El hombre cree que, para alcanzar la gloria, hay que ascender; pero el ejemplo de Cristo es totalmente opuesto.

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.

– Flp. 2:5-11.

Este pasaje es como la médula de la preciosa epístola de Pablo a los filipenses; es la parte central y fundamental, y en ella se responde a todas las inquietudes descritas en esta carta.

Conflictos en la iglesia

La iglesia en Filipos, como todas las iglesias locales, tenía dificultades. No hay ninguna iglesia local que no tenga conflictos de todo tipo. Y no solo las iglesias, sino también la obra del Señor. Y esta epístola refleja muy bien tanto los problemas a nivel de la obra como a nivel de las iglesias locales. Revisemos algunos.

Pablo, escribiendo desde la prisión en Roma, dice: «Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda; pero otros de buena voluntad». Y el versículo 16 dice: «Los unos anuncian a Cristo por contención, no sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones». Escribiendo a una iglesia local, él denuncia cómo se dan estos conflictos a nivel de la obra.

«Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo…» (2:3). Él sabe que en la iglesia local hay hermanos que hacen las cosas para ser vistos. ¡Qué tremendo desafío es mirar a los demás como superiores a uno mismo! Eso no es algo que podamos alcanzar humanamente; solo la gracia de Dios puede llevarnos a una condición espiritual de ese nivel.

«Espero en el Señor Jesús enviaros pronto a Timoteo, para que yo también esté de buen ánimo al saber de vuestro estado; pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros» (2:19-20). Entre todos los obreros, Pablo solo cuenta con uno. «Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús» (v. 21).

«Guardaos de los perros, guardaos de los malos obreros, guardaos de los mutiladores del cuerpo» (3:2). Esta es una fuerte declaración. Los «perros» no se refiere a los animales, sino a los malos obreros y a los judaizantes. «Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo» (3:18), denuncia Pablo.

El sentir de Cristo

¿Cuál es el sentir que nos puede unificar haciéndonos unánimes? «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (2:5). ¿A dónde recurriremos para superar los conflictos de las iglesias? ¿Dónde hallaremos gracia para que esto se subsane? Solo Cristo es la respuesta. Él es la fuente de toda gracia. En él está el socorro para que estas deficiencias se superen.

«Haya, pues, en vosotros este sentir». La palabra sentir, en griego, es froneo. Parece ser que ese verbo pertenece más al ámbito del pensamiento que del sentimiento. Algunas versiones traducen este término como mentalidad, manera de pensar, o actitud. Muchas de las dificultades de las iglesias se solucionarían si tuviésemos la actitud o la mentalidad de Cristo.

Examinemos y admiremos este sentir único de Cristo, que jamás otro hombre ha manifestado en la tierra. Esto es lo que Pablo nos propone como fuente de gracia para superar nuestras dificultades.

El descenso a la gloria

Los versículos 6 al 8 de Filipenses 2 nos hablan del triple descenso de Cristo a la gloria. Es como una pequeña escala de tres peldaños. ¿Para qué sirve una escala? Lo primero que se nos viene a la mente es: para subir a un lugar. Pero también sirve para descender desde un lugar alto.

En los versículos que examinaremos hay tres etapas en este sentir de Cristo, en el cual él se despojó, se vació, estuvo dispuesto a descender. El primer descenso dice: «se despojó a sí mismo» (2:7). Esa fue la primera decisión que él tomó para manifestarnos su sentir.

Luego hay un segundo momento en que él desciende aun más: «se humilló a sí mismo» (2:8). Y en tercer lugar, él aceptó la muerte de cruz, «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (2:8). En estos párrafos está la síntesis del sentir de Cristo. Son tres momentos cruciales en que él estuvo dispuesto, no a ascender, sino a descender. A nosotros nos parece que para alcanzar la gloria hay que ascender; pero el ejemplo de Cristo es que hay que descender.

El Señor dejó una enseñanza para nosotros. «Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mat. 23:12). Y Pedro exhorta en especial a los jóvenes: «Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo» (1 Ped. 5:6). Este es el camino para Cristo, y por lo tanto, para todos nosotros, para alcanzar la gloria.

