El mensaje a Laodicea es una queja amorosa a una iglesia que ayer caminó con el Señor, pero que hoy le ha alejado de sí.

Quisiera compartir acerca de la última carta que el Señor manda a sus iglesias, es decir, el mensaje a Laodicea, contenido en el capítulo 3 de Apocalipsis, versículos 14 al 22.

Se ha identificado a Filadelfia (de la cual no hablaremos hoy) como una iglesia fiel, de la cual no hay queja. En cambio, se relaciona a Laodicea como la iglesia apóstata. La apostasía tiene que ver con las cosas que se desvirtúan, se falsean, que no vienen a ser conforme al modelo del Dios, y que son incapaces de discernir ni expresar el deseo del corazón ni la voluntad de Dios para el tiempo presente.

A diferencia de todas las otras, Laodicea no recibe ninguna palabra de reconocimiento. Sin embargo, tal vez por esta razón, se encuentran, de parte del Señor, palabras más tiernas y maravillosas que en las demás; palabras de comprensión y dulzura.

Algunos antecedentes

Laodicea era una iglesia arrogante y autosuficiente. Era la ciudad más opulenta de las siete que había en Asia. Se la conocía por su banca industrial, por la manufactura de lana en la fabricación de hermosas vestiduras, y por la escuela de medicina que producía un medicamento para los ojos (colirio). Algunos creyentes suponían equivocadamente que la abundancia de bienes materiales eran indicio de la bendición espiritual de Dios (doctrina de la prosperidad). Laodicea era una ciudad rica y la iglesia también lo era. Lo que la iglesia pudo ver y comprar llegó a ser más valioso para ellos que lo que no se ve y es eterno, y que es lo verdaderamente importante para Dios.

Pablo luchaba en oración por ella

Muy poco se conoce de esta iglesia, pero hay menciones en la Escritura que nos la refieren y de las cuales podemos recabar información. Por Colosenses 2:1-3 vemos que el apóstol sostiene una gran lucha por los hermanos de Laodicea, precisamente para que alcanzasen todas las riquezas de pleno entendimiento, “a fin de conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo”. El deseo del apóstol fue que ellos tuvieran la verdadera riqueza, sabiendo –como sin duda sabía– que ya poseían muchas riquezas terrenales.

Asimismo, podríamos confundir la verdadera riqueza con el mero conocimiento intelectual de la Palabra de Dios, e incluso tener revelación acerca de algunos aspectos de la obra y persona de Jesucristo, pero al mismo tiempo podría suceder que tal hecho nos envaneciera impidiéndonos alcanzar, verdaderamente, las riquezas de pleno entendimiento y, en definitiva, permanecer estériles. Podríamos decir: “en Cristo lo tenemos todo” y no manifestar los rasgos y la vida de Cristo.

Así pues, la iglesia de Laodicea era una iglesia conocida por el apóstol (Colosenses 4:12-13, 15, 16). Era muy amada por el apóstol, y por la cual sostenía una gran lucha.

La presentación

Al dirigirse a esta iglesia, el Señor usa palabras descriptivas que despiertan interés y reclaman atención. “He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto…”. En su declaración nada hay que “simbolice” su manifiesto esplendor, sino más bien hay una declaración de su verdadera gloria.

Tal declaración crea un contraste. Al fracaso completo Él se dirige como Aquel que es incapaz de fracasar. La declaración es triple, de autoridad, y basada sobre los hechos que son causa y razón de todas las cosas.

Él es el “Amén”. El significado de la raíz de esta palabra es el de “criar” o “ir alimentando en crianza”; su significado derivado es de algo ya establecido firmemente, edificado, positivo. Expresa a Dios como la madre criadora y expresa la verdad de la absoluta estabilidad y verdadera exactitud de todo lo que Dios ha pensado, hablado y hecho. Como título equivale a la declaración “Yo soy la Verdad”. No ‘Yo enseño, declaro, explico’. Es la verdad en sí misma, verdad expresada en una Persona, verdad contra la cual no puede haber apelación. Amén es la conclusión, porque es la crianza finalizada, la edificación perfecta, la última palabra, el fin, al cual nada se le puede agregar. La Autoridad última, el Amén. ¡Aleluya!

