Cuando el apóstol Juan estaba concluyendo su ministerio terrenal, escribió sus epístolas. En la primera de ellas, él parece continuar con el espíritu de su Evangelio, especialmente en el capítulo 5, pues comienza hablando como testigo:«Porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó» (1 Juan 1:2).

A fines del primer siglo, Juan era un solitario testigo de las cosas que personalmente había visto y palpado más de sesenta años atrás. Pedro lo había sido, Pablo lo había sido, pero ellos ya habían partido. Solo quedaba él, y entonces alza su voz con la autoridad de Dios para hablar como testigo.

Al finalizar esta epístola, vuelve sobre el testimonio: «Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad … Porque tres son los que dan testimonio en el cielo … Y tres son los que dan testimonio en la tierra…». Es de notar que el Espíritu está presente entre los tres que dan testimonio en el cielo, y entre los tres que dan testimonio en la tierra. Por eso más arriba dijo: «Y el Espíritu es el que da testimonio». Para eso fue derramado en el día de Pentecostés.

El apóstol continúa: «Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios … Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Juan 5:6-12). Como vemos, el testimonio de Dios está centrado en su Hijo. Lo mismo que en Juan 5, donde vemos que hay cinco testigos de su condición divina. Y este testimonio está muy bien resumido aquí: El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no lo tiene no tiene la vida. Es un asunto de la lógica más elemental. ¿Quién puede no entenderlo?

En este tiempo, lo mismo que en los días de los apóstoles, Dios tiene testimonio y tiene testigos. El testimonio sigue siendo el mismo: La vida (la vida de Dios, la vida eterna) está en el Hijo. Este testimonio está siendo desoído hoy, no solo en el mundo, sino también en medio de la iglesia. Siendo tan claro que la vida está en el Hijo, los cristianos se entretienen en muchas cosas que no tienen nada que ver con el Hijo, y que más estorban la obra de Dios. Mucha filosofía, mucha ideología, mucha autoayuda. Todo ello no tiene nada que ver con Cristo, por lo tanto, no tiene vida.

Muchas bellas cosas que el cristiano aprecia no tienen la vida de Dios. Quien se ocupa de ellas, se ocupa en cosas de la carne, de las cuales solo se obtiene corrupción. No se trata de cuán hermosas parezcan, sino de qué relación tienen con el Hijo de Dios. Si no la tienen, es solo podredumbre, que siembra muerte y no vida en el corazón del hombre.

Dios envió a su Hijo al mundo para que trajera la vida, pues el mundo estaba en muerte. Si rechazamos al Hijo de Dios seguimos en muerte, tal como estaba el mundo antes de que viniera. Pero él vino, y nos trajo la vida. ¡Gracias a Dios!

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