Testimonios de fe de mujeres piadosas.

La madre de Charles Inwood

En un pequeño poblado no muy lejos de Bedford, Inglaterra, vivía un pequeño propietario de tierras, de apellido Inwood, con su familia de ocho hijos. El primogénito era Charles, quien antes de nacer fue dedicado con mucha oración al servicio del Señor. Ciertamente esto fue debido a las fieles oraciones de su piadosa madre, pues cuatro de sus cinco hijos se dedicaron al santo llamado del ministerio.

Sin duda hubo muchos días en que esa madre atareada podría haber reclamado de tedio, cuando se entregaba fielmente a las necesidades crecientes de su familia. Pero ella guardaba hermosos recuerdos de su abuela, que aunque era la única mujer con estudios en el poblado, era notable por su devoción y por su vida rica en oración.

Los recuerdos que Charles tenía de su madre intercesora fueron expresadas de esta manera: “Mi madre era notable especialmente por la intensidad y compasión por todas las formas de sufrimiento y completa pasión por ayudar a todos en su dolor, tremenda fuerza de voluntad y una confianza intensa en el poder de la oración. ¡Pueda su capa caer sobre mí!”.

Podemos juzgar si aquella capa envolvió o no a su hijo por sus extensos viajes por todas partes, cuando él predicaba en muchos países del mundo y fue uno de los expositores de Keswick, en aquellas reuniones en grandes tiendas. En su biografía, leemos sobre aquel hábito de oración: “Yo tuve momentos de maravilloso poder temprano por la mañana a través de la oración …” Duró desde las cuatro de la madrugada hasta la hora del café de la mañana. Tan grande fue la presencia de la gloria del Señor que yo tuve que arrodillarme y con lágrimas de alegría adorar y glorificar a Dios. Meditación y oración son para mí una necesidad toda vez que me levanto para hablar”.

¿Percibe usted la enseñanza de su bondadosa madre en el tramado del ser de este hombre? Y de esta manera, aquella madre participaba en el ministerio público de su hijo.

“À Maturidade”

Una pregunta sin respuesta

Hace algunos años un conferencista ateo recorría las campiñas y sembraba la duda entre los pobladores. Él trataba de probar que es poco razonable creer en Dios y considerar que la Biblia es la Palabra de Dios.

Una noche, creyéndose dueño de la situación ante cierto número de personas, lanzó un desafío al Dios Todopoderoso, exclamando:

–¡Si hay un Dios, que se revele a sí mismo y me quite la vida en este instante!

Como no sucedía nada, se dirigió a sus oyentes y añadió:

–¿Lo ven? ¡No hay Dios!

Entonces, una diminuta campesina que llevaba atado un pañuelo en la cabeza, se levantó y dirigiéndose directamente al orador, le dijo:

–Señor, yo no sé replicar sus argumentos; su saber es muchísimo mayor que el mío. Usted es un hombre instruido, mientras que yo soy sólo una simple campesina. Como usted tiene una inteligencia muy grande, le ruego que responda a lo que le preguntaré. Yo creo en Cristo desde hace muchos años. Me regocijo en la salvación que él me dio, y hallo gran gozo en la lectura de la Biblia. Si cuando llegue la hora de mi muerte, me entero de que no hay Dios, que Cristo no es el Hijo de Dios, que la Biblia no es la verdad y que no existe la salvación ni el cielo; dígame, ¿qué habré perdido al creer en Cristo durante mi vida?

La concurrencia esperaba ansiosamente la respuesta. El incrédulo pensó durante varios minutos y finalmente respondió:

–Pues, señora, usted no habrá perdido absolutamente nada.

–Caballero –continuó la campesina –, usted ha sido muy amable al responder mi pregunta. Pero permítame formular otra. Cuando llegue la hora de su muerte, si usted descubre que la Biblia dice la verdad; que hay un Dios; que Jesús es el Hijo de Dios; que existe el cielo y también el infierno; dígame, señor, ¿qué habrá perdido usted?

