En Juan capítulo 8 encontramos el caso de una mujer que había pecado gravemente contra la fidelidad y la santidad de su matrimonio. Ella era casada y había roto esos lazos sagrados, esa fidelidad que debía a su esposo.

El pecado era grave, y no había forma de excusarse, porque había sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. No había ninguna coartada; ningún argumento válido, ni explicaciones. Según la ley de Moisés, ella merecía la muerte, y debía de ser apedreada. Las primeras piedras deberían lanzarlas los que la habían sorprendido. Luego todo el pueblo debería unirse a ellos en el juicio.

Si nosotros nos ponemos en la situación del marido, seguramente solidarizaríamos con él. Y también, al igual que los escribas y fariseos que habían traído a la mujer, tomaríamos partido a favor del marido, diciendo: «Esa mujer debe morir. El marido no le dio ocasión para que ella adulterase. Es un buen hombre. Es fiel. ¿Cómo esta mujer pudo hacerle algo así?».

Pero no solo el marido debía opinar así. También estaba la familia del marido. Y tal vez algunos parientes de la mujer que se sentían avergonzados de ella. Es posible que este sentir hubiese encontrado eco en las demás personas. En toda la sociedad. Una mujer así debía morir.

Aunque el desenlace de este episodio fue de vida para la mujer, es bueno que sepamos lo que la ley dice respecto del pecado del hombre, y veamos que sus demandas son legítimas. Es bueno que sepamos que los adúlteros merecen la muerte. Que también los fornicarios merecen la muerte. Que los mentirosos, los idólatras, los ladrones, todos merecen un castigo.

Hay personas que dicen: «Yo nunca he hecho nada malo. Bueno, pecadillos pequeños, sí; pero no grandes pecados. Entonces, ¿por qué me acusa? O, ¿por qué yo tendría que necesitar un Salvador?». Hay personas que tienen muy buena opinión de sí mismas. Ellas se mueven en la sociedad con la frente en alto, creyendo que lo hacen bien. Sin embargo, los tales tienen que oír esto: «Tu pecado no es menor que el de esta mujer adúltera; por lo tanto, el castigo para ti es la muerte. Tú mereces la muerte por tu pecado, y eso no tiene vuelta».

La Ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y pecadores, para los irreverentes y profanos; para los parricidas y matricidas, para los homicidas, para los fornicarios, para los sodomitas, para los secuestradores, para los mentirosos, para los perjuros. Difícilmente haya un hombre o una mujer que se escape de esta lista.

Por lo tanto, cuando los fariseos y escribas, apoyados en la Ley de Moisés, trajeron a esta mujer a Jesús para que fuese apedreada, no estaban pidiendo algo ilegítimo. Ellos estaban actuando bien, conforme a la Ley.

Seguramente usted es de esa clase de personas que más de alguna vez ha violado alguno de los Diez Mandamientos. La Biblia dice que el que viola uno de esos mandamientos se hace culpable de todos. Su suerte está echada, a menos que se encuentre con Aquel que salvó a aquella adúltera de una muerte segura.

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