El punto de partida en los tratos de Dios con el hombre es el hablar de parte de Dios y el creer por parte del hombre. Este creer puede implicar actuar inmediatamente de una cierta manera, o simplemente esperar que la palabra hablada de Dios tenga cumplimiento. En el creer no siempre hay un obrar inmediato, sino que muchas veces hay un largo esperar.

Si el punto de partida estuviera en el obrar, entonces el punto de toque sería la fuerza y la capacidad del hombre. Pero siendo el creer, la piedra de toque es Dios, el querer de Dios, la capacidad de Dios.

En el pasado, Dios dio mandamientos al hombre para que éste comprobara su pecaminosidad y su imposibilidad de cumplirlos. Dios le dijo: «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas» (Gál. 3:10). El hombre, ingenua y osadamente, dijo: «Haremos todo lo que dices». Pero no lo hizo. En realidad, no podía hacerlo.

Desde entonces, está claro que el hombre no puede cumplir la ley, no puede agradar a Dios por sí mismo. «Por la ley ninguno se justifica para con Dios», dice Pablo con firmeza (3:11). Antes bien, es por la fe que el hombre es justificado. Y no solo eso, es por la fe que se recibe la promesa, la herencia y el reposo de Dios.

Cuando alguien hace algo, espera la recompensa o la paga, a cambio. Pero al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, dice Pablo, «su fe le es contada por justicia» (Rom. 4:5). Cuando el que no obra, sino cree, recibe la promesa, y la justicia de Dios, las recibe con un claro sentimiento de indignidad, y alabará a Dios por ello. Pero si él obra y recibe aquello como salario, se alabará a sí mismo, y no a Dios.

Es claro que la fe verdadera va seguida del obrar. Pero el punto de partida, la piedra de toque, no es el obrar, sino el creer. Pablo mismo habla en 1 Tesalonicenses 1:3 de «la obra de vuestra fe». Y en Gálatas de «la fe que obra por el amor» (5:6). Santiago también enfatiza que «la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma» (2:17). Abraham mismo hizo obras de fe, como todo creyente las realiza. Sin embargo, no es ese el comienzo, sino la consecuencia de la fe.

El hombre natural, el hombre religioso, está esperando siempre que se le diga qué debe hacer para justificarse delante de Dios, o para agradar a Dios. Si se le dice que haga unas cuantas cosas, las hará con presteza, y quedará con un grato sentimiento de satisfacción. Pero si se le dice que no haga sino crea, no sabrá cómo hacerlo, y aun lo encontrará ridículo y hasta ofensivo.

Él no conoce su pecaminosidad, no sabe –o no quiere saber– que Dios no recibe la ofrenda de un hombre pecador no redimido, pues sus manos están contaminadas. Él no sabe que delante de Dios es preferible vivir la desazón de comprobar la inutilidad de los esfuerzos personales, a la vana satisfacción de un obrar desde sí mismo. El recibir por fe, de pura gracia, nos empequeñece a nosotros, pero engrandece a Dios.

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