“El testigo fiel y verdadero”. Es precisamente eso porque es el Amén, porque es la Verdad. Es el Amén aunque nunca hubiere hablado. Es la Verdad, aunque nunca hubiere pronunciado una palabra. Pero ahora que ha sido hablada por Él, las palabras que ha declarado lo constituyen en testigo fiel y verdadero. Cuando habla, no hay exageración ni aminoración. Lo que Él dice es la verdad exacta, porque Él es, en sí mismo, la Verdad absoluta, y no hay nada más allá de Él en todo el reino de la Verdad. La Iglesia en Laodicea había fallado en su testimonio y el Maestro se allega como “el testigo fiel y verdadero”, así, al desenmascarar su fracaso, se anuncia a sí mismo como aquel que no exagerará la condición de ellos, pero tampoco permitirá que algo quede encubierto.

Luego, la última frase nos trae nuevamente a lo sublime de su majestad. El principio de la creación de Dios; se refiere a la fuente y origen de la creación (véanse Juan 1.3; Col 1.15–18; Hebreos 1.2). Es una de las columnas sobre la que descansa la verdad de la epístola a los Colosenses “el primogénito de toda creación… …”. Alguien pudiera entender con eso que Él fue creado, pero la traducción literal se refiere a que es la fuente y origen de toda creación, porque en Él, por Él y para Él fueron hechas todas las cosas. Antes que el mundo existiera, Él estaba. Antes que las estrellas brillasen relucientes, Él existía, porque Él es Dios. ¡Aleluya! ¡Bendito sea el Señor! Al acercarse a Laodicea viene como Aquel cuya jerarquía es infinitamente más alta que la de sacerdote, profeta o rey, habla con la autoridad de causa de toda creación.

Donde quiera que la vista se pose, todo lo que la mente pueda concebir, tiene como causa primera la obra de Cristo. Sus huellas pueden trazarse a través de toda la creación, y cada toque de hermosura demuestra la obra de sus dedos. No hay flor que no dé testimonio de Él, ni panorama maravilloso o majestuoso que deleite la vista del hombre, que no cante el solemne himno de su poder y hermosura. En la precisión de las cosas creadas, en el transcurrir de las estaciones, el amanecer del día y el crepúsculo del anochecer, en el resurgimiento de la primavera cuando emerge de su vestido invernal hacia el encuentro del esplendor del verano, y al atravesar el otoño con su ropaje bronceado y glorioso, se descubre en todo ello el poder de Cristo.

Las quejas del Señor

A la iglesia de Laodicea que está sin vida, indiferente, autosuficiente, independiente, Él viene sin ninguna palabra de aprobación. Sin embargo, son muchas las palabras de esperanza que pronuncia. Su queja y consejo van a la par.

La queja del Señor está en tres partes. Primero, “Ni eres…” Esta es la condición general de la iglesia, como el Señor la puede ver. La segunda: “Tú dices…” Esto es, la iglesia como ella cree que es. La tercera: “Tú eres…”, revela en forma minuciosa y detallada todo lo que verdaderamente es.

Primero: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente”. Segunda: “Tú dices: «Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad». Tercera: «No sabes que tu eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo».

La tibieza

Primera queja: «Ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!». La iglesia no se caracterizaba por una completa frialdad. Pero tampoco por su fervor. No es que no creyesen en el Señor, pero estaban en una condición de indiferencia y conformismo. Es decir, en una condición de tibieza. El Señor prefiere que seamos fríos, porque hay más esperanza para alguien que es declaradamente frío que para alguien tibio. Con todo, Él quisiese que fuésemos ardientes, fervientes, comprometidos. Para el Señor es algo aborrecible la tibieza. Y esto no es idea propia, está en la carta que consideramos en esta hora. Si hay algo que aborrece el corazón de Cristo, es una iglesia tibia. Preferiría tener una iglesia helada o caliente, pero no tibia. Lo tibio, para Él es vomitivo y esto no puede alterarse.

