Pero he aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón».

– Oseas 2:14.

El mensaje de Dios siempre va dirigido al corazón, pues el corazón es el centro de la vida espiritual del hombre. José habló al corazón de sus hermanos y los consoló cuando ellos se afligieron, temiendo la represalia (Gén. 50:21). Pablo hablaba al corazón de sus oyentes; por eso, ellos eran conmovidos y atraídos por su palabra (Hech. 16:14). El Señor mismo, en su ternura por su pueblo rebelde, decide llevarlo al desierto, y hablarle allí al corazón (Os. 2:14).

Sin embargo, los que hablan de parte de Dios no siempre dirigen su mensaje al corazón; no siempre reconocen que el mayor problema del hombre está en su corazón, no en su mente. El abismo más grande que el profeta de Dios ha de llenar es el corazón del hombre.

Abundan mucho los predicadores que hablan un mensaje para la mente; un mensaje que bien puede despertar admiración por las dotes exhibidas o por la erudición mostrada, pero que no satisface el hambre espiritual. Aquellos son predicadores secos, sin el Espíritu, que no han saciado su propia sed, ni tampoco pueden saciar la de otros.

Cuántos púlpitos son ocupados por predicadores que se han llenado la cabeza de información bíblica, y que lo único que esperan es poder traspasarla a la mente de sus oyentes. Lo que sale de una mente ensimismada y fortalecida solo puede ocupar un lugar en la mente de los demás. Entonces, los que tienen la desgracia de escuchar no oirán a Dios, ni recibirán consuelo por la Palabra, sino que seguirán siendo como el ciervo que brama –insatisfecho– por las corrientes de las aguas.

¡Cuántos predicadores hay que buscan el tema de su mensaje en un ‘manual del predicador’! Tales cosas difícilmente pueden traer vida a los oyentes, porque la Palabra de Dios surge en el corazón de Dios. ¿Qué hará el que espera hablar de parte de Dios? Simplemente, oír lo que hay en el corazón de Dios, para luego canalizarlo hacia el corazón del hombre.

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