Cómo Dios cumplirá su propósito de llevar muchos hijos a la gloria.

El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo”.

– Apocalipsis 21:7.

Estas palabras, que encontramos casi al final del libro de Apocalipsis, resumen el propósito que tiene el Señor en este libro, y no sólo en este libro, sino también en el designio de su voluntad. Esto es lo que Dios se ha propuesto hacer.

Esta sentencia resume el propósito del Señor con respecto a la iglesia. Claro que no es tan evidente como nosotros quisiéramos; pero, si lo miramos con atención y tratamos de descubrir su significado, vemos que, efectivamente, en este versículo, el Señor nos está diciendo algo esencial, que resume su voluntad.

Un llamado a vencer

«El que venciere heredará todas las cosas…». El Señor nos está diciendo que hay una condición para heredar todas las cosas – que seamos vencedores. Si somos vencedores, heredaremos todas las cosas, él será nuestro Dios, y nosotros seremos sus hijos.

También observamos que está en singular. Aunque podemos hablar en plural, y es evidente que la promesa se refiere a nosotros como iglesia, por alguna razón fundamental, el Espíritu ha querido que quede registrada en términos singulares, dirigida a cada uno de nosotros como hijos de Dios considerados individualmente.

La respuesta a este llamado toca a nuestra responsabilidad particular. No la podemos delegar en otros; no podemos decir: ‘Señor, porque los otros no vencieron, yo no vencí’. O: ‘Señor, la condición de tu pueblo era tan baja, y yo también estaba dentro de esa condición’. Pero el Señor nos está diciendo, a cada uno en particular: «El que venciere…».

Hay aquí, entonces, la intención del Espíritu de decirnos, como también lo vemos en las cartas a las iglesias al principio: ‘No importa cuál sea la condición que te rodea; tú estás llamado a vencer. Eres tú, en particular, quien está llamado a vencer’.

Además, es interesante observar lo siguiente: Dice: «…y yo seré su Dios, y él será mi hijo». Observe el tiempo futuro de los verbos. En la primera parte, cuando dice: «…heredará todas las cosas», es más claro, porque es evidente que el heredar todas las cosas es un acontecimiento futuro. Pero lo que no es tan evidente es lo que sigue: «…y yo seré su Dios».

Nosotros podemos decir con certeza que el Señor es hoy nuestro Dios. En tiempo presente, él es nuestro Dios. Y también en tiempo presente, podemos agregar que somos sus hijos. Y, sin embargo, la promesa está en tiempo futuro: «…yo seré su Dios, y él será mi hijo». Debe significar algo más de lo que entendemos habitualmente. Hay algo aquí que está en tiempo futuro, y que nos habla de un propósito que va más allá de nuestra experiencia presente.

Vamos a tratar, entonces, con el socorro del Espíritu del Señor, de entender esta promesa, porque ella está dada a la iglesia, para un tiempo de decadencia y de ruina espiritual. Precisamente, el libro está íntimamente ligado, en significado, con las promesas que aparecen al final del libro de Isaías.

La última parte del libro de Isaías está escrita para una nación que ha sido derrotada, que ha caído en la ruina espiritual, y necesita recuperar su posición en los pensamientos de Dios para ella; una nación a la cual Dios no ha abandonado; porque, aunque nosotros nos olvidemos de sus propósitos, él jamás se olvida de sus planes para con nosotros.

Recuerden lo que está escrito: «Yo nunca me olvidaré de ti. He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida, delante de mí están siempre tus muros» (Isaías 49:15-16). Aunque nosotros seamos tardos para escuchar su voz, aunque nosotros seamos obstinados para hacer su voluntad, aun así, él siempre insiste, y una y otra vez viene su llamado: «Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz».

Y esas mismas palabras se repiten en el libro de Apocalipsis: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». Aunque la ruina sea grande, aunque parezca que todo ha muerto (como en Sardis), o aunque parezca que todo se ha vuelto mundano (como en Laodicea), al final, siempre hay una promesa: «El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias».

Hermanos amados, no hay condición espiritual de ruina y de muerte en que la iglesia pueda caer, de la cual el Señor no la pueda levantar. Siempre es posible que seamos levantados, porque él es poderoso. ¡Bendito sea su nombre para siempre!

Y aquí tenemos, entonces, esta situación parecida, pero ahora en los tiempos del Nuevo Testamento, y no muy diferente de lo que acontece con la cristiandad en nuestros días. También vemos que los males que se describen en el libro de Apocalipsis, y que se describen con respecto a la nación de Israel en el tiempo pasado, están hoy a nuestro alrededor.

Sin embargo, las palabras del Señor permanecen vigentes – el llamado a que seamos vencedores. Esa es la respuesta del Señor a esta situación.

En una situación de derrota, ¿cuál es la respuesta del Señor? Un llamado a la victoria. Pero ese llamado está dirigido a cada uno; porque no todos escuchan la voz del Espíritu, no toda la iglesia va a responder a ese llamado del Señor; pero, con aquellos que respondan, él va a realizar su voluntad. La promesa está asociada, entonces, a aquellos que responden a la voz del Señor.