Y el pasaje leído termina diciendo: «Por lo cual…», o sea, porque hubo en Cristo este despojamiento, este descenso, «Dios también le exaltó hasta lo sumo y le dio el nombre que es sobre todo nombre». Así que en él se cumple perfectamente la enseñanza de Mateo 23:12. ¡Bendito sea el Señor!

Estos son los tres momentos que ahora comentamos. Son solo tres versículos, pero de una gran riqueza y profundidad. Las palabras siempre quedan cortas. ¿Cómo podremos apreciar verdaderamente lo que significaron para el Señor estas decisiones? No es posible tener una vislumbre de esto sin el Espíritu Santo. Que él ilumine nuestro entendimiento para ver a Jesús en una dimensión cada vez mayor.

Cristo Jesús es igual a Dios

Es tal la concentración revelacional que hay aquí, que casi hay que ir palabra por palabra. Cada frase sería para detenerse mucho tiempo.

El versículo 6 empieza a desarrollar este sentir que hubo en Cristo, diciendo primero: «el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse» (v. 6). Cristo Jesús existía en forma de Dios. La versión NVI dice: «siendo por naturaleza Dios».

El apóstol Pablo comienza a revelar el sentir de Cristo diciéndonos que Él es Dios, que existía en la forma de Dios. Él, por naturaleza, es Dios. La frase que sigue explica lo que Pablo entiende por «forma de Dios», diciendo: «el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios». Al proclamar a Cristo, quien existía en forma de Dios, Pablo está diciendo que Cristo Jesús era igual a Dios.

En el griego, dice literalmente: «el cual siendo en forma de Dios no estimó el ser iguales cosas que Dios». O sea, las mismas cosas que Dios es, esas mismas cosas es Cristo Jesús. Si el Padre es eterno, Cristo Jesús es eterno; si el Padre es omnipotente, Cristo Jesús es omnipotente; si el Padre es increado, Cristo Jesús es increado; si el Padre es santo, Cristo Jesús también es santo. Cristo Jesús es igual a Dios.

¿Pero qué es lo que dice con respecto a esa forma de Dios? Dice que Cristo Jesús no tuvo esa calidad de Dios como algo a lo cual aferrarse. Es decir, él no lo tuvo a consideración a tal punto que no pudiera desprenderse de su calidad divina. No era para él algo a lo cual no pudiera renunciar.

Se despojó a sí mismo

¿Qué puede haber más alto en el universo que, por naturaleza, ser Dios? Y nuestro bendito Señor Jesús no tuvo a consideración ese hecho glorioso, como algo de lo cual no podía soltarse.

Para un hombre terrenal, desprenderse de sus riquezas es algo imposible. Pero para el Señor fue posible despojarse de su calidad divina. Esto es algo extraordinario. ¡Bendito es el Señor!

Si él no hubiese estado dispuesto a dejar su calidad de Dios, nunca habría sido hecho hombre. Nadie lo podía obligar. Él se despojó en un acto libre, consciente y voluntario.

Él estaba dispuesto a desprenderse. Entonces, ¿no debe ser nuestra actitud el estar dispuestos a despojarnos de nuestras posiciones, de nuestras ambiciones? Nosotros, en lugar de mirar a los demás como superiores, buscamos ponernos por sobre los hermanos, y esto hacemos en cosas sin importancia.

«Se despojó a sí mismo» (v. 7). La expresión despojarse en griego es kenó. De ahí viene la palabra kenosis. Así se le llama en teología a este primer descenso, a esta primera decisión que el Señor hizo en forma libre y voluntaria. Es un verbo fácil de comprender, pero aplicarlo a Cristo no es tan fácil, porque el verbo despojarse, en griego, significa que él se vació de sí mismo.

Cristo existía en forma de Dios. ¿Qué significa que se vació de sí mismo? ¿Significa que él dejó de ser Dios? Y entonces, cuando se manifestó como hombre, ¿los que estaban frente a él solo estaban frente a un mero hombre? El Nuevo Testamento Interlineal traduce el verbo kenó como «se anonadó». Anonadarse es hacerse nada. Se vació de sí mismo, se hizo nada.

