«Los judíos piden señales», dijo Pablo, y con eso los retrató certeramente. Sin embargo, ellos no son los únicos judíos de esta clase: hoy también los hay, aunque no sean descendientes de Jacob. Ellos son los buscadores de milagros.

Ellos sostienen la misma tesis de aquel rico necio: «Si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán» (Luc. 16:30). Ellos piensan que, a la vista de algún prodigio, entonces creerán. Pero no es así. «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de entre los muertos», les contesta el patriarca. La fe, que surge por el oír la palabra de Dios, no surgirá aunque vean a un muerto levantarse de la tumba. «La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17).

Los judíos le reclamaron más de una vez al Señor que les mostrase señal del cielo. Ellos querían que les convenciese de su mesianismo, que les mostrase algo grande, como Moisés, por ejemplo, que había hecho llover pan del cielo, o como Josué, que hizo detenerse el sol y la luna, o como Samuel, que hizo tronar en plena siega, o como Elías, que hizo caer fuego del cielo.

Sin embargo, los milagros y portentos se exigen solo para excusar la incredulidad, o bien para satisfacer la curiosidad de ver lo espectacular y extraño, como ocurrió con aquel Herodes pecador.

El Señor no aceptó seguirles el juego. Les dijo: «Señal no les será dada, sino la señal del profeta Jonás», y se refería a Su muerte y su permanencia tres días y tres noches en el corazón de la tierra. Este es el corazón del evangelio, y es la respuesta más elocuente a los buscadores de milagros: Cristo murió, fue sepultado y resucitó de entre los muertos, para nunca más morir. En su nombre se recibe la fe para perdón de los pecados, y la vida eterna.

Los judíos menospreciaron a Jesús. Fue como si le hubiesen dicho: «Si puedes demostrar que eres alguien, si puedes hacer algo grandioso y espectacular, te creeremos». Entonces el Señor les dice: «Los hombres de Nínive se arrepintieron a la predicación de Jonás, y he aquí más que Jonás en este lugar … La reina del Sur vino de los fines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y he aquí más que Salomón en este lugar».

La predicación de Jonás movió a los ninivitas al arrepentimiento; la sabiduría de Salomón movió a una mujer pagana a venir de lejos para admirarle. Pero los judíos, teniendo a Uno más grande entre ellos, le piden credenciales.

Los que buscan señales se exponen a que, luego de recibir el milagro, les suceda alguna cosa peor, que los enemigos antes derrotados tomen mayor venganza, o que las enfermedades vuelvan a atacar (Mat. 12:43-45; Jn. 5:14). Si el corazón no ha experimentado una transformación, estará expuesto a una invasión de maldad mayor, y su estado postrero puede ser peor que el primero.

La visión de un milagro no es capaz de transformar un corazón; solo la palabra de Dios, recibida y creída, puede operar el milagro más grande: el nuevo nacimiento. La palabra de la cruz de Cristo es el único remedio para nuestro endémico mal.

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