Los capítulos 16 y 21 de Génesis son incomprensibles sin la interpretación que de ellos hace Pablo en Gálatas 4. Específicamente, en lo referente a Agar e Ismael.

En Génesis 16 se cuenta cómo Abraham, por sugerencia de Sara, tomó a Agar, sierva egipcia, como concubina, y cómo ella vino a darle un hijo, Ismael. Un poco más adelante, en Génesis 21 se cuenta cómo Abraham despidió a la concubina y a su hijo por disposición de Dios.

Pablo nos da la explicación: Agar representa el Pacto antiguo, e Ismael a los hijos esclavos que da ese pacto. Por eso Ismael perseguía a Isaac, y por eso debió ser expulsado de casa. No debía heredar el hijo de la esclava con el hijo de la libre.

Génesis 16 nos cuenta que Agar era egipcia, y que cuando Abraham se llegó a ella, tenía 85 años. Abraham engendró ese hijo con la fuerza que aún le quedaba. Por eso nació «según la carne», nos dice Pablo. En cambio, cuando 15 años después nació Isaac, Abraham ya estaba casi muerto, y Sara era incapaz de concebir.

Ismael es el hijo que Abraham hizo; Isaac es el hijo que Dios le dio. Ahí está la diferencia. La ley consiste en lo que el hombre puede hacer; la gracia consiste en lo que Dios nos da. La ley siempre apela a la capacidad del hombre; la gracia se manifiesta a causa de la incapacidad del hombre.

Ismael nació primero; Isaac nació 14 años después. Ismael nació tras 10 años de haber llegado Abraham a Canaán. Isaac nació tras 25 años. Ismael nació primero, porque el hombre siempre intenta probar primero con sus fuerzas, antes de abandonarse en los brazos de Dios, reconociendo su incompetencia. Tras la concepción de Ismael, y también después de su nacimiento, Abraham y Sara tuvieron muchos problemas. Pues lo que nace de la carne produce muerte. «La ley produce ira», dirá Pablo, y eso es lo que aconteció en esos largos años en que Abraham y Sara pudieron comprobar cómo se habían equivocado.

La ley, la carne y las obras de la carne están estrechamente emparentadas. El resultado de todas ellas muestra la ineficacia de los esfuerzos humanos por agradar a Dios. En cambio, ¡qué dicha y solaz produjo Isaac! ¡Cuán lleno de la bendición de Dios!

Todos nuestros Ismaeles están llenos de muerte; pero cuán llenos de vida están nuestros Isaacs. Por eso, hay que echar a Ismael, porque él no tiene herencia junto a Isaac. Lo que procede del hombre es carne, y la carne «para nada aprovecha» (Jn. 6:63), dijo el Señor. Esto es fácil decirlo, y fácil comprenderlo; pero no es nada fácil aceptarlo en nuestra experiencia.

Cuánto nos aferramos a nuestras pequeñas virtudes, a nuestros escasos aciertos; cuán orgullosos estamos de lo que somos y de lo que podemos hacer para Dios. Tienen que pasar 14 o más años –hablando figuradamente– para reconocer que nuestro Ismael solo nos ha causado problemas, y que no tiene suerte ni cabida en la casa de Dios. Siempre parece ser demasiado tarde cuando Dios decide darnos a Isaac; tanto, que algunos de nosotros no alcanzamos a obtenerlo. Lo único que tenemos son Ismaeles; ningún Isaac.

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