Entonces, ¿estábamos frente a un simple hombre? No. Siendo Dios, él no podía dejar de serlo. Uno no puede dejar de ser lo que es. Entonces, ¿en qué sentido se vació? La Biblia NVI dice: «Se rebajó voluntariamente». Pero, ¿en qué sentido se rebajó voluntariamente? El Interlineal comenta que se vació, pero no de la naturaleza divina, sino que se despojó de su gloria. Y la NTV explica que él no dejó de ser Dios, pero renunció a sus privilegios divinos.

Viviendo como hombre

Tratando de balbucear este misterio insondable, nos da la impresión de que el Señor Jesús, como no podía dejar de ser Dios, sí podía hacer algo: al tomar la naturaleza humana, en su vida terrenal, no dependería de su condición divina, no haría uso de la naturaleza divina. No podía dejar de ser lo que era, pero sí podía renunciar a sus privilegios y a sus poderes divinos.

Entonces, una vez que adoptó la naturaleza humana, ¿cómo pudo él vivir de manera tan gloriosa? ¿Dependiendo solo de la naturaleza humana? No. Él fue lleno del Espíritu Santo, por medio del cual vivió la vida terrenal. Él fue hecho verdadero hombre, pero como tal, podía acceder a todos los recursos que hay disponibles para los hijos de Dios, al igual que nosotros. Jesús vivió lleno del Espíritu, como tú también puedes vivir. Él usó la Palabra, tal como tú puedes usar la palabra de Dios que es la verdad.

El Nuevo Testamento es claro para explicar que todo lo que el Señor hizo en su vida terrenal fue por medio del Espíritu Santo. Él era Dios, y no se podía desprender de su naturaleza divina; pero no usó esta condición para hacer todo lo que hizo en la tierra. «Yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios» (Mat. 12:28), al igual que tú y yo podemos hacerlo.

Pedro dice: «Vosotros sabéis … cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo» (Hech. 10:37-38). Y cuando finalmente se ofrece al Padre para hacer el sacrificio por el pecado, dice Hebreos 9:14: «el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios». Él no dejó de ser Dios, pero no usó sus atributos divinos, sino que dependió totalmente del Padre por medio del Espíritu Santo.

Cuando el Señor fue tentado por Satanás, en Mateo capítulo 4, Satanás procuraba que Jesús usara su poder divino. «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan» (Mat. 4:3). Si Jesús hubiese caído en esa tentación, entonces él no habría podido ser nuestro representante.

El hermano Atanasio, en el siglo IV, dice: «Lo que el Señor no asumió, tampoco fue redimido». Si el Señor iba a redimir la naturaleza humana, entonces tenía que actuar plenamente como hombre en todas las circunstancias. Entonces, el hecho de no aferrarse a su condición divina no vale solo para el momento en que él renunció a usar la naturaleza divina, sino que lo aplicó durante toda su vida terrenal.

En medio de la tentación, Jesús tenía hambre, tras ayunar cuarenta días. Él pudo proveerse de pan, pero no lo hizo. «Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4). Él era Dios, mas respondió a Satanás con la Palabra, porque estaba como verdadero hombre, en tu lugar y en mi lugar. De igual manera podemos responder tú y yo a las tentaciones.

Cuando él estaba crucificado, ¿cuál es el último intento de Satanás? La gente que pasaba bajo la cruz, burlándose, le decía: «Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mat. 27:40). Ese fue el momento más difícil. Colgado en un madero, en aquel instante pudo echar mano a su calidad de Dios. Satanás, al verse perdido, está tratando de tentarlo a través de aquellos burladores. Pero nuestro Señor dependió absolutamente del Padre en todo, aunque las dificultades eran extremas.