El significado de «adopción»

Esa es la promesa del libro de Apocalipsis: «Yo seré su Dios, y él será mi hijo». Para entender por qué está en tiempo futuro, podemos observar que la palabra hijo, que usa aquí la Escritura, en griego, es huiós. En el griego del Nuevo Testamento, hay dos palabras diferentes que se traducen como hijo. La primera, la más común, es teknós. Por ejemplo, en Juan 1:12: «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios», la palabra hijos, en griego, es teknós.

Y, sin embargo, cada vez que la Escritura habla del Señor Jesucristo, como Hijo de Dios, la palabra griega allí es huiós. Es importante entender la diferencia, pues nuestro idioma no tiene equivalentes que puedan traducir con exactitud el significado de las palabras en griego. Y ese es el significado que invoca el Espíritu Santo al usar estas palabras.

Entonces, tenemos dos palabras griegas que tienen un significado distinto, y que se aplican de manera diferente, según el caso. Cuando se habla de nosotros, excepto en algunos casos como el que vemos aquí en Apocalipsis, se usa la palabra teknós, que podría ser traducida, más o menos, como un niño pequeño, un niño que está bajo la autoridad de sus padres, siendo formado para la vida adulta.

Y un hijo huiós, la segunda palabra, es un hijo que ha llegado a la edad adulta, no sólo en términos biológicos, sino sobre todo en términos mentales, morales y espirituales; un niño que se ha convertido en adulto, porque ha aprendido el significado, la responsabilidad y las habilidades necesarias para la vida adulta.

Entonces, observe bien: Jesucristo el Señor es siempre llamado Huiós de Dios, Hijo de Dios, en el sentido de un hijo maduro, adulto, perfecto, completo, que tiene todas las responsabilidades, habilidades, conocimientos y capacidades para la vida adulta; mientras que nosotros somos nombrados normalmente como niños siendo preparados para la vida adulta, pero que aún no somos adultos.

Y ahora, conociendo esa diferencia, podemos entender mejor el versículo de Apocalipsis. «Yo seré su Dios…». La palabra Dios, en el Nuevo Testamento, cuando se usa Dios con el significado de Padre, va siempre precedida de un artículo que no se puede traducir al español, porque no tiene sentido. Si se tradujera literalmente debería decir: «Yo seré el Dios de ellos», y se refiere siempre al Padre.

Por ejemplo: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). En el español no queda clara la distinción; pero en el griego está muy claro, porque cuando dice: «…y el Verbo era con Dios», ahí Dios lleva artículo y, por lo tanto, se refiere al Padre. Y cuando dice: «…y el Verbo era Dios», no lleva artículo, y por tanto se refiere a que el Hijo, el Verbo, es Dios. Porque Juan no quiere decir que el Padre y el Hijo son idénticos; él está claramente diciendo que, siendo Dios, no es la misma persona que el Padre.

En otras palabras: «Yo seré su Padre, y él será mi hijo maduro». El que venciere será ese hijo. Vamos a ver qué quiere decir esto, entonces, en el pensamiento del Nuevo Testamento.

«…en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad…» (Ef. 1:5). Cuando traducimos al español: «…adoptados hijos suyos», no quiere decir lo mismo que entendemos hoy por adopción. Para nosotros, significa que un matrimonio que no puede tener hijos, y quiere tener uno, toma un niño pequeño y hace unos trámites legales, por los cuales éste –no habiendo sido engendrado por ellos– se convierte en parte legal de la familia.

Pero, en el Nuevo Testamento, la adopción no se refiere –aunque, por supuesto, es verdad– al momento en que nosotros fuimos nacidos del Espíritu, regenerados y nacidos de Dios. Se refiere al momento en que lleguemos a ser hijos maduros, se refiere al propósito eterno de Dios con nosotros.

Para llegar a ser hijos maduros, primero tenemos que nacer de Dios y convertirnos en teknós de Dios, y a través de un proceso de formación, bajo su mano amorosa, bajo la disciplina de su Espíritu, finalmente, llegar a ser hijos maduros.

Esa es la meta de Dios; pero todavía no hemos llegado hasta allí, todavía vamos en ese camino. Por eso, Apocalipsis nos dice:«El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo». Se trata, entonces, de este proceso. Y lo que el apóstol Pablo tiene en mente, cuando dice que nos predestinó «para ser adoptados hijos suyos», no es sólo el acto en que Dios nos engendra como sus niños. Lo incluye, por supuesto, porque ese es el punto de partida; pero él está pensando en la meta final.

La palabra griega que aquí se traduce como ‘adoptados’ es huiothesía. Se puede traducir literalmente ‘poner en el lugar de hijo’. La palabra huiothesía se refería, en el tiempo antiguo, a una ceremonia que se efectuaba cuando un niño alcanzaba la mayoría de edad – los judíos a los doce años; los griegos y los romanos, a los quince años.

