Viendo las Bienaventuranzas en el contexto del evangelio del reino.

Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.

– Mat. 5:1-12.

«Viendo la multitud…». Esta es la multitud que aparece mencionada en el capítulo 4: los endemoniados, lunáticos y paralíticos, los enfermos a quienes Jesús sanó, las personas que oyeron la predicación del evangelio. De ahí en adelante comienza el llamado Sermón del Monte.

El contexto del Sermón

El Sermón del Monte ha sido poco entendido a través de la historia, no solo por el mundo, sino también por la iglesia. Es importante leer primero el capítulo 4 del evangelio de Mateo, partiendo desde el versículo 12, para entender el contexto, y después veremos algunos puntos específicos.

La idea general es mostrar que esta enseñanza del Señor es una enseñanza orgánica, cuyas partes están profundamente unidas y que debe ser entendida como un todo. El contexto es lo que da sentido a sus palabras. Mateo ha reunido a propósito la enseñanza, poniéndola a continuación del pasaje del capítulo 4, para mostrar que aquello que Jesús enseña está en clara conexión con lo que ha ocurrido antes.

A través de la historia, esa ha sido particularmente la gran dificultad para entenderlo. Si lo vemos como una colección de instrucciones, de reglas, de mandamientos inconexos entre sí, o como algunos dicen, una especie de Constitución de leyes dadas a la iglesia, no lo entenderemos de manera correcta.

El contexto del Sermón del monte es el efecto del evangelio en la vida de las personas. El evangelio sostiene todo lo que el Señor dirá a continuación. Es lo que el evangelio produce en la vida de la gente lo que explica el contexto de su enseñanza. Estas palabras fueron dichas hace dos mil años atrás, y una de las tragedias del mundo actual es que los hombres han desechado su mensaje.

Nadie conoce mejor que el Señor de qué se trata la vida humana y cómo vivirla. Los filósofos, los intelectuales y los científicos han sido incapaces de resolver tal enigma. Sin embargo, estas palabras han marcado el rumbo de la humanidad a tal punto que, cuando han sido creídas y aplicadas, han cambiado el curso de sociedades enteras.

«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mat. 24:35), dijo el Señor. Y así termina el sermón: «…cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena» (7:26). Esta es una advertencia seria.

Si los hombres desoyen estas palabras, la tragedia será inmensa. Lo podemos ver claramente hoy en nuestra propia sociedad y en general en el mundo. Entonces, vamos a las palabras del Señor, porque nadie sabe responder mejor que él a los anhelos y a las necesidades más profundas de la vida humana.

Algunos dicen que este sermón era para los judíos, pero en realidad es para la iglesia. Otros lo ven como un conjunto de normas mayores que la ley, cuyo propósito es mostrar nuestra incapacidad. Pero ya la ley es suficiente para demostrar eso. El punto es entender qué es lo que nos está enseñando el Maestro.

Llamado al arrepentimiento

Todo comienza con el ministerio del Señor Jesús en Galilea. Primero, Mateo cita una profecía de Isaías acerca de la venida del Mesías: «Tierra de Zabulón y tierra de Nef-talí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles; el pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció» (Mat. 4:15-16).

Mateo está citando la profecía para decir que una enorme luz brilló en la oscuridad. Eso es lo primero. Y el versículo 17 nos explica de qué luz se trata. «Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado». La luz de la cual se habla es Jesús mismo.

«El reino de los cielos se ha acercado», significa que el reino está presente y en acción ahora. Por eso es necesario arrepentirse.

En el original griego, la palabra arrepentirse, es metanoia, que significa cambiar de mentalidad. No es un cambio superficial; la buena nueva de que el reino de Dios está aquí implica una transformación radical de la vida humana.

«Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores» (v. 18). Luego, Mateo ilustra en algunos ejemplos lo que Jesús ha dicho: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado».

¿Qué significa arrepentirse? Mateo lo ilustra en dos historias. Primero, con Pedro y Andrés. «Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres» (v. 19).

Aquellos pescadores estaban absortos en su oficio; pero el reino de los cielos llega hasta ellos en Jesús de Nazaret. Y él les llama a dejar todo lo que estaban haciendo, a olvidar el curso entero de sus vidas, para tomar otro rumbo.

«Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron» (v. 20). Es decir, lo dejaron todo para seguir al Maestro, para ir en pos del reino de los cielos. Esto es fundamental para entender el Sermón del monte.

«Pasando de allí, vio a otros dos hermanos, Jacobo hijo de Zebedeo, y Juan su hermano, en la barca con Zebedeo su padre, que remendaban sus redes; y los llamó. Y ellos, dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron» (v. 21-22). Ellos se convertirán en apóstoles, pero aquí son solo hombres comunes.

A diferencia de Pedro y Andrés, que tal vez eran jornaleros, Jacobo y Juan eran hijos del dueño de las barcas. Pedro y Andrés dejaron su oficio; en tanto que Juan y Jacobo también dejaron su herencia.

Mateo ilustra aquí el impacto del reino de Dios en las personas. Los discípulos lo abandonaron todo para seguir a Jesús, para tomar otro rumbo, otros intereses – los intereses del cielo.

La multitud que viene a Jesús

«Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó. Y le siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán» (v. 23-25).

En la versión más breve de Lucas, hay una referencia muy similar a lo que dice Mateo. «Y descendió con ellos, y se detuvo en un lugar llano, en compañía de sus discípulos y de una gran multitud de gente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón, que había venido para oírle, y para ser sanados de sus enfermedades; y los que habían sido atormentados de espíritus inmundos eran sanados. Y toda la gente procuraba tocarle, porque poder salía de él y sanaba a todos».

Lucas y Mateo enfatizan lo mismo. El Sermón está dirigido a una multitud de personas que han venido al Señor. Algunos de ellos, los discípulos, lo han dejado todo para seguirle. Y hay otro grupo de personas que han sido libertados del pecado y sanados de sus enfermedades, han experimentado en sus propias vidas el poder del reino de Dios y están impactados por la persona de Jesús, con sus palabras y sus obras.

«Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a él sus discípulos» (Mat. 5:1). Sus discípulos son aquellos que él libertó. Quienes seguían a Jesús no eran los poderosos, los ricos ni los sabios de este mundo (aunque algunos de éstos lo hacían para contender con él), sino la gente común, los pobres, los humildes, los enfermos. Esa gente viene a él, a oír lo que él tiene que decir.

Las Bienaventuranzas

Mateo 5:1-12 contiene ocho bienaventuranzas. Hemos oído y leído estas palabras muchas veces. De tanto repetirlas, las cosas suelen volverse comunes; pero no hay nada común en ellas. Son las palabras más extraordinarias que jamás salieron de la boca de un hombre. Nadie ha dicho cosas tan sabias y profundas como el Señor. Por eso, necesitamos socorro para entender.

Lo que Jesús dice es como si diera vuelta el mundo al revés, contradiciendo todo lo que el mundo considera sabio, bueno y correcto para la vida humana. Lucas entrega una versión más corta del Sermón, que pareciera ser la original. Pero Mateo quiso explicar su sentido exacto, para evitar malentendidos.

Lo primero que el Señor dice es: «Bienaventurados vosotros los pobres» (Luc. 6:20). La mayoría de los oyentes eran pobres, que no tenían ni aun la capacidad de sostenerse a sí mismos; eran incapaces de producir su propio sustento  y dependían de la compasión de otros para existir.

En aquel tiempo las personas nacían pobres, vivían y morían pobres, sin posibilidad alguna de progresar; estaban atadas a una estructura de privilegios que se heredaba y que no se podía cambiar. Era una situación terrible. Y de pronto el Maestro de los maestros dice: «Bienaventurados vosotros los pobres».

La palabra «bienaventurados» requiere una explicación. Aunque tiene para nosotros un significado religioso, el sentido que le da el Señor es extremadamente felices o dichosos, realizados en extremo, completos, plenos. Esto es sorprendente. ¿Por qué los pobres deberían ser extremadamente felices?

Y luego, él dice: «Bienaventurados los que lloran». ¿Es una bienaventuranza llorar? ¿Se da cuenta cómo las palabras del Señor parecen poner el mundo cabeza abajo? Porque, obviamente, las personas que lo oyen han sido pobres y han llorado toda la vida; han sido maltratadas toda la vida.

