Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir».

– Hebreos 13:14.

«La doctrina cristiana del sufrimiento explica, a mi juicio» –escribe C.S. Lewis– «un hecho extremadamente curioso del mundo en que vivimos: Dios no nos entrega la felicidad y seguridad estables que todos deseamos, por la naturaleza misma del mundo. Sin embargo, ha repartido ampliamente gozos, placeres y alegrías. Nunca estamos por completo a salvo, pero nos divertimos mucho, y en ocasiones alcanzamos el éxtasis».

«No es difícil ver la causa. La seguridad que anhelamos nos enseñaría a colocar nuestros corazones en este mundo y a poner obstáculos a nuestro retorno a Dios: unos pocos momentos de amor dichoso, un paisaje, una sinfonía, un alegre encuentro con los amigos, un baño o un partido de fútbol, no nos llevan a eso. Nuestro Padre nos reanima en el viaje con algunas posadas agradables, pero no nos anima a confundirlas con el hogar».

El hogar, el verdadero hogar nos espera sin sombras ni lágrimas. No más pruebas ni sorpresas terribles. Mientras pasamos ahora por el valle de sombra de muerte, bien podemos vislumbrar, con legítima esperanza, la luz esplendorosa que hay más allá.

El autor agrega: «Las Escrituras ponen frecuentemente en la balanza la dicha del cielo frente a los sufrimientos de la tierra, y ninguna solución al problema del dolor que no haga lo mismo puede ser llamada cristiana».

«En la actualidad somos muy renuentes siquiera a mencionar el cielo. Tememos a las burlas por la «ciudad celestial» y que nos digan que en vez de cumplir con el deber de construir un mundo feliz aquí y ahora, nos estamos «evadiendo» en la fantasía de un mundo feliz en alguna otra parte. Pero o existe una «ciudad celestial», o no existe. Si no la hay, el cristianismo sería falso, pues esta doctrina está entretejida en toda su urdimbre».

«Tememos que el cielo sea un soborno, y que, si lo hacemos nuestra meta, ya no seremos desinteresados. No es así. El cielo no ofrece nada que pueda desear un alma mercenaria. No hay peligro en decir a los puros de corazón que ellos verán a Dios, porque tan solo los puros de corazón lo desean. Hay recompensas que no empañan los motivos. El amor de un hombre por una mujer no es mercenario porque desee desposarla, ni mercenario su amor a la poesía porque quiera leerla, ni su amor al ejercicio es menos desinteresado porque desee correr y saltar y caminar. Por definición, el amor busca gozar de su objeto».

Incontables generaciones de cristianos se han consolado con las bellezas y dichas del cielo, con sus tonos coloridos, y sobre todo con el Morador principal de aquella cima inefable, en medio de la miseria y el dolor más espantoso. Las pruebas y los dolores se han dulcificado con los cálidos aromas celestiales. ¿Habrá sido ilusoria su esperanza? ¿Habrá dejado Dios burlados sus anhelos? ¿Habrá Dios defraudado a sus pequeñitos sufrientes?

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