Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico; con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.

Lectura: Gálatas 3:24-25.

Ahora veremos lo que sigue inmediatamente a la ley y que sale de ella, a saber, los tipos y símbolos de la gracia de Dios, revelados con tanta hermosura a Moisés por el Señor, y por medio de Moisés al pueblo, después que se disiparon las espesas tinieblas y el fuego del Sinaí.

Ningún otro pasaje de la Biblia tiene tantas figuras de la gracia de Jesús como éste. Sin embargo, casi han quedado escondidas por espesas nubes, que no son sino el velo de su gloria; mas, detrás de ellas hay visiones de gracia y de hermosura.

La ley fue nuestro ayo. Sentémonos esta mañana en la escuela y consideremos las lecciones del Maestro. Ésta era una clase de jardín infantil, en la infancia de la iglesia, y así todas sus lecciones son lecciones objetivas, y todas las figuras están dibujadas en la pizarra e interpretadas luego por los escritos del Nuevo Testamento.

Demos una mirada a cuatro de estas lecciones objetivas de verdad espiritual tal como las dio Dios a través de Moisés a su antiguo pueblo, pero todavía más para nuestra enseñanza.

El altar de tierra

La primera lección aparece al pie del Sinaí, antes que el humo se hubiera disipado del todo o hubieran cesado las reverberaciones de los truenos que habían aterrorizado al pueblo. Esta primera figura es muy hermosa, pero suele ser pasada por alto, porque es tan pequeña.

El pobre pecador mira al monte, contemplando la espantosa tempestad y el fuego, y oyendo la voz que dice: «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas» (Gál. 3:10). Pero, cómo se goza cuando mira a la falda del monte y allí ve un pequeño objeto que voy a mostrarles y que está tan lleno de Jesús y de su gracia.

En el mismo capítulo que contiene los Diez Mandamientos, leemos: «Altar de tierra harás para mí, y sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas de paz, tus ovejas y tus vacas; en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré. Y si me hicieres altar de piedras, no las labres de cantería; porque si alzares herramienta sobre él, lo profanarás. No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él» (Éx. 20:24-26).

¡Cuán distinta es esta palabra! Las otras son todas: «Maldito el que no hace…». ésta es: «Te bendeciré». La otra es: «Haz esto». Esta es: «Sacrificarás». La otra está por sobre nuestro alcance; ésta está muy accesible, y todo el mundo puede llegar a ella.

Tal vez has pasado esto por alto mil veces. Has leído los Diez Mandamientos y no has visto esto. Viste la ley, pero no viste la provisión que hace Dios para el hombre que la quebranta.

Esta es la primera figura. El ayo viene y traza algunos rasgos en la pizarra, y ves este sencillo altar de tierra. Si lo haces de piedra, ha de ser tosca, sin tallar. Nada de herramientas en la construcción, ni estatuas como en los magníficos templos cristianos. Y no hay peldaños. Algún pobre pecador, débil y viejo es posible que viniera y no pudiera subirlos.

Esta es la figura del Evangelio. Les dice, en primer lugar, que Jesucristo va a venir a este mundo para morir por los hombres que quebrantarán esta ley. Es un altar del cual fluirá la sangre, en que la muerte expía el pecado por medio del sufrimiento. Esta es la salvación que desciende por amor al pecador. He aquí el Cordero del sacrificio, que puede quitar los pecados. No se necesita subir a un estado superior para así hacerse mejor; sino que, donde sea y como sea, puedes venir tal como eres y llamar a Aquel que dice: «Al que a mí viene, no le echo fuera» (Juan 6:37).

Gracias al antiguo ayo por esta hermosa figura. Amado, no olvides sus lecciones para ti y para los tuyos. Y cuando encuentres a pobres y perdidos, guíalos a Él. Ellos creen que será una tarea terrible el hallarle, creen que tendrán que ponerse a una altura suficiente, que tendrán que cumplir la ley para ser salvos. Pero deben saber que Cristo murió para quitar sus pecados, y todo lo que han de hacer es venir y aceptarle. ¡Oh, digan a los perdidos que edifiquen su altar en cualquier parte y vayan allí mismo a Cristo! «El que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente» (Apoc. 22:17).

«No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo); o, ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos). Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Rom. 10:6-9).

Amado, ¿eres tú un pecador pobre y culpable? ¿Has quebrantado la ley de Dios conociéndola? ¿Te das cuenta de tu falta y estás dudando sobre lo que debes hacer? No, ni aun tienes que acercarte a un templo, sino que, allí donde te encuentres, levanta tu corazón y di: «Oh, Cordero de Dios, a ti vengo».

