Parecía que lo que yo había hecho no tenía perdón.

Maggie Troyer, relatado a Kayleen Reusser

Yo estaba sentada en la celda de la prisión, esperando el juicio por asesinato. A los 19 años de edad, parecía que mi vida había terminado – y yo casi quería que así fuese. Los últimos cuatro años habían sido una pesadilla interminable de violencia doméstica, drogas y prostitución forzada. Lo único que me sostenía era Charlie, mi hijo de dos años. Yo sabía que no había sido una buena madre para él, pero ahora, el pensamiento de que nunca volvería a verlo de nuevo me llenaba de profunda desesperación.

Sentada allí, me preguntaba cómo todo había escapado así de control.

Una vida cuesta abajo

Yo me había criado en un hogar amoroso con dos buenos padres. Cuando tenía once años, mi papá murió de un ataque cardíaco, y todo empezó a caerse a pedazos en mi vida. Nuestra familia no iba a la iglesia, así que no tuvimos ninguna paz espiritual tras la muerte de papá. Yo necesitaba algo –cualquier cosa– para calmar mi dolor.

Las drogas y alcohol nublaron temporalmente la realidad que yo quería eludir. A los doce años, yo estaba abusando de ambos y llegué a ser sexualmente activa. Pero nada de lo que probé me ofrecía el consuelo real que anhelaba. Pensaba en Dios ocasionalmente, aunque no estaba segura de que él existía. Principalmente, yo estaba enfadada de que él se hubiera llevado a mi papá.

A los quince años, yo había abandonado la escuela y quise casarme con un hombre mucho mayor. Al ser menor de edad, mi mamá tenía que firmar su autorización para casarme. Ella lo hizo, pero con un corazón apesadumbrado.

Un año después, nació Charlie. Pero aunque yo amaba a mi hijo, no tenía la madurez o la capacidad para ser una buena madre. Fumé y bebí alcohol mientras estuve embarazada. Después de que Charlie nació, empecé otra vez a usar drogas más duras.

La unión terminó un año después. Sin educación o habilidades de trabajo, tuve que depender del sistema de seguridad social para sustentar a mi hijo.

Un narcotraficante, conocido en la calle como Spike, nos ofreció un lugar para vivir. Aunque apenas lo conocía, en mi desesperación, yo acepté. Pronto descubrí que había cometido un grave error. A menudo él me golpeaba, y una vez me rompió la mandíbula; otra vez me estranguló hasta que perdí el conocimiento.

Pero estas lesiones físicas no eran nada comparadas al sufrimiento que tuve cuando él me obligó a prostituirme. Yo lo odié, y escapé dos veces con mi hijo. Pero Spike siempre nos encontró y nos trajo de vuelta, castigándome por haber intentado huir.

Una noche, él trajo a casa a una mujer. Ambos eran adictos. Las poderosas drogas que habían usado ya habían causado que la mujer se desmayara. Spike era peligroso cuando se drogaba, y yo estaba aterrada, pues él podría intentar lastimar a mi hijo. Le pedí que nos permitiera salir a Charlie y a mí, pero se negó. En cambio, cargó su arma con cuatro balas y la puso a la cabecera del lecho. «Mañana todos nosotros vamos a morir», me dijo. Entonces cayó sobre la cama, dormido.

Miré fijamente a Spike y pensé en mi niño pequeño que dormía en el cuarto contiguo. ‘Él va a asesinar a mi hijo’, pensé. Yo tenía que proteger a Charlie. ¿Pero cómo?

Entré en la alcoba donde Spike estaba dormido y cogí el arma. Yo no quería hacerlo, pero parecía ser la única forma de detenerlo. Yo la tomé, apunté a Spike, y apreté el gatillo. Entonces telefoneé a la policía. «Le he disparado a alguien», dije al oficial.

Gracias a Dios, mi hijo durmió durante todo ese tiempo. Llamé a una amiga, y ella vino por Charlie. Ella envolvió su cabecita contra su pecho para que él no viese a la policía llevándome esposada.

Fui acusada de homicidio premeditado. Yo calculaba que iba a pasar el resto de mi vida en prisión, cuando sucedió algo totalmente inesperado: El fiscal me dijo que si yo apelaba como culpable de homicidio involuntario, él recomendaría una sentencia de tres años de libertad condicional. Acepté la oferta y quedé en libertad. Alguien me dijo después que la oferta fue hecha porque Spike era un narcotraficante conocido.

Charlie y yo nos reunimos felizmente después de un mes de separación. Pero regresábamos a la misma horrible situación, dependiendo del sistema de bienestar social para nuestra supervivencia. Ahora que yo tenía un prontuario delictivo, parecía que no podría optar ni aun al trabajo más humilde.

