En Efesios capítulo 2 se nos muestra cómo Dios trató con judíos y gentiles para obtener de ambos pueblos una nueva realidad: la iglesia. El método divino no fue producir una fusión de ambos pueblos tan distintos. Hubiera sido una tarea imposible, una obra hecha con remiendos de condiciones humanas diferentes e irreconciliables.

El pueblo judío tenía, según su propio parecer, muchas cosas de qué gloriarse; en cambio, los gentiles, tenían mucho de qué avergonzarse. Al gloriarse o avergonzarse, ambos estaban tomando como regla de medida su propia justicia o injusticia; pero nada de ello constituye ayuda ni obstáculo para la obra de Dios. En Cristo, ni la justicia de unos es un mérito, ni la ruindad de los otros es impedimento para Dios. Él quiere que nuestra única referencia sea Cristo, para remover todas aquellas cosas humanas y establecer lo suyo en nosotros.

Por eso, Dios hizo algo totalmente diferente: llevó a la muerte a esas dos realidades anteriores, en la cruz de Cristo, para que en su resurrección surgiera algo totalmente nuevo: «un solo y nuevo hombre» (2:15). Su objetivo no fue solo obtener de ambos un solo hombre, sino un nuevo hombre; uno procedente de la resurrección, que no tuviera huellas de aquella condición anterior.

Pablo ilustra muy bien cuál era la actitud que producía la justicia de Cristo en un judío convertido a la fe. «Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle…» (Fil. 3:7-10a).

Pablo está dispuesto a desechar aquello, con un doble objetivo: para ganar a Cristo y para conocerle. Sin pérdida, no hay ganancia. Si no abandonamos nuestras miserables ‘riquezas’, no obtendremos la preciosidad de Cristo.

En este tiempo, Cristo sigue edificando su iglesia, con aquellos que se consideran mejores, y con los peores. Si los primeros no están dispuestos a abandonar sus glorias pasadas, no podrán venir a ser uno con aquellos que no traen nada, sino vergüenzas; ni podrán dejar de presumir, y de cansar a sus hermanos, con vanidades que no merecen otro lugar que el basurero. El profeta antiguo ya lo decía: «Todas nuestras justicias (son) como trapos de inmundicia» (Is. 64:6). Y, claro, Cristo no construye su iglesia con esta clase de cosas.

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