“Tibio…” Es aquella condición en que la convicción no llega a afectar a la conciencia, el corazón o la voluntad. Se mantiene en un estado difuso entre el mundo, el pecado, Cristo y la iglesia. Todo es difuso. No niega la cruz. Sabe su doctrina, tiene conocimiento que el Señor murió en la Cruz objetivamente. Reconoce que la cruz tiene que hacer un trabajo subjetivo en nuestros corazones, restringiéndonos, como dijo Juan el Bautista: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30). Pero éstos que conocen tan bien la doctrina de la cruz y declaran: «Debo morir para que otros vivan”, cuando les llega la hora de morir, se niegan a ello, reclaman, escapan, no aceptan tal “proceso”. Les gusta la doctrina, les gusta la salvación, pero no están dispuestos a morir. Están tibios.

Una cruz de madera, con clavos de hierro; una muerte agonizante, heridas, sangre y dolor es algo muy distinto a la teoría de la cruz. Lo digo con firmeza, porque sé que a los que Dios ama los disciplina (Hebreos 12:6). También sé que los amados de Dios, tarde o temprano, pasarán por estas experiencias. Si no has pasado, no temas, porque lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios y Él es poderoso en nosotros para sostenernos. Pero, si lo has pasado, tú entiendes a lo que me refiero. Y si lo estás pasando, que el Señor te socorra oportunamente y tu fe no falte.

Cuando la cruz es una doctrina o un adorno, no hay muerte. Pero, ¿sabes?, tampoco produce vida. Sin embargo, el Señor murió y nos dio vida. Y el apóstol experimentaba esto permanentemente, «… cada día muero» (1 Corintios 15:31), para que otros tuviesen vida.

La opinión de sí misma

En segundo término, la opinión que la iglesia tenía de sí misma. ¿Qué decía esta iglesia? “Yo soy rico, y me he enriquecido”. Es el lenguaje de completa satisfacción propia: me he enriquecido, estoy llena, no tengo necesidad de nada. ¿Quién me va a venir a hablar o enseñar a mí? Es una iglesia independiente, con abundantes posesiones, satisfecha de sí misma. Nada de humillarse, ni orar, ni consagrarse. No necesitaban nada, lo tenían todo. Esto nos induce a meditar: ¿Nos hemos apropiado realmente de las cosas que el Señor nos ha dado? ¿Son una realidad de nuestra vida o son puro conocimiento mental o intelectual?

Las quejas amorosas del Señor

Tercero. “Tú eres pobre”. La palabra transmite el sentido del mendigo que anda por la calle pidiendo. Debido al concepto del Señor en cuanto a la riqueza, colocó a esta iglesia, que aparentemente era tan opulenta, en la condición de un vil mendigo, o como no poseyendo nada que realmente valiera la pena tener.

“Tú eres ciego”. La falta de visión no le permite apreciar más que sus estrechos límites, sus cosas bonitas, su apariencia externa, sus edificios, su conocimiento meramente humano, tal vez, pero no mira ni considera algo más. No tiene visión para ver la obra del Señor alrededor del mundo, no tiene vista para extenderse más allá de los límites de su localidad. En un momento determinado, no tiene ojos para ver a otros hermanos sufrientes y encadenados. Ello, porque están demasiado centrados en sí mismos, en sus riquezas, en sus cosas. No tienen ojos para ver que otros se están perdiendo y que no hay quien les predique.»¿A quién enviaré, quién irá?», dice el Señor. Estamos muy entretenidos aquí. ¡El Señor nos socorra!

«Tú eres desnudo», dice finalmente. Despojado del ropaje de gloria y hermosura que debiera adornar a la iglesia como a la novia de Jesucristo. Ese traje de lino fino que son las obras justas de los santos. No lo tenía, porque insistía en señalar que “de nada tenía necesidad».

