Toda pérdida en la esfera del alma trae consigo una ganancia espiritual.

La alianza del alma con Satanás

Quizá nos sorprenda constatar que, de acuerdo con el Nuevo Testamento, Satanás actúa en alianza con el alma humana, haciendo uso de su actividad natural e independiente. Porque el alma, abandonada a sus propios recursos, pone siempre su mira en las cosas de los hombres y no en las de Dios. Su visión es tan corta y estrecha como los límites del yo que la constituye. Por lo mismo, ella es el objetivo fundamental en todos los tratos de Dios con el hombre; pues, para que Satanás sea totalmente derrotado, es imprescindible que el alma humana sea primero salvada de su dominio e influencia.

La mente humana, separada de Cristo, está propensa a toda clase de influencias engañosas, sutilmente introducidas por Satanás para apartar a los santos de Cristo. Un ejemplo de ello son todas las especulaciones gnósticas de finales del primer siglo acerca de la naturaleza de Cristo y su encarnación, en las que Juan descubre la operación del espíritu del anticristo. No importa cuán inteligente sea un hombre, si su alma no ha sido quebrada en la raíz de su actividad natural, él estará indefenso ante los engaños de Satanás. La historia posterior se encargaría de demostrar lo afirmado por Juan. La revelación de Dios y el misterio de su voluntad desapareció de la iglesia por casi 1700 años, y entretanto fue reemplazada por un sinfín de especulaciones y teorías teológicas, que fueron fruto de la aplicación de la filosofía griega a la comprensión de la verdad revelada, y todo ello, por hombres de una gran estatura intelectual.

Pero el intelecto humano carece por sí mismo de utilidad alguna para Dios. Aquí está la verdadera raíz de toda la deformación, oscurantismo y apostasía que sobrevendría a la cristiandad a lo largo de los siglos. Cristo fue expulsado de su seno y reemplazado por teologías, tradiciones, instituciones y enseñanzas nacidas del alma humana y su actividad independiente. Y esta es la forma en que operó y continúa operando el misterio de la iniquidad para destruir a la iglesia.

La voluntad decidida, la mente preclara y brillante, los sentimientos intensos y profundos, todos ellos son habilidades del alma que no requieren ninguna clase de vida espiritual. De allí su peligro, y la necesidad imperiosa de que sean quitados de en medio como el motor fundamental de la vida de los hijos de Dios.

Tan sólo de esta manera Satanás puede ser vencido por medio de la iglesia. Nada que proceda de la actividad meramente humana tiene poder contra el maligno y sus huestes espirituales. Sólo aquello que procede de Cristo y su vida de resurrección tiene autoridad y poder para vencerlo. Por lo tanto, resulta completamente imprescindible que la iglesia se pare una vez más sobre el terreno de la resurrección del Señor para llevar a cabo su tarea en la presente edad. Mas, ¿cómo puede realizar esto?

Lo que Dios busca en el alma

Dios ha querido que la iglesia permanezca sobre la tierra por dos motivos íntimamente entrelazados: el primero de ellos es la plena salvación y perfección del número total de los santos, fieles y escogidos, que conformarán para siempre la esposa del Cordero; y el segundo, la derrota completa y definitiva de Satanás por medio de ese mismo cuerpo escogido. Ahora bien, el lazo que une ambos objetivos es el deseo divino de que los santos lleguen a ser plenamente sus hijos por medio del libre y progresivo ejercicio de sus voluntades en obediencia a la revelación de Jesucristo.

Sin embargo, es necesario aclarar de inmediato cualquier posible malentendido sobre lo recién afirmado. Con lo antes dicho no se quiere afirmar la doctrina legalista de que el hombre puede de alguna manera agradar a Dios y cumplir sus mandamientos por medio del esfuerzo de su propia voluntad. Esto no sería más que otra forma de actividad exagerada del alma. Por el contrario, lo que se quiere afirmar es que la voluntad humana necesita ser conquistada y vencida mediante la operación de la gracia y la cruz sobre ella; pues la voluntad es la facultad rectora del hombre.

No estamos, en consecuencia, hablando de la salvación, que se nos ha otorgado sobre la exclusiva base de la obra redentora de Cristo y de la fe que, por operación de la gracia en nuestros corazones, hemos depositado en ella. Esta fe nos trae perdón, reconciliación, justificación y regeneración gratuitas en Cristo de una vez y para siempre. Pero, incluso esta fe entraña un acto positivo de la voluntad que, bajo la dirección de la gracia, se rinde libre y mansamente a la Palabra implantada, que es poderosa para salvarnos y obrar en nosotros la voluntad de Dios.