Inmediatamente la concurrencia, de un salto, se puso en pie y aclamó a la campesina. El conferencista no halló respuesta.

“Carta a mis amiguitos” (Julio-agosto 2003)

La gloria brillaba en su rostro

El evangelista Billy Sunday cuenta la historia de un siervo de Dios que estaba yendo de casa en casa haciendo visitas. Cuando él tocó el timbre de un cierto hogar, una niña vino para abrir la puerta. Él le preguntó por su madre, a lo que ella respondió: “¿El señor está enfermo?”. Él le dijo que no, entonces ella preguntó: “¿El señor está herido?”, y nuevamente él le dijo: “No”. Ella preguntó, entonces, si él sabía de alguien que estuviese enfermo o herido. Cuando él respondió que no, aquella niña le dijo: “Entonces usted no puede hablar con mi madre ahora, pues ella ora desde las nueve a las diez.” Eran en ese momento las 9 y veinte minutos, pero incluso así, aquel hombre de Dios se sentó y esperó cuarenta minutos para estar con aquella señora.

¡A las diez ella salió del cuarto con una luz de gloria brillando en su rostro! Él comprendió, finalmente, por qué aquel hogar era tan resplandeciente y, todavía más que eso, la razón de por qué sus dos hijos eran ministros de la Palabra y su hija una misionera.

“Ni el mismo infierno puede separar un hijo o una hija de una madre como aquella”, comentó Billy Sunday.

“À Maturidade”

La abuela de Adelia Fiske

Adelia Fiske fue una misionera que viajó a Persia a trabajar con las jóvenes de aquella nación. Ella reconocía el papel fundamental que tuvo su abuela, no solamente en su vida, sino también en la vida de muchos de sus parientes. Ella escribió lo siguiente sobre su abuela: “Sus últimos días fueron días de oración casi continua”. La carga de su oración entonces era, como anteriormente había sido, que su descendencia pudiese ser una estirpe piadosa aun hasta la última generación.

Escribiendo a una prima, Adelia dice: “¿Usted oyó a su padre contar cómo ella acostumbraba orar por sus descendientes hasta el fin de sus días?”.

Posteriormente, alguien hizo un registro de la familia y descubrió que en 1837, trescientos descendientes directos de esa piadosa mujer eran cristianos verdaderos. En otra carta, la Srta. Fiske dice: “Continuamente recuerdo que debo estar recibiendo bendiciones en respuestas a sus oraciones, pues sé que ella oró por los hijos de sus hijos, por un tiempo que aún habría de venir”.

Con tal escenario de oración no es de admirar que la influencia de Adelia Fiske penetrase profundamente en sus alumnas. Las madres de aquellas muchachas trabajaban como esclavas en los campos todo el día y tenían poco tiempo para sus hogares, los cuales eran sucios y desordenados. Las niñas se entregaban a la mentira y al robo, y esas adolescentes llegarían a ser madres en el futuro. Adelia sacrificó su libertad personal y su privacidad al permitir que las primeras seis estudiantes fuesen a vivir con ella.

Dios no dejó su obrera sin su poderosa asistencia. El Espíritu Santo fue derramado sobre la escuela y aquellas jovencitas buscaron refugio donde pudiesen orar durante la noche hasta que la salvación las permease y así purificasen sus vidas y apariencias. El rayo de influencia alcanzó a quince mujeres más que también vinieron para orar durante la noche por aquel cambio en el corazón, prometido a través del Calvario. ¿Quién, sino Dios, podía poner en aquellas almas en tinieblas el deseo de orar tan fervorosamente hasta que la libertad del pecado viniese? ¡Las oraciones de los ancestros de Adelia no sólo fueron eficaces para sus propias familias, sino también para aquellas a quienes ella ministraría!

“À Maturidade”