Un acto sublime de amor

«Se despojó a sí mismo» (Flp. 2:7). Nadie lo obligó. Él no se despojó por presión, sino de manera libre, consciente y voluntaria. Un autor dice: «Ni siquiera estuvo presionado por el deber moral de tener que salvar a su creación». Alguien podría pensar que Jesús –siendo el instrumento a través del cual Dios creó todas las cosas, el Verbo, la palabra creadora de Dios– se sintiera responsable de salvarlos, por haberlos creado. Pero él no fue presionado por este deber moral.

Entonces, ¿por qué lo hizo? La única respuesta es: ¡Por amor! No hay otra explicación. Es obvio que esto escapa a nuestra comprensión, pero la Escritura declara que lo hizo por amor. ¿Cómo expresar este amor? Es un amor que no mide precio, que no tiene límites, que no repara en sacrificios.

Tomando forma de siervo

«Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo» (v. 7). Noten el contraste: él existía en forma de Dios; se despojó a sí mismo, y tomó forma de siervo. «Forma de Dios» se contrapone a «forma de siervo». ¿Qué significa «forma de siervo»? La frase siguiente lo aclara: «Hecho semejante a los hombres». O sea, para ser semejante a los hombres a los cuales venía a salvar, él tuvo que tomar la forma de siervo.

Esto llama la atención, y se vuelve también una frase compleja. Si dijese que dejó la forma de Dios y tomó la forma de hombre, se entendería mejor. ¿Pero, por qué dice que para ser hecho semejante a los hombres tuvo que tomar la forma de siervo? ¿Por qué usa la palabra siervo en vez de hombre?

Esto se hace más complejo cuando vemos que la palabra siervo, en el griego, es doulos, esclavo. O sea, para ser hecho semejante a nosotros él tuvo que tomar la naturaleza de esclavo. Él venía a redimir a los hombres que se habían vuelto esclavos del pecado, del mundo y de Satanás, esclavos de la carne y de sus pasiones. ¿Será por esa razón que él tenía que tomar la forma de esclavo?

Un hermano cita un hecho que explica muy bien esto. Esto ocurrió durante el avivamiento moravo. Algunos jóvenes, impactados por el sentir de Cristo, se ofrecieron para ir a evangelizar a una isla habitada solo por esclavos. Y para entrar en medio de aquel ambiente, ellos mismos se vendieron como esclavos. Y esa decisión no fue temporal, sino de por vida. Y eso es lo que hizo el Señor. Él no era esclavo, pero se hizo esclavo, para traernos la buena noticia de la redención a nosotros, que éramos esclavos.

Jesús, al asumir nuestra condición, no asumió la naturaleza de Adán antes de la caída, sino la naturaleza tras la caída. Y aunque no hubo pecado en él, él se sometió a todas las consecuencias de la caída.

En cambio nosotros, que sí pecamos, estábamos viviendo las consecuencias de nuestro pecado. «La paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23). Esa era nuestra realidad. Pero él, sin haber pecado, fue hecho pecado por nosotros, y experimentó esas consecuencias en su propio cuerpo, al punto que cuando tomó la forma de esclavo, se hizo mortal. Siendo Dios, él pasaría por la muerte.

Enfrentando la tentación

Cuando Adán y Eva enfrentaron la tentación, ellos estaban viviendo en las mejores condiciones posibles, en un mundo idílico donde todo era paz, armonía y gozo, rodeados de todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer. Allí no existía el hambre, y ellos convivían pacíficamente con todos los animales.

Ahora, Mateo 4:1 dice: «Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo». El postrer Adán debía enfrentar la tentación; pero él no fue llevado al paraíso sino al desierto, porque el paraíso ya no existía. «Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre» (Mat. 4:2). No solo le tocó enfrentar la tentación en el desierto, sino con hambre. Marcos escribe: «Y estaba con las fieras» (Mar. 1:13). Aquél ya no es el mundo original creado por Dios. Las cosas han cambiado. Pero lo glorioso es que, allí donde Adán fracasó, ¡Cristo venció!

Aquello que Adán no pudo superar en condiciones óptimas, nuestro Señor salió victorioso en las condiciones más adversas, usando las mismas armas espirituales con que cuentan todos los hijos de Dios: lleno del Espíritu Santo y usando como espada la poderosa palabra de Dios. ¡Gloria al Señor!