Luego, la vida cristiana puede describirse como una cada vez más profunda y libre capitulación de la voluntad (y con ella, de toda el alma humana) ante la palabra de vida que opera en el corazón por medio del Espíritu Santo; acerca de lo cual Santiago nos exhorta diciendo: «Recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas». Resulta claro que aquí la salvación del alma es vista como un evento progresivo. Y es, en consecuencia, sinónimo de la conquista plena del alma por parte del espíritu. El apóstol Pablo explica este proceso como un crecer de fe en fe, o bien, de gloria en gloria. Un progresivo ir, experimentalmente, desde la muerte hacia la vida; del alma al espíritu; de la vida natural a la vida de resurrección. Hasta que Cristo lo llene todo, en todos y en cada uno de nosotros (o bien, «hasta que Cristo sea formado en vosotros»).

De niños a hijos maduros

Juan nos muestra la misma verdad mediante la distinción entre los «niños de Dios» y «el Hijo de Dios (Jesucristo)». En el texto griego de sus cartas emplea dos palabras diferentes que en castellano se traducen con el mismo vocablo «hijo». Una de ellas es teknos, que en la cultura de su tiempo se empleaba para referirse a un niño pequeño en estado de formación y preparación para la vida adulta y la plena recepción de sus derechos y herencia paterna. Entonces, el niño se convertía en un huiós, vale decir, en un hijo maduro, con plenos derechos y responsabilidades en la casa de su padre.

Ahora bien, Juan nos dice que a todos los que creen en el nombre de Jesucristo, el Hijo de Dios, se les dio potestad de ser hechos «niños» (teknos) de Dios, los cuales son verdaderamente engendrados de Dios, pues llevan dentro de sí la misma vida del Hijo de Dios. Sin embargo, la meta de Dios Padre es que sus niños crezcan para convertirse en hijos maduros (huiós) a semejanza de su Hijo primogénito. Y esto no se logrará por medio de una imitación exterior, sino por el crecimiento interior del Hijo de Dios en ellos. Primeramente la vida del Hijo que mora en nuestro espíritu, nos convierte en «niños» de Dios. Luego, el crecimiento y la expansión de la vida del Hijo desde nuestro espíritu hacia la totalidad de nuestro ser (el alma y el cuerpo) nos convertirá en «hijos» de Dios. Es decir, en hijos que participan de todos los privilegios y responsabilidades de su Hijo, Jesucristo.

En este mismo sentido, Jesucristo no sólo es Hijo del Padre por naturaleza, sino también porque voluntariamente ha asumido su condición de Hijo en respuesta al amor del Padre. Es decir, es Hijo del Padre en verdad y en amor. Ya que, en un acto de amor ha hecho suyos todos los deseos y propósitos del Padre como su legítimo y verdadero heredero. El Hijo ama al Padre y comparte a cabalidad cada uno de sus designios.

La meta de Dios, en consecuencia, es llevarnos a participar voluntariamente de todos los privilegios y deberes del Hijo de su amor. Y esta participación significa cumplir a cabalidad, al igual que su Hijo, el deseo de su corazón para la presente edad. Es en este punto donde somos introducidos en una comprensión más plena y profunda del propósito eterno de Dios y los medios divinamente establecidos para su realización. Y estos medios tienen una relación vital con lo que Pablo llama «la participación de sus padecimientos».

La participación de sus padecimientos

En primer lugar, los padecimientos de Cristo tuvieron por objeto cumplir la voluntad eterna de Dios Padre. El Hijo heredero entró, por medio del padecimiento y la muerte, en la plena posesión de su herencia. Mas, ¿por qué le eran necesarios tales padecimientos?

La respuesta se encuentra en que únicamente a través de ellos el hombre podía ser recuperado para el propósito eterno de Dios. Y Cristo, en un acto cabal de amor, comprensión y aceptación de la voluntad de su Padre, llevó a cabo el perfecto sacrificio que obró nuestra redención y la completa derrota de Satanás. Pues el motivo más profundo de Cristo, aquel que lo llevó a aceptar y beber hasta la última gota la copa de la voluntad de Dios, fue su amor hacia el Padre. Él padeció voluntariamente para agradar al Padre. Existe, en este sentido, un aspecto de sus padecimientos que queda por completo más allá de nuestra recepción y alcance. Porque, en cierto sentido, la dimensión más íntima de su sacrificio estaba orientada exclusivamente hacia Dios Padre, y sólo podía ser apreciada por él. Por ello, Pablo nos dice que Cristo se entregó a sí mismo a Dios, como ofrenda y sacrificio en olor fragante.