El siervo hebreo

La próxima figura es tan hermosa como la anterior, pero quizás menos entendida. «Si comprares siervo hebreo, seis años servirá; mas al séptimo saldrá libre, de balde. Si entró solo, solo saldrá; si tenía mujer, saldrá él y su mujer con él. Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le diere hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Y si el siervo dijere: Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre; entonces su amo lo llevará ante los jueces, y le hará estar junto a la puerta o al poste; y su amo le horadará la oreja con lezna, y será su siervo para siempre» (Éx. 21:2-6).

El siervo tiene libertad de marcharse, si quiere; es un esclavo, pero puede reclamar su libertad. Pero allí están su amada esposa y sus hijos, de quienes no puede separarse sin que se le parta el corazón. Ellos pertenecen a la servidumbre por causa de su nacimiento; pero él tiene la opción de quedarse con ellos y compartir su suerte, o irse libremente. Pero, voluntariamente, él decide no dejarlos, y dice a su amo: «Yo amo a mi señor, y a mi mujer y a mis hijos; no saldré libre». Entonces ellos van a los jueces y el amo le horada la oreja, para dar fe que ahora será su siervo para siempre.

En la Biblia, este tipo de Cristo se repite una y otra vez. Cuando Jesús viene a este mundo a sufrir por ti y por mí, él usa este mismo lenguaje para describir su venida. «Mis oídos has perforado … He aquí, me he deleitado en hacer tu voluntad, oh Dios … Tu ley está en mi corazón». «Tú me has clavado a la puerta; me has hecho tu esclavo, un esclavo de amor, para siempre».

Tú y yo, llamados a ser la esposa del Cordero, somos unos pobres esclavos, atados por nuestros pecados a servidumbre. Cristo, el bendito Esposo, es libre. Él pudo haberse quedado en el cielo. No tenía obligación de bajar, someterse a la ley y sufrir la ignominia del mundo. ¿Se quedaría con el Padre y los ángeles en aquel reino glorioso? Él dijo: «Amo a mi esposa y a mis hijos. Mi oreja has perforado, oh Dios. Aceptaré sobre mí los pecados del pueblo; seré la justicia que ellos no pueden proveer. Haré por ellos lo que ellos no pueden hacer. Llevaré sus cargas y cumpliré sus obligaciones».

Así que Jesús fue atado en el lugar de un siervo, por ti y por mí. Dios, hablando de él, dice: «Mi siervo, mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento» (Is. 42:1). Y dice Jesús de sí mismo: «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir» (Mat. 20:28). Y esta es la razón por la cual él fue cargado con el peso de nuestro pecado. Fue hecho esclavo por nosotros; compró nuestra libertad al precio de la suya.

Así como la figura anterior era la del sacrificio, esta figura es la de su justicia, su obediencia por nosotros, bajo la ley, y el hecho de asumir por nosotros todas las cargas de nuestro estado de impotencia y pecado.

Detente un momento, amado, y pregúntate si entiendes esto bien. ¿Ha pasado a ser real para ti? Tú y yo estábamos bajo tremendas obligaciones. ¿Hemos tomado a Cristo para cubrirlas? Tú y yo habíamos nacido bajo el pecado. ¿Le hemos aceptado como nuestro Salvador? Estábamos bajo cargas pesadas. ¿Le hemos dejado que lleve nuestra culpa? ¿Hemos pensado en lo que significa renunciar a todo por nosotros? Digamos aquí a Jesús: «Yo amo a mi Señor; no saldré libre».

Seamos como la esclava de Nueva Orleans a quien su nuevo amo dijo: «Ve, te he comprado, y ahora eres libre». Ella contestó: «¡No!». Su amo le dijo: «Te he comprado para hacerte libre». La esclava contestó: «No me iré; seré tu esclava, porque me redimiste». Así, él vino como un esclavo, en favor nuestro, para que nosotros pudiéramos ser siervos voluntarios suyos.

Es fácil hablar de esto; pero, ¿estarías tú dispuesto a hacerte un esclavo durante treinta y tres años de tu vida por un enemigo? ¿Estarías dispuesto a trabajar en tareas serviles por alguien que no ha hecho nada para que le amaras? Él lo hizo por ti y por mí. Sufrió cansancio y privaciones; no tenía dónde recostar su cabeza. Al poco de salir de su casa, intentaron lanzarle por un despeñadero. Finalmente, le colgaron en una cruz, por nuestros pecados.

