabajar entre los antropófagos! ¡Será comido por los antropófagos!

A lo que Paton había respondido con la misma franqueza:

– Usted hermano, es mucho mayor que yo, y en breve será sepultado y luego será comido por los gusanos. Le digo a usted, hermano, que si yo logro vivir y morir sirviendo y honrando al Señor Jesús, no me importará ser comido por los antropófagos o por los gusanos. En el día de los resurrección mi cuerpo se levantará tan bello como el suyo, a semejanza del Redentor resucitado.

Sin embargo, los temores del hermano no carecían de fundamento. Las islas Nuevas Hébridas habían sido bautizadas con sangre de mártires. Pocos años antes habían muerto dos misioneros a garrotazos, y sus cadáveres habían sido cocidos y comidos.

En esa encrucijada, teniendo en su corazón el deseo de partir a servir a Dios entre esos naturales y no queriendo desoír tampoco el consejo de sus hermanos, Paton escribió a sus padres para consultarles su opinión. Lo que ellos le dijeron terminó por aclararle su camino. Sus padres le dijeron que el mismo día en que él nació, ellos lo habían ofrecido al Señor para tal servicio.

Para Paton, esto fue suficiente. Era la confirmación que estaba esperando, así que no tuvo ninguna duda de que ésa era la voluntad de Dios.

Sin embargo, las cuatro primeros años, en que Paton  permaneció en la isla de Tana, no habían sido para nada fructíferos. Al contrario, parecía que las cosas iban de mal en peor. Su esposa, que había logrado reunir algunas pocas mujeres para compartirles el evangelio, murió al poco tiempo de malaria, y tras ella también murió su hijito. A duras penas escapó él mismo de la muerte, en momentos en que recrudeció la hostilidad y los indígenas decidieron matar al misionero. Así que tuvo que dejar Tana.

Luego de un paréntesis en Australia y en Escocia, Paton volvió a las Nuevas Hébridas. Esta vez, por consejo de otros misioneros, decidió establecer su obra en la isla de Aniwa.

Las condiciones de vida de las indígenas allí era tan precaria como en Tana. Las peleas entre las diferentes tribus dejaban centenares de muertos, las viudas de los guerreros debían morir para «acompañar» a sus maridos en su partida. Luego de una batalla, los cadáveres de los vencidos eran cocinados y comidos. Su idolatría era monstruosa: adoraban los árboles, las piedras, las fuentes, los insectos, los espíritus de los muertos, etc.

Una fuente en medio del sequedal

En este estado estaban las cosas cuando Paton decidió cavar un pozo. Al hacerlo, no pensaba sólo en derribar una fortaleza en que se apoyaba la superstición y la ignorancia de los naturales, sino también en razones prácticas. La falta de agua dulce era la mayor necesidad para él.

En un principio, algunos indígenas proclives, decidieron ayudaron en la obra, pese a que consideraban una locura que el Dios del misionero pudiera proporcionar «lluvia desde abajo». Sin embargo, más adelante, amedrentados por la profundidad del pozo, le dejaron solo. Mientras él cavaba, lo contemplaban desde lejos, diciendo entre sí:

– ¿Quién oyó jamás hablar de una lluvia que venga desde abajo? ¡Pobre misionero! ¡Pobrecito!

Cuando Paton insistía en decirles que el abastecimiento de agua en muchos países provenía de pozos, ellos respondían:

– Es así como suelen hablar los locos; nadie puede desviarlos de sus ideas fijas.

Después de muchos días de extenuante trabajo, Paton dio con tierra húmeda. Confiaba en que Dios lo ayudaría a obtener agua dulce como respuesta a sus oraciones. A esa altura, el solo pensar en que podría encontrar agua salada le llenaba de temores. ¿Qué reacciones podría despertar ese fracaso en los indígenas? Mejor no quería pensar en ello.

Por eso, cuando el agua comenzó a brotar desde abajo y a llenar el pozo, tomó -trémulo- agua en la mano, y se la llevó a la boca. Su sabor era inconfundible.

– ¡Es agua! ¡Es agua potable! ¡Es agua viva del pozo de Jehová! – exclamó, alborozado.

Los frutos de la fe

En los años que siguieron a este acontecimiento, los naturales cavaron seis o siete pozos en los lugares más probables, cerca de varias villas. Sin embargo, no tuvieron resultados. O bien se encontraban con una roca, o bien hallaban agua salada.

Entonces se decían entre ellos:

– Sabemos cavar, pero no sabemos orar como el misionero; y por lo tanto, ¡Jehová no nos da lluvia desde abajo!

Un domingo, después que Paton había conseguido el agua del pozo, el jefe Namakei convocó a todo el pueblo de la isla.

Haciendo los ademanes solemnes propios de los jefes guerreros, dirigió a los concurrentes el siguiente discurso:

– Amigos de Namakei: todos los poderes del mundo no podrían obligarnos a creer que fuese posible recibir la lluvia de las entrañas de la tierra, si no lo hubiésemos visto con nuestros propios ojos y probado con nuestra propia boca … Desde ahora, pueblo mío, yo debo adorar al Dios que nos abrió el pozo y nos da la lluvia desde abajo. Los dioses de Aniwa no pueden socorrernos como el Dios del misionero. De aquí en adelante, yo soy un seguidor del Dios Jehová. Todos vosotros, los que quisiereis hacer lo mismo, tomad los ídolos de Aniwa, los dioses que nuestros padres tenían, y lanzadlos a los pies del misionero … Vamos donde el misionero para que él nos enseñe cómo debemos servir a Jehová … Quien envió a su Hijo, Jesús, para morir por nosotros y llevarnos a los cielos.

Durante los días siguientes, grupo tras grupo de indígenas, algunos de ellos con lágrimas y sollozos, otros con gritos de alabanza a Dios, llevaron sus ídolos de palo y de piedra y los lanzaron en montones delante del misionero. Los ídolos de palo fueron quemados; los de piedra, enterrados en cuevas de 4 a 5 metros de profundidad, y algunos, de mayor superstición, fueron lanzados al fondo del mar.

Más adelante, la isla completa siguió las enseñanzas de Paton, quien tradujo las Escrituras a su lengua, y enseñó al pueblo a leerlas. El milagro se había producido. La fe de un hombre había prevalecido por sobre las oscuras obras de las tinieblas.

Uno de los momentos más emocionantes, lo vivió Paton cuando decidió celebrar la Primera Cena del Señor con su bulliciosa congregación. Paton describe así esa inolvidable experiencia:

«Al colocar el pan y el vino en las manos de esos ex antropófagos, otrora manchadas de sangre y ahora extendidas para recibir y participar de los emblemas del amor del Redentor, me anticipé al gozo de la gloria hasta el punto de que mi corazón parecía salírseme del pecho. ¡Yo creo que me sería imposible experimentar una delicia mayor que ésta, antes de poder contemplar el rostro glorificado del propio Jesucristo!».

Adaptado de «Biografías de grandes cristianos» de Orlando Boyer.