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia». Lucas dice: «Bienaventurados los que ahora tenéis hambre». ¿Qué bienaventuranza puede haber en tener hambre y no tener qué comer? Entonces, recuerde, el contexto es el evangelio; sin el evangelio, estas palabras no tienen sentido.

Ellos son bienaventurados porque el evangelio ha llegado, y para obtenerlo y entrar en él no necesitan riqueza, poder o influencias; solo necesitan creer. Son bienaventurados, porque el reino de los cielos ha llegado, y de pura gracia ellos pueden ser enriquecidos, alimentados y saciados por él.

«Bienaventurados los pobres en espíritu». Jesús no dice que la pobreza en sí sea meritoria o produzca algo bueno como tal. Por supuesto, la pobreza no es algo bueno. Lo que él quiere decir es otra cosa.

Cuando Jesús tomaba y bendecía a los niños y los discípulos los apartaban, entonces él reprendió a los discípulos diciéndoles: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos» (Luc. 18:16). Y usa la misma expresión: «…porque de ellos es el reino de los cielos». Y luego lo explica: «De cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (v. 17).

El Señor se refiere a cómo recibir el reino de los cielos. Trasladando esto a los pobres, significa que cualquiera que no reciba el reino de Dios como un pobre en espíritu, no entrará en él.

Recuerde que un pobre es alguien que no puede sustentarse a sí mismo. Entonces, el Señor les dice que si ellos no entienden que son pobres en espíritu y no reciben el reino de Dios de esa manera, no entrarán en él.

Un contraste importante

En Lucas 6:24-26 hay un contraste. Después de las bienaventuranzas a los pobres, a los que lloran y a los que son perseguidos, dice:

«Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís! porque lamentaréis y lloraréis. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas».

Preste atención, pues esto es muy importante. Dijimos que el Señor revierte las cosas, diciendo que aquello que los hombres consideran bienaventuranza es su desventura. A los ojos del mundo, una vida bien vivida consiste en tener riquezas, en pasarlo bien o en ser admirado por todos.

El Señor conoce el corazón humano. Él sabe cuál es la vida que vale la pena vivir. Nosotros los creyentes podemos ser contaminados por las ideas que gobiernan el mundo, aun de manera inconsciente. Por eso el Señor nos habla acerca de estas cosas.

Una sociedad secular

Cuando el Señor vino al mundo, él vino a la nación de Israel. Ellos vivían en una cultura impregnada de la religión judía. Y a pesar de eso, aquella era una sociedad que vivía muy lejos de Dios. Nuestra sociedad, en cierto sentido, es radicalmente distinta a la de aquel tiempo. Pero lo sorprendente es que el corazón humano no ha cambiado.

Nosotros vivimos en una época distinta, en una edad secular (del latín, saeculum, siglo). El siglo es el tiempo que transcurre desde la partida del Señor hasta su segunda venida. También «el siglo» es sinónimo del orden del mundo presente: «No os conforméis a este siglo» (Rom. 12:2).

Allí, siglo significa el orden social y cultural que rige la vida humana. No vivan sus vidas según la sabiduría o los valores del siglo, «sino transformaos por medio de la renovación de  vuestro entendimiento».

Y ahí vemos que se refiere a lo mismo que señala el Señor cuando comienza a predicar: «Arrepentíos», es decir, cambien su mente; no amen lo que el siglo dice que hay que amar, porque una vida vivida según la sabiduría del mundo es una vida que va hacia la ruina.

Esa es la advertencia del Señor. Él está diciendo qué es una vida realmente digna. La plenitud de esa vida no está en la posesión de bienes materiales ni en pasarlo bien.

Todo lo que a la gente le importa hoy es la vida física y material. Esto enseña de manera constante la televisión, el cine, la literatura, los periodistas, los científicos y los sabios del mundo. Todo lo trascendente, lo eterno, ha desaparecido del horizonte de la vida humana, porque el mundo se ha secularizado totalmente.

