Jesús purificó el templo dos veces, y lo hizo con vehemencia. Tal vez fue la mayor muestra de fuerza que hizo nuestro Señor con los hombres. Ellos habían profanado el templo –el atrio específicamente– con los mercaderes. Por tanto, tomando un azote de cuerdas, echó fuera a los que vendían y a los que compraban. Y les dijo: «Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones».

En seguida, dice la Escritura que los ciegos y los cojos vinieron a él en el templo, y los sanó. El templo fue en seguida santificado, pues el Espíritu Santo actuó allí para sanar. El Señor limpió ese lugar.

Ahora bien, ¿qué es para nosotros el templo? ¿Y qué significa este acto tan vehemente del Señor? El templo es nuestro cuerpo (1 Cor. 6:19). Y es en el cuerpo donde está la mayor lucha diaria, donde se desatan las pasiones que suelen profanarlo. Es aquí donde está el mercader, el cambista; donde están los animales pisoteando y ensuciándolo todo.

Ante eso, el Señor usó el azote. Pero no solo él lo hizo. También el apóstol Pablo lo hizo, en el templo de su cuerpo:«…sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado» (1 Cor. 9:27). Sin embargo, este «golpear el cuerpo» no es ascetismo; no es tampoco aniquilación mediante los rudimentos del mundo. Los rudimentos no son confiables, pues se destruyen con el uso, y no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne.

Más bien se trata de mantener el cuerpo bajo control. Si él es satisfecho en todos sus deseos, se convertirá en un amo intratable; en cambio, si él es restringido, aprenderá a ser siervo.

De las tres partes que conforman al hombre –espíritu, alma y cuerpo–, es el cuerpo el que está en contacto más directo con el mundo. El cuerpo está más expuesto, y necesita una atención permanente. El cuerpo puede arrastrarnos a los más viles pecados, o puede ser un templo santificado, útil al Señor.

La consagración comienza por el cuerpo, como muy bien el apóstol Pablo lo enseña: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional» (Rom. 12:1). Pero la consagración no se queda ahí, sino que pasa al corazón. Sin embargo, el cuerpo es el punto de partida.

La purificación del templo nos enseña que, tarde o temprano en la vida del cristiano –y también de tiempo en tiempo–, debe quedar claro quién es el que manda –de ahí el azote de cuerdas–, si el cuerpo o el espíritu. Entonces, debe hacerse una profunda limpieza, para que el cuerpo no pierda la dignidad de su llamamiento, para que sea de verdad una casa de oración y no una cueva de ladrones.

El Señor purificó dos veces el templo en Jerusalén: una al comienzo de su ministerio, y otra en la semana final. Esta es una lección doble que no hemos de olvidar jamás, ni en nuestros comienzos ni en nuestro final.

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