Los hombres estamos siempre prestos para juzgarlo todo, pero estamos lejos de mirar con misericordia. Jesús dijo que la lámpara del cuerpo son los ojos. Si nuestros ojos son buenos, todo nuestro cuerpo tendrá luz; pero si son malos, todo nuestro cuerpo será tenebroso (Mat. 6:22-23).

El juicio o la misericordia se dan de la manera como nosotros miramos: con ojos buenos o malos. Jesús miraba siempre con misericordia, porque él no vino a juzgar, sino a salvar: «Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (Juan 3:17).

Citaremos algunos pasajes, pero vemos en toda su peregrinación el mismo mirar de misericordia, el mismo testimonio de salvación.

¿Cuál sería nuestra actitud delante del pedido de María cuando dijo a Jesús que el vino de las bodas de Caná se había terminado? ¿No sería de reprobación? ¿No habían bebido ya lo suficiente, pues el maestresala había provisto todo y de sobra? El Señor no vino para juzgar, sino para salvar y mostrar que el vino nuevo es mejor (Juan 2:3-11).

¿Qué nos parecería si una mujer de mala fama conocida en la ciudad viniese llorando y enjugase con sus cabellos los pies de uno de nuestros hermanos, estando nosotros en medio de personas aparentemente dignas y honrosas? ¿No lo reprobaríamos así como aquel fariseo? El Señor que no vino a juzgar, sino para salvar, dio testimonio del gran amor de aquellos a los cuales mucho se les ha perdonado (Luc. 7:36-47).

¿Cómo miraríamos a una mujer sorprendida en adulterio, donde todos, hasta la ley, la condenan? ¿No sería de aprobación por el juicio o por lo menos recordar que los adúlteros no heredarán el reino de Dios? ¿Cómo miraríamos a una persona que anda con nosotros, si supiésemos que nos traicionaría y nos vendería por algunas monedas de plata? ¿No tomaríamos nuestras precauciones y nos alejaríamos de ella?

¿Cómo nos portaríamos puestos al lado de dos criminales, y siendo comparado a ellos injustamente? ¿Tendríamos tiempo para mirar a ambos con ojos de misericordia, hablarles sobre la salvación y después decir a uno ellos: «Hoy mismo tu estarás conmigo en el paraíso»? (Luc. 23:43).

Jesús no vino para juzgar, sino para salvar y dar su vida en rescate por muchos. Cuando era injuriado no injuriaba, cuando era maltratado no maltrataba, sino se encomendaba a Aquél que juzga con justicia (1ª Ped. 2:23). Aun en el momento extremo de su agonía, él dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Luc. 23:34).

Estamos viviendo tiempos de salvación. «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos» (Heb. 13:8). Si nuestros ojos son buenos, es el propio Señor misericordioso viviendo en nosotros; pero si nuestros ojos son de juzgamiento y juicio, quien necesita de salvación somos nosotros.

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