Hace unos doscientos años atrás, las personas aún creían que había algo más que la vida en este mundo, y que aquello que contaba al final no era sino la vida eterna. El cristianismo había influido poderosamente en la cultura y en la sociedad occidental. Sin embargo, eso desapareció, y hoy vivimos en una edad secular.

El hermano Timothy Keller lo dice así: «Una edad secular es aquella en la cual todos los énfasis, de la cultura y de la sociedad están en el siglo, o en el mundo, en el aquí y el ahora, sin ninguna noción o idea de lo eterno. El sentido de la vida, su propósito, y la felicidad, se entienden y se buscan en la prosperidad económica del tiempo presente, el bienestar material y la plenitud emocional».

Hoy, la idea es pasarlo bien antes de ir a la tumba. Sin embargo, estas cosas, sin que nosotros lo sepamos, nos afectan, pues son propias del siglo en el cual vivimos. Cuando usted enseña a su hijo inculcándole que si él no llega a ser un profesional tendrá una vida inferior, le está transmitiendo la sabiduría del siglo. (No estoy diciendo que esas cosas no sean buenas hasta cierto punto).

Contra la corriente del mundo

Las bienaventuranzas parecen ir a contracorriente de la sabiduría del mundo. Según el Señor Jesús, la vida plena no se halla en los bienes y recursos terrenales, sino en buscar el reino de Dios y su justicia.

Y ¿quiénes son aquellos que encuentran esto, según el Señor? Los pobres en espíritu, los que no confían ni dependen de sus propios recursos materiales y aun espirituales para salvar sus vidas, sino que encuentran su salvación en el reino de los cielos y en su justicia.

«Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación» (Mat. 5:4). El evangelio cambia la ecuación de la vida humana, porque Jesucristo ha venido. En este mundo, llorar no es una bienaventuranza; pero si el reino de los cielos ha llegado para consolar a los enlutados, entonces son dichosos todos los que lloran. Si usted ha llorado en su vida, pero ha sido consolado por el Señor, ¿no es mejor haber llorado y haber conocido al Señor que consuela? ¡Qué maravilloso es el Señor!

«Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad» (v. 5). Jesús desarrolla todos estos temas en el Sermón, y aquí está poniendo los cimientos. Según la sabiduría del mundo, ¿quiénes son los que heredan la tierra: los mansos, los que se dejan atropellar sin luchar por sus derechos? Hay algo aquí que no cuadra, ¿verdad? ¿No son los que levantan la espada, los que heredan la tierra?

Pero el reino de los cielos ha llegado, y la tierra no la heredarán los violentos, sino los mansos; porque el Rey de reyes, que heredó todas las cosas, es manso y humilde como un cordero, y él ganó esa herencia no con la fuerza, sino con la mansedumbre. Y los que creen en él, heredarán con él todas las cosas.

Buscando el reino de Dios

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia» (v. 6). Recuerde que el paralelo de Lucas es «los que tienen hambre». Pero el hambre sirve para representar una condición humana; es más que la necesidad de comer: es el poder que mueve casi la totalidad de la vida humana.

Usted se levanta muy temprano cada día, durante décadas de rutina agotadora, y se esfuerza en ello para alimentar y sustentar a su familia. Pero el Señor llama dichosos, no a los que buscan saciar su hambre física de esa manera, sino a los que con igual intensidad buscan la justicia del reino de Dios.

Si entendemos que nuestra mayor necesidad no es el alimento físico, sino la plenitud que viene del reino de Dios, y buscamos ese reino con fervor, entonces seremos bienaventurados, porque éste se revelará en plenitud y saciará nuestras vidas.

En realidad, el Señor se está describiendo a sí mismo. Las bienaventuranzas se apoyan en él. Todo lo que dice aquí, en primer lugar, es él. Él es aquel siervo manso y humilde, el que persigue el reino de Dios con esta hambre insaciable; él es el que llora y recibe la consolación de Dios.

«Bienaventurados los misericordiosos» (v. 7). Estos son los que tienen compasión, los que son como el Padre celestial, que se compadece de los malos, de los injustos, que extiende sus manos de compasión a los que no lo merecen, que ama a los que se oponen a él y son rebeldes. Ese es el corazón de Cristo.

