Jehová trajo un viento oriental… y al venir la mañana, el viento oriental trajo la langosta”.

– Éxodo 10:13.

Se inclina uno a preguntar: ¿Por qué traer el viento del este? Dios estaba a punto de enviar una providencia especial para la liberación de su pueblo de Egipto. Estaba a punto de azotar a los egipcios con una plaga de langostas. Las langostas iban a ser su especial providencia, la evidencia de su poder supremo.

¿Por qué entonces, no trae las langostas en seguida? ¿Por qué provoca la intervención de un viento oriental? ¿No parecería más majestuoso si simplemente hubiera sido escrito: “Dios mandó una plaga de langostas creada con el propósito de liberar a su pueblo”? En lugar de eso, su acción toma la forma de la ley natural: “El Señor trajo un viento oriental… y al venir la mañana, el viento oriental trajo la langosta”.

¿Por qué envía su mensaje en un carro común cuando podía volar en alas celestiales? ¿No son algo desilusionantes las palabras “al venir la mañana”? ¿Por qué debía el acto de Dios ser tan largo obrando la cura? ¿No es el pasaje entero un estímulo para que los hombres digan: “Oh, todo eso se debió a causas naturales”? Sí, y para agregar: “Todas las causas naturales son causas divinas”.

Entonces, ¿por qué ha sido escrito este pasaje? Es para mostrarnos que cuando vemos un beneficio divino que pasa por un viento oriental, o cualquier otro viento, no debemos pensar que procede menos directamente de Dios.

Es para enseñarnos que, cuando nosotros pedimos la ayuda de Dios, hemos de esperar que la respuesta sea enviada a través de cauces naturales, a través de cauces humanos. Para decirnos que, cuando los cielos reales están callados, no hemos de decir que no hay voz de nuestro Padre.

Hemos de buscar la respuesta a nuestras oraciones, no en una apertura del cielo, no en las alas de un ángel, no en un trance místico, sino en los accidentes aparentes de cada día, en el encuentro con un amigo, en el cruce de una calle, en el oír un sermón, en la lectura de un libro, en escuchar una canción, en la contemplación de una bella escena.

Debemos vivir en la expectativa solemne que, cualquier día de nuestras vidas, las cosas que nos rodean pueden ser los mensajeros de Dios.

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