Nuestra participación en la obra objetiva de Cristo es exclusivamente por la fe, y esta verdad vale para todos los seres humanos.

Moisés ha muerto

El libro de Josué comienza constatando el suceso con que finalizó el libro de Deuteronomio: la muerte de Moisés. La mención de este siervo de Dios en los respectivos episodios de su vida tiene al menos tres posibles significados, según el contexto y el propósito donde son mencionados: 1) Como tipo de Cristo; 2) como el hombre mortal que fue; y 3) como figura de la Ley. Este último caso es el que encontramos aquí en el libro de Josué.

En efecto, Josué no podía entrar en escena hasta que Moisés muriera. ¿Por qué? Porque Moisés representa aquí la ley, la cual no puede introducirnos en el reposo del Señor. Solo Josué, quien representa en este punto a Cristo, lo podía hacer.

Por lo tanto, detrás de la trágica noticia comunicada a Josué, «mi siervo Moisés ha muerto», se esconde no obstante una buena noticia. La liberación de la ley es fundamental para experimentar la nueva vida que tenemos en Cristo. Solo Cristo –nuestro Josué– nos pudo libertar de la ley e introducirnos en su propia vida a través de su muerte y resurrección, tipificadas aquí por el cruce del río Jordán. Canaán representa a Cristo mismo y el disfrute de su vida maravillosa y plena. Sin embargo, para tal efecto, la ley –cuyo tipo es Moisés– es completamente inútil e ineficaz. Ella no solo no puede introducirnos en la vida plena de Cristo, sino que es uno de los mayores obstáculos –junto con el dominio del pecado– para disfrutar la vida divina. La muerte a la ley era absolutamente necesaria para cualquiera que pretendiera vivir la vida cristiana. Pero la buena nueva es que Moisés ha muerto y ahora Josué –tipo de Cristo- nos puede llevar a través de su muerte por el Jordán, dejando atrás para siempre el desierto y la ley, y sacarnos a resurrección de una nueva vida.

El Nuevo Testamento da cuenta de esta preciosa verdad en los siguientes términos: «Así mismo, hermanos míos, ustedes murieron a la ley mediante el cuerpo crucificado de Cristo, a fin de pertenecer al que fue levantado de entre los muertos… Pero ahora, al morir a lo que nos tenía subyugados, hemos quedado libres de la ley, a fin de servir a Dios con el nuevo poder que nos da el Espíritu, y no por medio del antiguo mandamiento escrito» (Rom. 7:4-6 NVI).

Levántate y pasa este Jordán

Ahora que Moisés ha muerto, dice Jehová a Josué: «Levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo les doy a los hijos de Israel» (1:2). La frase «tú y todo este pueblo» es lo que podemos llamar la muerte inclusiva de Cristo. Como dirá Pablo: «si uno murió por todos, luego todos murieron» (2ª Cor. 5:14). Cuando nuestro bendito Señor Jesucristo murió, lo hizo en representación de todo el género humano. Por eso, es que podemos decir que en él todos murieron.

El apóstol Pablo dirá lo mismo a los romanos: «sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él…» (Rom. 6:6). La palabra clave en este texto es «juntamente». Nuestra muerte no está separada de la del bendito Hijo de Dios. Por el contrario, nuestra muerte ocurrió «juntamente con él». Ahora bien, el que murió crucificado fue Cristo y solo él; sin embargo, en él todos estábamos incluidos y su muerte pasó a ser nuestra muerte. Así, con la misma certeza de fe con la cual afirmamos que Cristo murió, podemos confesar también nuestra muerte en él.

Cuando Josué pasara por el lecho del Jordán y con él todo el pueblo de los hijos de Israel, estaría tipificando con ello la muerte inclusiva de Cristo. Este hecho es equivalente al que más tarde experimentaría el profeta Jonás en el vientre del gran pez, como preludio de la muerte de Cristo: «Desde el seno del Seol clamé, y mi voz oíste. Me echaste a lo profundo, en medio de los mares, y me rodeó la corriente; todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí» (Jonás 2:2-3).

El cruce milagroso del Mar Rojo también en principio significa la muerte de Cristo, pero en un aspecto distinto al del río Jordán. El primero nos separó para siempre de Egipto; el segundo, en cambio, nos separó para siempre del  desierto. El Mar Rojo tipifica la muerte de Cristo por nuestra salvación; el Jordán, la liberación de la ley. El primero, nos introduce en la bendita realidad de la redención; el segundo, nos introduce en la bendita vida de Cristo. Pero ambas realidades fueron obtenidas por la sola y única muerte de Cristo.