Sin embargo, en otro sentido, es precisamente hasta esta íntima dimensión de amor y participación voluntaria en el cumplimiento de su propósito, donde Dios quiere introducirnos en su Hijo: «Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor. Mas os he llamado amigos, porque todas la cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer». Y para ello se hace también ineludible nuestra participación y aceptación voluntaria de la cruz de Cristo.

¿Cuál es la esencia de la cruz? Ella ha sido desde siempre el principio operativo de la vida divina, allá en la tierra sagrada de la Trinidad. El Cordero, se nos dice, fue inmolado desde antes de la fundación del mundo. El Hijo ha vivido en una eterna negación y donación a la voluntad del Padre. Asimismo, el Padre se ha dado eternamente al Hijo, haciéndolo centro y meta de todo cuanto ha sido, es y será; y el Espíritu Santo ha existido eternamente para glorificar al Padre y al Hijo. He aquí la esencia y la sustancia del amor. Ninguna de las personas divinas ha existido para sí misma, sino para las demás.

Ahora bien, si nuestro destino es participar de la vida divina, este principio debe ser incorporado radicalmente en nuestro ser. El pecado es la negación absoluta de esta forma de vida. El yo se vuelve desordenadamente sobre sí mismo para convertirse en el centro de todas las actividades, metas e intereses humanos. Y tal como hemos visto al comienzo, este es el principio que obra en toda la raza humana caída, por cuyo intermedio el diablo tiene control sobre ella.

En segundo lugar, los padecimientos de Cristo tuvieron por fin obrar nuestra perfecta redención, destruyendo para siempre al pecado, la muerte y el poder de Satanás sobre la raza humana. Él sufrió el castigo por nuestros pecados y recibió sobre sí la justa ira de Dios contra ellos. Debemos señalar enfáticamente que esta dimensión de sus padecimientos y la gloria que de ellos se deriva le pertenecen exclusivamente a él. Nadie puede añadir absolutamente nada a la obra redentora de Cristo. Ella es perfecta y suficiente para salvar eternamente a los que por él se acercan a Dios. Él padeció la muerte y nosotros, a cambio de ello, recibimos la vida. El Justo padeció por los injustos, para llevarnos a Dios.

Finalmente, y en tercer lugar, los padecimientos de Cristo fueron el resultado de la oposición y hostilidad de todas las fuerzas que militan al servicio de Satanás. Desde el principio de su vida, el Señor debió soportar la persecución del Maligno y su deseo de destruirlo (recordemos la matanza de los niños por parte de Herodes). Con él, el reino de Dios y su voluntad habían bajado a la tierra y esto constituía un desafío y una amenaza definitiva contra el imperio de las tinieblas.

El apóstol Juan constata en su evangelio la creciente oposición y hostilidad de las tinieblas, que fueron concertando y movilizando todas sus fuerzas en un círculo de maldad que se estrechó como una trampa de acero, hasta matar al Señor Jesucristo sobre la cruz. Pues detrás de la oposición de los fariseos, escribas y principales sacerdotes y de sus intenciones homicidas, Juan advierte la operación de las tinieblas para destruir a Jesús. Todos los poderes visibles que actuaban bajo el mando de las potestades invisibles se reunieron para acabar con él (el Testigo Fiel y Verdadero) y su testimonio: «Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste (como Rey), Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel».

Pero además, a todo ese sufrimiento exterior se unió la tentación persistente y opresiva de Satanás para apartar a Cristo de su camino, lo que trajo sobre su alma humana los más intensos padecimientos: la tentación en el desierto; el rechazo y la incomprensión de la gente que más amaba; la traición de unos de sus discípulos; la agonía del huerto, etc.

Y el campo de batalla fue su alma humana. Porque la forma en que Jesucristo venció a Satanás fue rindiendo completamente su alma a la voluntad del Padre y entregándola de este modo a la muerte. «Yo pongo mi vida (literalmente, «mi alma»), para volverla a tomar». A esto Jesús lo llamó perder el alma.

