El Señor Jesús enseñó que el reino de Dios es como una gran cena, a la cual Dios invita a muchos a participar. La hora se acerca, todo está preparado. Sin embargo, los comensales no aparecen, aunque habían sido invitados con anticipación.

Ellos dieron variadas razones para no ir. Uno había adquirido una hacienda y necesitaba ir a verla. Otro había comprado varias yuntas de bueyes y necesitaba probarlas. Un tercero se había casado, y debía dedicarse a su esposa. Sin duda, estas excusas eran válidas. Eran parte del quehacer normal de los hombres, que era justo atender.

Sí, todo aquello es válido, pero no para con Dios. Tratándose de quién es el convida y del motivo de la invitación, las excusas son inaceptables. El Dios Creador de los cielos y de la tierra, el Rey que domina sobre todo, ¿ha de ser menospreciado?

Tales excusas tienen algo en común: solo buscan satisfacción propia. Aquellos hombres han adquirido algo que estiman muy valioso y no están dispuestos a ir. Sus posesiones pueden tener un alto precio; sin embargo, a la luz de la eternidad ¿cuál es su valor real? No es malo tener bienes; pero está mal que a causa de ellos se rechace a Dios.

Pero vea usted lo que hace Dios. Cuando la invitación es rechazada, él reemplaza a aquellos invitados por otros. Él no dejará de celebrar la cena que ha preparado con tanta dedicación. Por tanto, manda a buscar toda clase de gentes, menos distinguidas, pero más dispuestas. Así que llegan los desocupados, los vagabundos, los desechados de la sociedad. Ellos son introducidos en la cena, hasta que la casa se llena. ¡Cuánta gracia! ¡Cuánta bondad de Dios para nosotros!

Acepte también usted esta invitación. Reciba a Cristo en su corazón como su Señor y Salvador, y pasará a formar parte de la familia de Dios.

“Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom. 10:9).

653