¿No diremos: «Yo amo a mi Señor; no quiero separarme de mi Salvador?». Como dice Pablo: «Soy un esclavo». Él se hizo esclavo por mí; voy a servirle con lealtad y amor.

Ven y ponte junto a la puerta, y el dolor que sientas al ser horadada tu oreja será para ti gozo inefable, cuando le digas: «Te amo, Señor; cada fibra de mi ser te ama, cada pensamiento mío quiere ser tuyo». Si has deseado conocer un gozo sublime, di esto en el fondo de tu corazón.

La división y la sangre

El ayo nos ha dado dos figuras. Aquí tenemos otra. Es la historia de la sangre. Y esta tercera figura nos habla de nuestro acceso y nuestra proximidad a Dios, llegando a la comunión más íntima con él.

«Y envió jóvenes de los hijos de Israel, los cuales ofrecieron holocaustos y becerros como sacrificios de paz a Jehová. Y Moisés tomó la mitad de la sangre, y la puso en tazones, y esparció la otra mitad de la sangre sobre el altar. Y tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos. Entonces Moisés tomó la sangre y roció sobre el pueblo, y dijo: He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas. Y subieron Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos de Israel; y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno. Mas no extendió su mano sobre los príncipes de los hijos de Israel; y vieron a Dios, y comieron y bebieron» (Éx. 24:5-11).

¡Qué figura tan hermosa! Era el mismo monte que humeaba el día anterior; pero hoy es una escena de calma, como las mismas puertas de la gloria. Moisés y los ancianos suben a la que había sido una montaña aterrorizante, pero ya no hay relámpagos ni fuego. Al subir, había una mesa extendida, donde comieron y bebieron. Sobre la mesa había pan del cielo, y el Dios de Israel estaba allí. Sus corazones debieron ser conmovidos al estar sentados en el banquete del Cordero.

Todo ello significaba que la maldición había sido quitada, que la sangre había quitado de en medio el pecado, y la sangre rociada sobre ellos era la misma vida de Jesús. Eran hijos de Dios; habían sido redimidos por la sangre de Cristo y podían acercarse con confianza. Y nosotros tenemos esta sangre rociada en nuestros corazones; su misma vida y naturaleza está en nosotros. Podemos subir al monte; podemos comer y beber, y ésta será la misma puerta del cielo.

Lo primero es el altar del sacrificio en que él murió; segundo, el siervo asumiendo tu tarea y, tercero, el bendito Mediador que te lleva a la presencia misma de Dios. La sangre derramada y la sangre rociada es la que te acerca.

La exposición del Nuevo Testamento es ésta: «Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura» (Heb. 10:19-22). Amado, ¿vives aquí? ¿Has llegado tan cerca?

El tabernáculo

De nuevo, este maravilloso ayo cambia la escena y vemos la figura de una vivienda hecha de pieles y tablas, una tienda sencilla. Por fuera, son tablas comunes, con unas pocas pieles como techo; pero por dentro es algo magnífico. Cuelgan en ella cortinas bordadas de ricos colores y forradas de láminas de oro. Todos los enseres en esta construcción, aun los más sencillos, son suntuosos.

Entramos por la primera puerta, y vemos el altar del sacrificio y una fuente llena de agua para lavarse. Llegamos a otra cortina y entramos en el edificio en sí. Allí está el candelero de oro y la mesa de los panes de la proposición, y ante nosotros hay un pequeño altar del cual se levanta el fragante aroma del incienso. Esto es el tabernáculo.

Y si se nos permitiera mirar una vez, cada año, hay otra cortina descorrida. Verías entrar al sumo sacerdote, vestido espléndidamente, y divisarías la pequeña arca conteniendo algunas reliquias preciosas, y sobre ella los querubines, y entre sus alas una luz celestial que era el mismo ojo de Dios. Esta Shekinah se levantaba de la tienda transformada en la columna de nube y de fuego. Esta última figura es el tipo más instructivo de todos los símbolos de la Biblia – el dulce pensamiento del hogar.

El tabernáculo es una casa, y la idea era que Dios iba a ser el hogar de sus hijos; él sería para ellos un hogar en este desierto inhóspito. Estaría preparada para ellos la mesa del Padre, dondequiera que se encontraran. Aun en medio del desierto, Dios iba cada noche a plantar su tienda y era para ellos santuario y reposo, dondequiera que se hallaran.