Notemos sí, que todas estas palabras, esta reprensión del Señor, están impregnadas de compasión. No hay enojo. Quiero distinguir. No está enojado con la situación en que se encuentra la iglesia, porque todo eso él lo puede remediar. Su enojo radica –si pudiéramos hablar de esta manera– en que ellos están satisfechos con tales cosas. Eso, más bien, afligía y aflige el corazón del Señor.

«Desventurado». Esta condición siempre apela a la simpatía. Una persona que está sufriendo, ¿qué es lo que produce en un corazón sensible?: el deseo de ayudar.

«Miserable…» Compasión.

¡Pero tales personas están diciendo: «¡Rico soy y me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada!». Aquí es donde descansa la nota más honda de miseria que, sin palabras, clama por una mayor compasión.

El consejo del Señor

El consejo del Señor (que manifiesta lo amoroso y benigno de su corazón), manifiesta primero, su deseo expresado: «Ojalá fueses frío o caliente». Segundo, su intención: «Te vomitaré de mi boca». Por último, su consejo inmediato: «Compra de mí …» Hemos dicho ya que hay infinitamente más posibilidades para una persona fría que para una tibia, esta último es indiferente y piensa que está bien. El frío en un momento puede reaccionar y volverse al Señor de corazón. Pero el tibio, no está ni aquí ni allá. Hay más esperanzas para un hombre que está fuera de la iglesia que para un hombre que está dentro de la misma, suficientemente cerca del calor, pero sin apreciarlo.

«¡Ojalá fueses frío o caliente!» … Es como un llanto. Me acuerdo del llanto del Señor, fuera de las puertas de Jerusalén. (Mateo 23:37). ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero no tibio, de lo contrario te tendré que vomitar.

“Te vomitaré”. Con esto, no trata de separar al cristiano de su relación con Cristo. Es un llamado a una iglesia que tiene un candelero (lámpara) de testimonio y que se encuentra ante la posibilidad de perderlo.

El Señor desea mostrarles que la verdadera riqueza, el verdadero ropaje, todo lo que ellos necesitan está en Él y solamente en Él. El único impedimento para la iglesia será que continúe con la vana ilusión que es rica y no tiene necesidad de nada. La iglesia retornará a la bendición si baja hasta el polvo, al lugar de la humillación, al lugar del corazón quebrantado, al lugar donde en verdad pueda decir: “Yo soy pobre y miserable, ciego y desnudo, ¡pero el Señor es rico!” ¡Aleluya! Entonces, El consolará con el amor de su corazón, enriquecerá con sus indecibles dones y vestirá con su propio ropaje blanco.

Y cuando dice «compra», hay una gracia allí que requiere ser recibida; el Señor está dispuesto a darla. “El que pide, recibe; el que busca, halla; al que llama, se le abrirá”. Él dice en realidad: «¡Busca todo en mí!».

La luz brillante del amor

Súbitamente, como un relámpago, casi fuera de contexto, luego de estas quejas y consejos, con un corazón lleno de infinito amor, declara: «Yo reprendo y castigo a todos los que amo». ¡Yo reprendo y castigo a todos los que amo! El Señor podría haber dejado a la iglesia, podría haberla abandonado, pero él la ama, la amó, la amará. La ama a pesar de sus fracasos. Y su amor es la razón de la reprensión y consejo. La amó hasta dar su vida por ella, por eso le habla así.

Luego, siguen las palabras llenas de urgencia: «Sé, pues, celoso, y arrepiéntete». Pero, ¿cómo podrán retornar? Están tan lejos. ¿Podemos apreciar lo lejos que se fueron? Pero, hermanos, no tienen que viajar mucho, aun cuando la distancia sea grande. ¡Pues él está a nuestro lado!

El dolor del Cristo excluido

Escuchemos estas palabras llenas de gracia: «He aquí, yo estoy a la puerta, y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a el, y cenaré con él, y él conmigo». ¡Qué revelación tan sorprendente!