No obstante, la carta de Pablo a los efesios revela que Cristo no fue inclusivo solamente en su muerte, sino también en su resurrección. Si así no hubiese sido, sería como si Josué hubiese llevado a los hijos de Israel solo hasta el lecho del río Jordán.

Obviamente, ello no hubiese tenido sentido. Bajar hasta el fondo del río era necesario a fin de cruzarlo y llegar hasta la otra ribera. Descender hasta lo profundo tipifica la muerte, pero salir del fondo del río hasta llegar al otro lado simboliza la resurrección. Ambas cosas van juntas; la primera existe para la segunda. Son las dos caras de una misma moneda.

Libres para vivir a Cristo

Así también Cristo nos unió no solo a su muerte, sino además a su resurrección: «Y juntamente con él nos resucitó» (Ef. 2:6ª). Observe nuevamente la palabra clave: «juntamente». La liberación que alcanzó Cristo para nosotros con su muerte, necesariamente implicaba una liberación de y una liberación para. Su muerte nos libertó de la ley y nos libertó para participar de la vida del Hijo de Dios. El primer aspecto Jesucristo lo consiguió con su muerte, y el segundo, con su resurrección.

Pero el apóstol en su carta a los efesios no se detiene en la resurrección; él continúa más profundo todavía en las implicancias de la bendita y perfecta obra objetiva de Cristo, porque, después de afirmar que el Padre celestial nos resucitó juntamente con Cristo, agrega: «… y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:6b). Gracias a la resurrección de Cristo, la iglesia no solo disfruta de la gloriosa vida del Hijo de Dios, sino que también goza de una nueva posición; su posición ya no es terrenal, sino celestial.

Y es precisamente en este ámbito celestial donde la iglesia de Jesucristo libra su lucha espiritual: «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes1». La iglesia libra una lucha, pero no la guerra, porque la guerra la peleó y la ganó nuestro adalid, Cristo: «Y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Col. 2:15). La versión NVI lo dice de una manera aún más hermosa: «Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal». De esta guerra y de nuestra lucha espiritual da cuenta en figura el libro de Josué.

El principio de los tres días

Lo anterior queda firmemente establecido, gracias a la reiterada mención de la frase «tres días». «Dentro de tres días pasaréis el Jordán para entrar a poseer la tierra que Jehová vuestro Dios os da en posesión» (1:11). Luego, el consejo de Rahab a los dos espías israelitas fue el siguiente: «Marchaos al monte… y estad escondidos allí tres días, hasta que los que os siguen hayan vuelto…» (2:16). El v. 22 da cuenta de que efectivamente los dos espías así lo hicieron: «Y caminando ellos, llegaron al monte y estuvieron allí tres días…». En el capítulo tres del libro de Josué, los hijos de Israel parten desde Sitim rumbo a la orilla del río Jordán. Allí, dice el texto, que reposaron por tres días antes de cruzarlo (3:1-2).

La mención por cuatro veces de la frase «tres días» llama aún más la atención toda vez que fueron dichas antes de que Israel cruzara el río Jordán. De alguna manera, el relato anticipaba así lo que más adelante anunciaría la profecía en relación con la muerte de Cristo: «Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches» (Mateo 12:40).

Por medio de la fe

Antes de cruzar el Jordán, el capítulo dos del libro de Josué relata algo que llama la atención: el envío de dos espías a la tierra de Canaán. Aunque el propósito inicial de la comisión es explícito en el relato: «Andad, reconoced la tierra, y a Jericó», es evidente que el propósito final del relato es dar cuenta del testimonio de fe de la otrora prostituta Rahab. Ella siendo gentil y prostituta pudo finalmente participar de la herencia del pueblo de Dios. Pero, ¿cómo pudo ser posible semejante milagro? Exclusivamente por medio de la fe. Así lo atestigua el Nuevo Testamento en la carta a los Hebreos: «Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz» (11:31).

El propósito de la ubicación del testimonio de Rahab, justo antes de la proeza del Jordán, no puede ser otro que el de atestiguar que el único y suficiente medio para hacer nuestra la muerte y la resurrección de Cristo, es la fe. Este hecho es aún más evidente cuando el testigo escogido no es un miembro del pueblo elegido de Dios, sino una mujer gentil que además era prostituta. Así, el Espíritu Santo reiteró una vez más para todos los siglos que la fe es la única respuesta necesaria y suficiente a la revelación de la muerte y de la resurrección, inclusivas de Cristo.

