La figura de Abraham en el Antiguo Testamento es muy rica y provechosa. La razón del llamamiento de Abraham, y el propósito de Dios para con él estaba relacionado con la tierra y con su descendencia; en definitiva tenía que ver con un hijo que él había de engendrar. Y, como sabemos, no solo tuvo uno, sino dos: Ismael e Isaac. Uno había nacido en el vigor de su padre; el otro, en la impotencia de su vejez. Pero en un momento de su vida, Abraham se quedó sin ninguno de los dos.

Ismael debió ser expulsado de casa, pues había sido concebido de una mujer esclava, y en respuesta a la iniciativa del hombre. Isaac, en tanto, el hijo amado, el hijo de la promesa, debió ser ofrecido sobre el altar del sacrificio. Lo que nació de la carne debió ser expulsado; el que provino de Dios, debía volver a Dios. Nada era de Abraham; ni lo que él produjo, ni lo que Dios le dio.

Tal es el creyente que camina con Dios y procura agradar a Dios. Sus primeros esfuerzos tienen un fin de muerte, y no pueden permanecer en la casa de Dios. Tras el fracaso, y la derrota, viene la alegría del fruto espiritual, de las gavillas que Dios pone en sus manos. Sin embargo, el creyente tiene que experimentar la muerte de nuevo. Lo que Dios puso en sus manos, debe volver a él. El fruto de su fe pertenece a Dios, y no es suyo. Lo de él es solo impotencia, desolación y muerte.

Dejar ir a Ismael es doloroso; pero poner a Isaac sobre el altar es todavía más. Es toda nuestra gloria, porque hemos llegado a comprender que Dios nos lo dio. Él tiene la impronta de Dios, el sello de la resurrección. ¿No es hermoso? Sin embargo, en un determinado día, Dios nos dirá que vayamos al monte Moriah, y que llevemos aquello que tanto amamos –el fruto de nuestra fe, y de nuestro caminar con Dios– para que lo ofrezcamos.

El creyente no tiene derechos con Dios. No hay ninguna obra que Dios le haya confiado, ninguna bendición espiritual que haya puesto en sus manos, que le pertenezca al hombre. Si el creyente no está dispuesto a perderlo, significa que todavía se aferra a algo suyo.

Si no estamos dispuestos a perder lo que Dios nos ha dado, significa que todavía es nuestro. Y si es nuestro, Dios se alejará de ello. Si Dios no nos devuelve a Isaac después del altar, entonces significa que nunca fue nuestro. Solo lo que perdemos en Dios, y Dios nos lo entrega de vuelta, es verdaderamente nuestro. No hay nada más hermoso que la bendición de Dios en nuestra mano, pero todo ello no es mayor que el Dios de la bendición. Por sobre Isaac está el Dios de Isaac.

¿Cuál es el fin de esta historia? Dios dijo: «Por mí mismo he jurado, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré … por cuanto obedeciste a mi voz» (Gén. 22:16, 18). La bendición sobreabundante. Pero el secreto está en estar dispuesto a quedarse sin hijos; sólo con Dios.

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