Son varias las cosas que los acusadores del Señor esgrimieron contra él ante Pilato. Una de ellas es que pervertía a la nación, otra es que prohibía dar tributo a César; una tercera era que se atribuía el título de rey. Una cuarta era que alborotaba al pueblo, y una quinta, que lo perturbaba.

Todas estas cosas son un ramillete que el mundo le ofreció al Señor. Si hoy estuviera entre nosotros, sin duda, se las volvería a ofrecer. ¿Cómo sabemos? Porque lo hace así con sus verdaderos seguidores. “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Juan 15:20).

De ninguna de ellas, sin embargo, se defendió, aunque tenía argumentos de sobra. “Enmudeció, y no abrió su boca” (Is. 53:7 b). Las mentiras en su contra se cruzaban de uno a otro lado; los falsos testimonios volaban como flechas para clavarse en su corazón. Pero él no abrió su boca.

A través de la historia muchas veces ha ocurrido así también a muchos cristianos. Sin embargo, ellos no siempre le han imitado. No siempre han cerrado su boca. Antes bien, la abrieron para dejar salir por ella un río de improperios, una andanada de amenazas. Ellos eran cristianos que tenían que ver muy poco con Cristo.

Conocían su nombre, pero no la belleza de su persona. Hablaban de su doctrina, pero sin el espíritu de ella. Algunos de ellos fueron muy prominentes, y ocupan un lugar destacado en la historia. Pero no callaron su boca. No siguieron a su Maestro en su muerte.

Seguir a Cristo significa seguirle en su vida y en su muerte. Significa andar como él anduvo y dejarse juzgar injustamente sin defenderse. Seguir a Cristo es mucho más que decir: “Yo sigo a Cristo”. Todos los seguidores de Cristo pasan, tarde o temprano, por “la prueba de la blancura”, que es la participación de sus padecimientos.

¿Ha estado usted dispuesto en el pasado a sufrirlo sin abrir la boca? ¿Está dispuesto a sufrirlo en el futuro?

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