En Jesús operaban, simultáneamente, dos clases de vida: la vida humana o del alma (en griego, psiqué), y la vida divina (en griego, zoé). Ambas se traducen como vida al castellano, pero en el texto griego original se encuentran claramente diferenciadas.

El alma del Señor podía ser entregada a la muerte junto con su cuerpo, pero la vida divina (zoé) que moraba en su espíritu no podía morir. Y en ella estuvo su triunfo y su victoria definitiva sobre Satanás. No obstante, ¿qué quería decir el Señor con perder el alma? Ciertamente, él no se refería a una suerte de destrucción o aniquilación del alma, al estilo de ciertas religiones orientales, que consideran la personalidad o el yo como algo esencialmente malo y que debe ser abolido. Más bien, él se estaba refiriendo a la necesidad de que el alma se rinda por completo a la vida divina y sus intereses superiores. Es decir, a la necesidad de negarnos a vivir por medio de nuestras almas y para nuestras almas, a fin de que éstas se conviertan en canales para la plena manifestación de la vida divina.

Vivir por el alma equivale a vivir gobernados por los sentimientos, intereses y deseos del alma. Estos sentimientos, deseos e intereses pueden ser legítimos, nobles y buenos: el amor de los padres por sus hijos; el amor de un marido por su esposa; el deseo de servir y hacer cosas para Dios; el deseo de afecto, cariño y comprensión; el temor a la muerte, el sufrimiento y el dolor; la necesidad de satisfacer las necesidades biológicas de nuestro cuerpo, esto es, comer, vestirse, descansar, etc.; en suma, el deseo de ser personas felices y realizadas. Todas ellas son cosas que forman parte del alma y no son, en sí mismas, algo malo. Aún más, estaban originalmente en el alma para orientarla hacia la vida divina. Pero hemos caído. Y lo que era bueno al principio, se ha transformado en un deseo desordenado por poseer, proteger y defender lo que consideramos legítimo y propio. Y a través de este deseo la voluntad de Satanás medra en el mundo.

Por ello, el alma debe ser entregada a la muerte. Es decir a la negación de todo cuanto ama y desea desordenadamente para si, por medio de la operación de la cruz. Pues, «el que ama su vida (alma), la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna (zoé) la guardará». «Este mundo» ha sido edificado para satisfacer los deseos del alma humana lejos de la voluntad de Dios para ella. Mas, apenas un hombre pone un pie fuera de él, todas las huestes de maldad se levantarán para impedírselo.

La noche oscura

Sin embargo, fuimos creados para la vida divina, donde Cristo tiene la absoluta centralidad y preeminencia. Cristo enfrentó a Satanás y padeció, negándose hasta el fin a vivir por medio de su alma y para su alma. La agonía que, por esta causa, debió soportar, está más allá de nuestra comprensión: «Ahora está turbada mi alma»; «y tomando a Pedro, Jacobo y Juan, comenzó a entristecerse»; «mi alma está muy triste, hasta la muerte»; «y era su sudor como grandes gotas de sangre»; «y estando en angustia, clamaba a gran voz…»; «¿Padre, por qué me has desamparado?».

Fue la noche oscura del alma para el Señor. «Horrenda y terrible noche» la llamó Juan de la Cruz. Y de ella hemos sido llamados a participar.  Noche que arrastra al alma hacia el más oscuro de los desiertos de desamparo y soledad. Noche en la que Dios nos parece infinitamente ausente, mientras nos encontramos arrojados en medio de un torbellino de tinieblas y malignidad. Noche en la que se desmoronan todos nuestros andamios, soportes y fortalezas. Noche que desnuda, entumece y congela hasta la médula nuestro ser. En fin, noche que turba, confunde y desconcierta más allá de lo imaginable ¿Cómo sobrevivir a semejante noche?

Sólo existe una forma: Por medio de Cristo y su vida de resurrección. Porque él no sufrió esa noche por causa de sí mismo, sino para cumplir la voluntad de Dios y sufrir el castigo de nuestros pecados; y nosotros la sufrimos porque nos resulta completamente necesaria para ser librados de nosotros mismos y entrar en su vida de resurrección, a fin de convertirnos en vasos útiles para la voluntad y el propósito de Dios. Y ella nos viene como resultado de nuestra unión con Cristo en su muerte y resurrección. Aquí se encuentra la salvación plena del alma y la derrota completa de Satanás.