Los nombres de Cristo.

Los hombres son como ovejas. Esta es una de las razones por la cual, aceptando la responsabilidad sobre su pueblo, Dios se describe como su pastor (Ez. 34:12.) Es evidente que él no ve ninguna incongruencia ni falta de dignidad en presentarse como un hombre de trabajo, asociándose a un tipo de trabajo a menudo considerado como de baja condición. Y aún más, él prometió proveer a su Rey escogido para ser el pastor de Su rebaño (Ez. 34:23).

Los habitantes de la ciudad pueden disfrutar el simbolismo pintoresco de la imagen pastoril; en el ambiente eclesiástico, los cristianos pueden atribuir status al oficio de ‘pastor’, pero la realidad es que cuidar ovejas bajo las condiciones de las tierras bíblicas era una labor áspera, sucia, gravosa e ingrata, que cualquiera de nosotros se alegraría de traspasar más bien a otros (Gn. 31:40). El punto preciso del capítulo profético de Ezequiel es asegurar al pueblo de Dios que Él no deja este trabajo a otros, sino que lo asume por sí mismo.

Más aún, cuando el Hijo fue hecho carne para dar al mundo una revelación comprensible de la naturaleza de Dios, él tomó el nombre de pastor y lo hizo su propia y particular descripción. Nadie le otorgó ese título; él lo adoptó como suyo (Jn. 10:11), y lo usó como un medio de brindar consuelo y seguridad a su «manada pequeña» (Lc. 12:32). Y en el caso de que alguien pensara que él sólo favorece a los amantes de la recta doctrina o a los de buen proceder, en más de una ocasión contó la historia de la oveja perdida (Lc. 15:4) para ilustrar la preocupación del pastor por los descarriados y rebeldes. Asimismo, él puntualizó que las ovejas no-judías son igualmente miembros preciosos y escogidos del único rebaño del cual él es el pastor (Jn. 10:16).

En los días del Antiguo Testamento, Dios había honrado al pastor, Abel (Génesis 4:4); prosperó al pastor, Jacob (Gn. 32:10); entrenó a Moisés para guiar a Israel dándole un aprendizaje de pastor durante cuarenta años (Éxodo 3:1); y llamó a su gran rey, David, desde las majadas de la familia (Sal. 78:71). Fue Jacob quien inició las profecías del pastor venidero (Gn. 49:24) y fue David que legó a la posteridad el salmo exquisito que tanto valoramos cuando podemos decir de verdad: «El Señor es mi pastor» (Sal. 23:1).

Los profetas anunciaron el mensaje acerca del pastor escogido de Dios (Is. 40:11), y finalmente él nació en el establo de Belén. No fue mera coincidencia que los únicos vecinos que se regocijaron por ese nacimiento fuesen pastores, los hombres mejor capacitados para apreciar algo de los sacrificios involucrados en la tarea de pastorear un pueblo – y un pueblo pecador, además (Lc. 2:8). Porque el pastor es un hombre que no se escatima a sí mismo, sino que trabaja «no por obligación ni por ambición de dinero, sino con afán de servir» (l P. 5:2, NVI).

David arriesgó su vida por los corderos de su padre (l S. 17:34-35); Cristo realmente dio su vida por las ovejas (Jn. 10:15). Su sacrificio en la cruz no fue el fin de su pastorear. Él murió en la plena esperanza de tomar su vida de nuevo para reasumir su papel de reunir y guiar al rebaño (Mt. 26:31-32). Como el Buen Pastor, él había completado la obra de recuperación, pero él bien sabía (como cualquier pastor finalmente descubre) que los redimidos de Dios todavía son ovejas y, como tales, necesitan el constante cuidado y protección del pastor. En este sentido, él es llamado el Gran Pastor (He. 13:20). No nos sorprende que esta descripción se encuentre en la misma epístola que se aboca a la materia del sacerdocio. Ambas funciones tienen mucho en común. Nuestra necesidad de un sumo sacerdote y nuestra necesidad de un pastor nunca cesarán y –gracias a Dios– siempre hallarán su suficiencia en el Señor Jesús.

En el gozo eterno de los redimidos limpios por la sangre estará todavía el Pastor para guiarnos a fuentes de aguas de vida (Apocalipsis 7:17). Así, aún en la eternidad podremos cantar: «El rey de amor es mi pastor, su bondad nunca faltará».

Tomado de «Toward The Mark», Mar-Abr. 1973.