¿Sabes? La iglesia en Laodicea tenía todo lo material, no le faltaba nada. Sin embargo, ¿cuál era su desgracia? ¡Tener a Cristo fuera de la puerta! Él llama fuera de la puerta. Es cierto que hemos usado este pasaje muchas veces para evangelizar a personas que no conocen al Señor: “Abre la puerta de tu corazón, y el Señor entrará”. Está bien, pero aquí habla a una iglesia. ¡El Señor está fuera de la iglesia y llama! Tienen coros, tienen sillas, piso alfombrado, tienen instrumentos, tienen canto, no son fríos absolutamente. Tal vez tengan doctrinas correctas, ¡pero Cristo está afuera!

Esa es la desgracia, esa es la revelación sorprendente: ¡Él está excluido! Tienen todo, excepto a Cristo Jesús. “…y llamo…” excluido … “y llamo…” ¡Oh, Señor! ¿Podemos comprender? Que el Señor nos ayude. Él hizo todas las cosas. Él dejó el cielo, dejó su trono de gloria por amor a nosotros. Vino a este mundo. Siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos a nosotros ¡bendito sea el Señor!. Él dejó el cielo, se hizo hombre, se humilló… ¡y su pueblo lo rechazó! Lo azotaron, escarnecieron, crucificaron. Lo pusieron en la cruz, con clavos de hierro, lo traspasaron. Cristo excluido de su mundo creado por Él y para Él; además, de su pueblo Israel.

Pero, ahora, no sólo excluido de ellos. También, ¡Oh, Señor!, excluido de la iglesia en Laodicea, fuera de la puerta y llamando. Él espera. Y, ¿para qué? Para que un hombre o una mujer, (“si alguno oye mi voz”), le permita entrar. Él dice: “…entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. “Yo seré su huésped, cenaré con él, él será mi huésped, y él conmigo. Me sentaré a la mesa de su amor y satisfaré mi corazón”, dice el Señor, porque su delicia está con los hijos de los hombres (Proverbios (8:23). Él quiere gobernar en nuestro corazón. Él nos ama, nos amó hasta el fin. “Aquel que me abra, se sentará a la mesa que mi amor proveerá, y satisfará su corazón.”

¡Oh, hermanos, ved la visión! La apostasía confrontada con la fidelidad. La falsedad contrastada con la verdad. La adornada pobreza cara a cara con la infinita riqueza. La tibieza y la hipocresía enfrentadas a la compasión y devoción.

“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo”. ¿Qué quieres tú, oh Señor coronado? ¿Qué quieres tú llamando a la puerta?: “Un hombre, solamente un hombre (mujer) que abra la puerta para que pueda entrar a él, y cenar con él, y él conmigo”.

Una gran promesa para grandes vencedores

Finalmente, la promesa para el vencedor: “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”. Es una promesa sublime, ¡es una tremenda promesa! Lo que está diciendo el Verdadero, el Amén: “¡Al que venciere le daré que se siente conmigo en mi trono!”. Es como que el Señor se diera cuenta que a esta iglesia le toca la batalla más dura. Y, en consecuencia, le da también una gran promesa para el que venza.

¿No hay en esas palabras una sugerencia de la misma tentación que el Señor Jesús tuvo que afrontar? Él dice: “Al que venciere … como yo he vencido”. ¿Cómo venció? Puede que se agolpen muchos pensamientos en respuesta. Pero, mira, él le está hablando a gente cuyo supremo mal es que tratan de ir por el camino fácil. Ellos no tienen compasión por nadie, no les importa el mundo perdido, ni sus hermanos encadenados. No tienen necesidad de nada, les bastan sus propias riquezas. No tienen compasión, no tienen entusiasmo tampoco por el Señor. Son tibios. Y él les dice a esta gente: “Venced, como yo también vencí”.