La confesión de fe de Rahab destaca y brilla tanto como la acción de su fe. En efecto, ella no solo recibió a los espías en paz, sino que confesó su fe, que en sus partes principales, fue la siguiente: «Sé que Jehová os ha dado esta tierra; porque el temor de vosotros ha caído sobre nosotros, y todos los moradores del país ya han desmayado por causa de vosotros… Oyendo esto, ha desmayado nuestro corazón; ni ha quedado más aliento en hombre alguno por causa de vosotros, porque Jehová vuestro Dios es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra» (2:9, 11). ¡Qué gran fe se percibe en estas palabras! La fe de esta mujer no solo salvó su vida sino también la de toda su familia. Su fe la hizo miembro del pueblo de Dios y heredera de las promesas del Señor. Y por si fuera poco, Salmón, descendiente de Judá, la tomó por esposa y de ella engendró a Booz, ambos forman parte del linaje del Mesías (Mat. 1:5).

Así, nuestra participación en la obra objetiva de Cristo es exclusivamente por la fe. Esta verdad vale no solo para la ramera Rahab, sino para todos los seres humanos que han pasado por esta vida. «En él también fueron resucitados mediante la fe en el poder de Dios, quien lo resucitó de entre los muertos» (Col. 2:12b).

El juramento

A continuación Rahab solicitó de los dos espías israelitas «que me juréis por Jehová, que como he hecho misericordia con vosotros, así la haréis vosotros con la casa de mi padre» (2:12). Para ello, pidió como garantía una señal segura. Entonces ellos dijeron: «¡Juramos por nuestra vida que la de ustedes no correrá peligro!» (2:14 NVI). Así, el juramento de la palabra es la señal más segura de nuestra salvación y de las promesas divinas. Ella da plena certeza a nuestra fe y esperanza. Según el autor de Hebreos, un juramento «pone punto final a toda discusión». Y entonces agrega: «Por eso Dios, queriendo demostrar claramente a los herederos de la promesa que su propósito es inmutable, la confirmó con un juramento. Lo hizo así para que, mediante la promesa y el juramento, que son dos realidades inmutables en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un estímulo poderoso los que, buscando refugio, nos aferramos a la esperanza que está delante de nosotros» (Heb. 6:16-18 NVI).

El cordón rojo

Después del juramento, los dos israelitas advirtieron a Rahab que había una sola condición que los dejaría libres del juramento que recién habían realizado: «Quedaremos libres del juramento que te hemos hecho si, cuando conquistemos la tierra, no vemos este cordón rojo atado a la ventana por la que nos bajas» (2:17-18 NVI). La señal del cordón de grana haría que aquella casa y sus moradores fueran guardados del terrible juicio que caería sobre la ciudad de Jericó. La señal del cordón rojo era para ser vista por los ejecutantes del juicio divino.

El paralelo con el incidente del cordero pascual la noche que Israel salió de Egipto, es innegable. En aquella oportunidad Jehová el Señor dijo a Moisés y a Aarón: «Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de hombres como de bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto» (Ex. 12:12-13).

Entonces, es obvio que el hecho de que el cordón fuese de color grana o rojo no es ninguna casualidad. El color rojo representaba la presencia de la sangre, cubriendo la casa y la familia de la creyente Rahab, al igual como la sangre del cordero pascual –colocada en los dinteles de las puertas- salvó las casas de los israelitas en Egipto. En ambos casos se establece que tanto la sangre como el cordón rojo eran para servir de señal a los que ejecutarían el juicio.

El punto es que hay una relación estrecha y directa entre la fe y la sangre, entre la fe y el cordón de grana. El apóstol Pablo en su carta a los romanos afirma con claridad meridiana que Dios puso a Jesucristo como propiciación o mejor dicho, como propiciatorio «por medio de la fe en su sangre» (3:25). El objeto de la fe que salva no es cualquier cosa; la fe que salva es aquella que se deposita en Cristo y en su sangre.

La presencia del cordón rojo sobre la casa de Rahab indicaba que el juicio ya había caído sobre ella y, por tanto, no era necesario volver a ejecutarlo. La sangre que de manera anticipada representaba el cordón de grana era, ni más ni menos, que la bendita sangre que el Hijo de Dios derramaría para la propiciación de nuestros pecados al final de los tiempos. El juicio que merecidamente debía caer sobre nosotros, cayó sobre el inocente Hijo de Dios y así nosotros libramos indemnes.

Por esto, el apóstol Juan en su primera carta dice algo asombroso. Él declara que si confesamos nuestros pecados, Dios «es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1:9).

Es fácil entender que Dios sea fiel, sin embargo, ¿por qué es justo que él perdone nuestros pecados? Por la sencilla razón de que si Jesucristo ya hizo la propiciación de nuestros pecados por medio de su preciosísima sangre, Dios el Padre cometería una injusticia con él si no nos perdonara nuestros pecados confesados. Dios en su fidelidad y justicia con su bendito Hijo, nos perdona de nuestros pecados. De este glorioso hecho hablaban anticipadamente, la sangre del cordero en Egipto y el cordón rojo de Jericó.