Moisés vio el tabernáculo como su dulce refugio y como remanso para los cansados; pensó en Dios, cuyas alas estaban extendidas sobre él y cuyo seno era un asilo, y cantó: «Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación» (Sal. 90:1). O, según expresa el texto hebreo, más dulce aún: «Tú has sido nuestro hogar en todas las generaciones».

Y no me extrañaría que Moisés escribiera también el salmo 91, que encaja de modo tan perfecto con el anterior: «El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré» (Sal. 91:1-2). Sí, hay un hogar para ti.

Esta casa tenía tres departamentos. Primero, el patio exterior. Allí había provisión para que el culpable limpiara su alma y sus vestidos. Pero aquel no era un hogar; solo era un patio. ¡Qué lástima que muchos cristianos vivan en el patio! Son miles los que ya no siguen adelante.

Muchos cristianos acuden a Jesús y sus pecados son perdonados de modo que, de alguna forma, van a llegar al cielo. Con todo, ésta no es aún la casa del Padre.

Descorriendo la próxima cortina entramos en el lugar en que moran los siervos escogidos, el tabernáculo propiamente tal. Allí había una lámpara de oro, una mesa con pan y un altar para el incienso de perfume suave. Era ya un hogar. Allí, alimentados con el pan de Dios, ellos eran festejados en el banquete de Su amor.

Algunos conocen esto; saben lo que es entrar con Cristo en esta cámara interior y tener una luz ardiendo en el corazón, que no es revelada al mundo. Para ellos es verdadera comida y verdadera bebida. Están en el lugar secreto del Altísimo, morando bajo la sombra del Omnipotente. Esto es lo que quiso decir Jesús cuando dijo: «Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Juan 15:4).

No seamos necios, quedándonos en el atrio. Imaginen al hijo pródigo insistiendo: «Déjenme estar en la cocina o en el establo; no quiero entrar en la casa». Eso habría sido algo indigno, y tan impropio, que el amor del padre habría quedado desairado. No eres nada en ti mismo; sin embargo, Cristo ha provisto el sacrificio y quiere que recibas el beneficio.

Sería una necedad ir a un almacén donde alguien hubiera depositado mil dólares como regalo para que tú los usaras, y tú dijeras: «No me siento con libertad para gastar todo esto; voy a comprar por valor de dos dólares y setenta y cinco centavos». Así, Cristo ha obtenido tu derecho a entrar en posesión de todos los beneficios de la gracia. No renuncies a tu privilegio.

Finalmente, había una tercera cámara, tan gloriosa, que los hombres de la antigua dispensación no podían entrar en ella, ni siquiera mirarla. Pero, cuando murió Jesús en la cruz, cuando fue rasgado el corazón de Cristo, quedó abierta la entrada al Santuario, y todos ahora podemos ver el Lugar Santísimo. Ahora, el cielo está abierto para nosotros.

Puedes ver que tu lugar está preparado, y saber que puedes entrar donde el Precursor ha ido. Y no solo puedes mirar, sino que puedes vivir bajo su luz y su gloria. ¡Bendito hogar! Nos dice que el creyente no es un mero siervo que trabaja, sino un hijo de la casa. Jesús extiende sus cortinas para ti, y puedes habitar con él hasta el día en que se dirá: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos» (Apoc. 21:3). Vengamos al hogar, al amor de Dios, y quedémonos en él.

Hay un hogar para ti. ¿Te sientes solo y agobiado? Ven a Cristo. Él tiene para ti más que perdón. Tiene amor, hasta que sientas calor en tu corazón y sepas que no solo eres tú quien quiere volver, sino que él lo anhela incluso más que tú. «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre», y que nunca hemos soñado, es lo que será este hogar. Dios sea tu morada y te dé la bendición de aquel que mora en el lugar secreto del Altísimo.

Bendecimos a Dios por este ayo, pero le decimos adiós. El ministerio de Moisés ha caducado. La ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo. Hemos estado mirando las figuras en la pizarra y, mientras lo hacíamos, ha entrado el Maestro. Él está aquí. Ya no estamos en el tabernáculo, sino delante de una Persona: Jesús. En el lugar secreto de nuestro corazón, decimos: «Jesús, tierno y dulce amante, esposo precioso de mi corazón, ven a tu cámara secreta y susúrrame lo que eres para mí».

Condensado de Símbolos Divinos, cap. 15.