¿No se evidencia el recuerdo de una sutil tentación? Pongamos atención a esto último. ¿Qué tentación tuvo el Señor en el desierto? ¿Qué le propuso Satanás allí? Le dijo, entre otras cosas, que le daría todos los reinos de la tierra, si postrado le adoraba. Lo que le estaba diciendo allí era que le daba todo lo que él de todas formas iba a tener, ¡pero sin dolor, sin clavos, sin vituperio, sin azotes, sin sangre y sin cruz!

Tal sutileza no sólo se manifestó en el desierto. Cuando Pedro le dice: “Señor, ten compasión de ti mismo, en ninguna manera esto te acontezca”, El replica: “Apártate de mí, Satanás”, advirtiendo la intención del enemigo de evitar el sufrimiento que le aguardaba.

Y cuando esto no dio resultado, ni en el desierto, ni con Pedro, entonces dijo Satanás: “Bueno, lo mataremos, que esto termine de una vez, porque yo soy el príncipe de este mundo, yo conquisté al hombre, lo engañé en el huerto de Edén, y tengo potestad sobre toda carne y el mundo me pertenece”. Jesús mismo había declarado, refiriéndose a Satanás, que era el príncipe de este mundo (Juan 12:31; 16:11). Pablo lo denomina “el dios de este mundo” (2ª Corintios 4:4) .

Voy a decir algo con mucho cuidado. Creo que el eco de esa tentación también lo podemos ver en el Getsemaní. Un eco, sólo un eco, en el huerto de Getsemaní, allí se escuchó esta voz: «Padre… Padre –en su humanidad–, si es posible, pase de mí esta copa». Él iba a sufrir, porque era hombre. Era perfecto. A Él le dolía no sólo el dolor físico sino el espiritual al cargar el pecado de todos los hombres. «Si es posible, pase de mí esta copa». De alguna forma, el enemigo le decía: «No te sacrifiques, ¿por qué esta vida esforzada? ¿Por qué has determinado ir por la vía dolorosa? ¡Adórame a mí!». ¡Pero Jesús venció! «¡No se haga mi voluntad, sino la tuya!» dijo al Padre. ¡Él venció y se sentó con su Padre en Su trono! ¡Aleluya! ¡Gloria a Dios! Habiendo un único camino que culminaría en la coronación, lo tomó el Señor en obediencia perfecta.

Admitir nuevamente a Cristo

Finalmente, quede en nuestra retina la figura del Cristo excluido. ¡Oh, cómo ha sufrido Él y sufre aún! Por su propia voluntad fue excluido de sus cielos para la salvación de los hombres perdidos. Luego, excluido de su nación por la ceguera de la misma; más tarde, excluido de su mundo por la aparente victoria de las fuerzas del mal. Y ahora –pesa decirlo– excluido tantas veces de su propia iglesia, por la tibia indiferencia de aquellos que se imaginan tener todo, pero que no tienen nada.

Por último, la incomparable paciencia y ternura del Hijo de Dios, insultado, excluido y a punto de escupir de su boca aquello que le es completamente aborrecible, como le es la tibieza. Aún espera, porque todavía no ha llegado el día de venganza, aún no ha dejado caer su mano. Todavía no ha expelido el vómito. Y Él aún espera, llamando a la puerta, deseoso de entrar en una nueva comunión con algún hombre o mujer. No se puede agregar nada que muestre mayor ternura. Sin embargo, aprendemos que el único remedio para la tibieza es admitir nuevamente al Cristo excluido.

La apostasía tiene que ser confrontada con su fidelidad, la ligereza con una convicción que emane de su autoridad, la pobreza con su riqueza, la frialdad con el grandioso fuego de su entusiasmo y la muerte con la vida divina que está contenida en su don que hemos recibido.

No hay otro remedio para la nostalgia del cielo, para la maldad del mundo, para la tibieza de la iglesia, que el admitir nuevamente a Cristo en nuestros corazones. ¡Amén, gracias, Jesús!

Rolando Figueroa
Síntesis de un mensaje oral.