«…porque ellos alcanzarán misericordia». Esto quiere decir que, cuando usted se entrega al río de la misericordia de Dios, usted recibirá más y más misericordia. Pero aquellos que son duros, que no se compadecen, nunca experimentarán esta misericordia.

Viendo a Dios hoy

«Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (v. 8). Aquí no se refiere a personas intachables o moralmente irreprensibles, sino a un corazón no dividido, centrado en un solo interés, una sola pasión. Los de limpio corazón son aquellos cuyo interés supremo en la vida es Dios mismo, y nada más. Ellos verán a Dios. ¿Qué premio puede ser mayor que éste?

Pero el Señor no está hablando aquí de una vida futura, sino presente, esta vida que comienza con la venida del reino de los cielos al corazón por medio del evangelio. Son bienaventurados los que ponen su foco en conocer a Dios y en buscar su reino.

«Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (v. 9).

Entre paréntesis, si usted quiere entender las bienaventuranzas, tome primero la segunda frase, que se refiere al evangelio, y la primera constituye el resultado del evangelio. Entonces, usted toma la segunda parte, y dice «hijos de Dios». ¿Cómo llegamos a ser hijos de Dios? Por medio del evangelio.

¿Qué hace con nosotros el evangelio? Nos hace estar en paz, nos reconcilia con Dios. Y cuando hay paz con Dios en el corazón, entonces la paz viene a ser un elemento esencial de nuestra vida, somos capaces de estar en paz con los demás y nos convertimos en pacificadores.

«Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia…» (v. 10). Los seres humanos buscamos siempre la aceptación de los demás, en especial de quienes son más cercanos. Es natural querer ser reconocidos y admirados; sin embargo, muchas personas no son capaces de hacer lo que es correcto, por temor a perder su influencia ante los demás.

Pero el Señor llama bienaventurados a aquellos que, como él, siguen la justicia del reino de Dios aun al costo de perder su propia honra. En el mundo, es dichoso aquel que es admirado por todos; pero a nosotros los creyentes nos basta con la aceptación de nuestro Dios.

Jesús fue despreciado por los hombres, porque él se mantuvo fiel a la justicia del reino de los cielos. Dichoso aquel que es condenado por hacer lo justo delante de Dios. «Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos». De ellos es la compasión y el amor de Dios. «Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo» (v. 11).

Los que son desventurados

En contraste con esto, ¿quiénes no son bienaventurados? Lo que diremos ahora es un resumen de lo que el Señor dirá a partir del versículo 5 hasta el 8.

Son desdichados aquellos que no tienen una vida digna de ser vivida, sino una vida que finalmente se transformará en tragedia; los vengativos, los que hieren a otro, sea justa o injustamente, los que acumulan riquezas en la tierra.

Son desventurados los que siguen sus propios deseos y pasiones, y por ello rompen sus compromisos más sagrados, cayendo en el adulterio y el divorcio, pretendiendo ser felices. Son desventurados los que obtienen fama o reconocimiento buscando con hipocresía la aprobación de otros; aquellos que fingen ser cierta clase de personas buscando ser aceptados.

Son miserables y desventurados los que se sienten moralmente superiores y se erigen como jueces, juzgando y condenando a otros. (Aun los cristianos somos propensos a esta actitud. ¡El Señor nos socorra!).

Son desventurados los que usan el lenguaje para manipular y obtener ventaja de parte de otros, y aquellos que usan la religión para obtener poder, dinero, influencia o reconocimiento de los demás.

Todas estas personas edifican sobre la arena; pero el Señor nos enseña a edificar sobre la Roca que es inconmovible. En estos días han soplado vientos, aunque no fuertes aún, ¡y cómo se conmueve el corazón, cómo se trastoca la vida humana! «…y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina» (Mat. 7:27). Así caen naciones y sociedades enteras.

«Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca» (v. 24). No caerán aquellos que han edificado sobre la Roca que nada ni nadie puede mover. ¿Dónde estamos edificando nuestra casa? Es la pregunta que intentaremos responder más adelante, considerando más en profundidad el Sermón del monte. Amén.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2020.