Mis emociones tocaron fondo. Mi hijo estaba creciendo sin un padre, yo no tenía ninguna posibilidad de trabajo, y todavía acudía regularmente al alcohol y las drogas. Me preguntaba si habría alguna salida.

Una noche, un amigo me presentó a Richard, un conductor de camión que pasaba por el pueblo. Permanecí en contacto con él una vez que se hubo ido. Unos meses más tarde, nos pidió a Charlie y a mí que viniéramos a vivir con él unos meses. Richard y yo nos casamos aproximadamente un año después.

Ambos estábamos usando drogas, que no ayudaron a nuestra unión ya complicada. Pero Richard nunca me amenazó o me pegó. A mi manera torcida de pensar, ésta era una debilidad en un hombre, y se lo dije. Después de un año de intentar superar nuestros problemas, Richard llegó al extremo de su paciencia y me abandonó.

La intervención de Dios

Yo le rogué que regresara. Finalmente, él estuvo de acuerdo, con la condición de que asistiríamos a la iglesia como una familia. Richard se había criado en un hogar piadoso pero se había alejado de su fe. Él esperaba que ahora pudiéramos volvernos juntos.

La idea de ir a la iglesia me aterraba. ‘Aquellas personas nunca me permitirían entrar si ellos conocieran mi pasado’, me dije. Pero mi amor a Richard era mayor que mi miedo, así que acepté.

Ese primer domingo empezó mejor de lo que yo había esperado. La congregación de la iglesia parecía cálida y amistosa. Pero yo todavía tenía miedo de cualquier interacción que pudiera hacerse demasiado personal. Convencí a Richard de que nos sentáramos en la última fila, así que podríamos escurrirnos fuera rápidamente.

Ni siquiera recuerdo cuál fue el sermón de ese día, pero nunca olvidaré la forma en que las palabras del pastor golpearon mi corazón. Repentinamente, todo el dolor que yo había llevado durante años, emergió. La pena de la muerte de papá. La vergüenza de ser una prostituta. Mi fracaso como madre. La culpa de toda mi vida.

Ciertamente entonces sentí como si Dios estuviera hablándome. «Yo te amo, Maggie». «¡Pero yo vendí mi cuerpo!». Lloré silenciosamente ante él. «Yo te amo, Maggie». «Pero yo no he sido una buena madre». «Maggie, yo te amo». «¡Pero yo maté a un hombre!». «Yo te amo».

Permanecí el resto del servicio tratando de entender lo que estaba pasando. ¿Estaba Dios realmente hablándome a mí? ¿Cómo podría amar él a alguien como yo?

Algo había afectado a Richard ese día, también. Después que volvimos casa, él fue arriba y calladamente consagró de nuevo su vida a Cristo.

Durante la próxima semana, yo no podía dejar de pensar en mi relación con Dios. Yo no entendía por qué Jesús moriría por mí, pero si él me quería, yo estaba dispuesta. La semana siguiente, cuando se invitó a aceptar a Jesús como Salvador, yo levanté mi mano. Con la ayuda de un consejero cristiano y mi marido, oré: «Señor, perdóname por el lío que he hecho de mi vida. Por favor, toma mi vida. Gracias por amarme tal como soy».

Los próximos meses fueron el principio de un tiempo emocionante en mi vida. Richard y yo recibimos orientación matrimonial. Yo empecé a leer la Biblia, a veces durante el día entero. Ambos dejamos nuestra afición a la droga y el alcohol. Con mucha oración, tiempo y esfuerzo, nuestro matrimonio fue fortalecido.

Entonces sentimos que Dios nos llamaba al ministerio. Nos trasladamos a Fort Wayne, Indiana, donde nos matriculamos en el Instituto Bíblico (ahora Universidad Taylor). En 1992, nos graduamos, Richard con título en educación cristiana, y yo, a los 36 años, en educación de niños. La Iglesia Misionera en Woodburn, Indiana, contrató a Richard como pastor asociado, donde servimos durante muchos años.

También tengo ministerio de la palabra. Desde 1998, he viajado a través de los Estados Unidos y Europa, contando la historia de mi vida a millares de personas. Quiero que todos sepan que nadie puede estar demasiado lejos de la gracia de Dios.

Mi último desafío ha sido tratar con tumores en mi pulmón y en mi cerebro. He experimentado tratamientos de quimioterapia y cirugía. Yo oro por mi cura física, pero sé que Dios respondió mi oración por salud hace mucho tiempo, cuando él sanó mi corazón. Eso será siempre lo más importante.

Mi vida ha cambiado drásticamente desde ese día en que me sentaba en una celda de prisión. Ya no me pregunto si vale la pena vivir esta vida. Ahora veo cada día como un regalo de Dios. Tengo un futuro y espero en él. Eso es todo para mí.

Copyright © 2004 Christianity Today International/Today’s Christian Woman magazine.