Humillado hasta la muerte

«Y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo» (Flp. 2:8). Esta acción de humillarse no es la misma de despojarse a sí mismo. Es otra decisión, un segundo momento.

El Señor se despojó a sí mismo cuando existía en forma de Dios, pero ahora, él decidió humillarse a sí mismo en la condición de hombre.

¿Y qué significa humillarse a sí mismo? La frase que sigue lo explica. «Haciéndose obediente hasta la muerte». Otra vez se trata de un acto libre, consciente y voluntario, hecho solo por amor.

Hebreos 10:7 dice: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí». El Señor tomó una decisión: en representación del género humano, él se ofreció para hacer lo que tú y yo nunca jamás hicimos – obedecer perfectamente a Dios.

Una de las grandes deudas de la raza humana es que nunca nadie agradó plenamente el corazón del Padre. Aun viendo a los mejores hombres de la Biblia, de ninguno de ellos podemos decir que tuvieron una obediencia perfecta. Ellos fueron vidas con luces y con sombras, al igual que tú y yo, hasta que apareció nuestro bendito Señor Jesús, que estando en la condición de hombre, se humillo a sí mismo y se hizo obediente hasta el último día de su vida.

Ningún ser humano, antes o después de él, ha obedecido perfectamente la voluntad de Dios agradando el corazón del Padre para siempre. Y eso lo hizo en representación nuestra. Nuestra obediencia siempre es imperfecta, pero la obediencia de Cristo siempre es perfecta. Así él saldó la deuda que el hombre tenía con Dios. Nosotros no podíamos pagarla; pero él la pagó.

Nuestra deuda tenía dos partes. Una de ellas era que nosotros no habíamos hecho lo que teníamos que hacer. Pero él tomó nuestro lugar, y «por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos» (Rom. 5:19). Su obediencia fue contada a nuestro favor, y hoy nos podemos presentar ante el Padre con la obediencia perfecta de Cristo en la condición de hombre, tomando nuestro lugar y redimiéndonos.

La muerte de cruz

«Haciéndose obediente hasta la muerte». Pablo hace el énfasis: «y muerte de cruz». No cualquier muerte. Es la última decisión, la última etapa en el descenso de Cristo a la gloria. Así estamos tratando de balbucear este misterio. Alguien que es Dios, no solo se hace hombre, sino que toma forma de esclavo, y en esa condición se humilla y se hace obediente hasta la muerte, aceptando del Padre morir crucificado.

La segunda deuda nuestra era la necesidad de expiar todo lo que no teníamos que hacer, y que hicimos. Su obediencia suplió la primera parte de la deuda, haciendo lo que nosotros teníamos que hacer y no hicimos; pero con la muerte de cruz él expió lo que hicimos y que no teníamos que haber hecho. Para expiar nuestras desobediencias, nuestras maldades e iniquidades, él tenía que morir en la cruz.

¿Por qué morir crucificado? Porque ese era el precio del rescate. La palabra rescate o redención indica que para obtener la liberación de un esclavo alguien tiene que pagar el rescate. Y este rescate fue morir crucificado. La Escritura anticipaba: «Maldito por Dios es el colgado en un madero» (Deut. 21:23). Él tenía que morir, no como un héroe destacado, sino como un maldito, pagando el precio de nuestra maldad.

«Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición, porque está escrito: Maldito todo aquel que es colgado en un madero» (Gál. 3:13). El que no obedecía a Dios quedaba bajo la maldición de la ley. Para redimirnos de ella, Cristo fue hecho maldición por nosotros.

«Se despojó a sí mismo … se humilló a sí mismo … y fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». Aceptó morir con la muerte más ignominiosa, más vergonzosa y más vil. Hasta allí nuestro Señor estuvo dispuesto a humillarse y a descender. Con razón, Pablo no puede terminar ahí, y concluye: «Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre».

¡Hay un Hombre sentado a la diestra de Dios! ¡Alabado sea el Señor!

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2019.