Entonces Jesús les dijo: Mi tiempo aún no ha llegado, mas vuestro tiempo siempre está presto».

– Juan 7:6.

A menudo encontramos en las Escrituras que Dios es un Dios de plazos y de tiempos muy definidos. Conforme a su plan eterno y a su conocimiento absoluto de todas las circunstancias, él va desarrollando los acontecimientos con toda precisión, en el tiempo y en el espacio adecuados.

Al leer Génesis 1 ya nos impresiona el orden de Dios en la creación y los plazos para cada cosa. Luego, al contemplar el devenir de los acontecimientos, cómo ocurrieron en el tiempo hasta concluir con el advenimiento del Señor Jesús y su gloriosa obra en la cruz, percibimos una mente y una voluntad superior, que es la que a nosotros también nos regula, y cuyos designios hacemos bien en atender.

El Señor mismo, en sus aproximadamente 33 años de vida terrenal, dio muestras de sujeción a los tiempos y a las sazones de Dios. Él no anticipó ni demoró el tiempo de la cruz, sino caminó hacia ella. Rehusó todo aquello que podía anticiparla, como también aquello que podía demorarla. Él decía: «Mi tiempo aún no ha llegado». Cuando afirmó su rostro para subir a Jerusalén, lo hizo porque había llegado ya la hora. Los hombres podían planificar su vida y moverse de acuerdo a su propia voluntad, pero él no.

Desde el día que decidimos consagrarnos al Señor, todo el control de nuestros tiempos y sazones ha de tenerlo él. Nada sabemos nosotros qué es lo que más conviene a su gloria. Solo él puede movernos o detenernos. Los plazos nuestros pudieran no convenir al Señor, aunque nos parezcan a nosotros los más apropiados. Sus pensamientos y sus caminos son más elevados que los nuestros.

Solo él es el Señor. Nosotros somos solo sus siervos.

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