En esa ceremonia, el padre de familia hacía una gran fiesta, e invitaba a todos sus parientes y amigos, a todos sus esclavos, sus siervos y sus siervas. Y en medio de esa fiesta, él traía a su hijo, lo presentaba, y delante de todos decía: ‘Este es mi hijo; lo reconozco como mi huiós. De ahora en adelante, él es dueño de todo lo que yo tengo; de ahora en adelante, él me representa en todos los derechos y deberes. Este es mi hijo’. Esa era la huiothesía.

Hermanos amados, para eso fuimos nosotros predestinados. Para un día reunir a todos sus seres creados, a todos sus ángeles, a todas las criaturas del universo, y decir: «¡Aquí están mis hijos! Todo lo mío, es de ellos, y todo lo que yo he creado es de ellos ahora. Y ellos reinarán conmigo por los siglos de los siglos». ¡Gloria al Señor!

Apocalipsis 3:5: «El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre…». ¿Recuerdan? El padre llama a sus siervos, y les dice: ‘Este es mi hijo’. ¿Y qué hará el Señor con nosotros? «…confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles».

Apocalipsis 2:26: «Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones, y las regirá con vara de hierro, y serán quebradas como vasos de alfarero; como yo también la he recibido de mi Padre».

Apocalipsis 3:21: «Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono».

«Al que venciere…». ¿Quiénes son los que vencen? Los que llegan a la estatura de hijos maduros, a quienes él da en herencia todas las cosas. Ellos reciben autoridad sobre las naciones; ellos reciben vestiduras blancas, y su nombre es confesado delante de los ángeles, para que éstos, así como obedecen a Cristo, obedezcan también a los que están con Cristo.

Ese es el propósito de Dios; de eso nos habla el libro. Cuando nosotros estamos en un tiempo de ruina, de adversidad, de dificultad, cómo nos alientan estas palabras, cómo nos alienta saber el propósito que Dios tiene con nosotros. No importa lo que ocurra, no importa lo que pase en este mundo, un día, si somos fieles, si vencemos, nos sentaremos con él en Su trono. ¡Bendito sea su nombre!

Él nos está preparando para ese día. El Padre viene trabajando en nosotros para prepararnos, para un día darnos en herencia todas las cosas. Este es el llamado del libro de Apocalipsis, a vencer, y a que se cumpla en nosotros el propósito eterno de Dios.

«Yo le daré…», dice el Señor Jesús, «porque yo ya lo he obtenido». Él es el primero de los vencedores, el primero que ha entrado en posesión de su herencia, para que en él y con él nosotros también podamos entrar en posesión de la herencia. Por eso está escrito: «somos … herederos de Dios y coherederos con Cristo». Porque él heredó todas las cosas, ahora también nosotros podemos heredar con él todas las cosas.

El Hijo de Dios hereda todas las cosas

El capítulo 5 de Apocalipsis nos muestra un poco más ese momento en que el mismo Señor Jesús heredó todas las cosas. Él, ya lo sabemos, es Dios y es Hijo de Dios desde la eternidad. En cuanto a su Divinidad, él no necesitaba ser reconocido como Hijo, porque él eternamente ha sido Hijo de Dios.

Pero el Verbo fue hecho carne, fue hecho como uno de nosotros; y entonces, en su humanidad perfecta, él debió recorrer el camino que nosotros estamos llamados a recorrer, por nosotros y a favor de nosotros. El camino que él recorre hacia la gloria, lo recorre no por su causa, sino por causa de nosotros, y entonces él viene a este mundo, y vive la vida que todos nosotros estamos llamados a vivir.

Y así también, entonces, se convierte en un niño pequeño, y se pone bajo la autoridad de sus padres, y bajo la autoridad de su Padre celestial. Y crece, y aprende. «Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres» (Lucas 2:52). Así creció el Señor Jesús, y aprendió todo lo que tenía que aprender, siendo un hombre. Aprendió a obedecer a su Padre, y a guardar las obras de su Padre, a oír la voz de su Padre, y fue aprendiendo a caminar con su Padre por el Espíritu, y aprendiendo a ser un Hijo de Dios, hasta que un día llegó a ser un Hijo maduro, adulto – Estoy hablando como hombre, en su humanidad.

Y así, un día, usted recuerda, cuando Juan el Bautista estaba junto al río Jordán, y vino el Señor Jesús hacia él, y Juan lo bautizó, en el momento en que él subía del agua, el Espíritu del Señor descendió como una paloma sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo amado». En ese momento, el Padre, por primera vez, lo reconoció como su Hijo. Recibió la adopción del Padre – No que él antes no fuera Hijo de Dios, sino adopción en el sentido en que se usa la palabra en el Nuevo Testamento.

Es el momento en que el Padre reconoce a su Hijo y delega en él su poder y su autoridad. Usted recuerda que el Señor creció en silencio, en lo secreto durante treinta años. Nadie sabía quién era él. Él no habló palabra alguna, no enseñó nada. Pero llegó el día. Él tenía más o menos treinta años, cuando fue reconocido como Hijo, y comenzó su ministerio. Desde ese día en adelante, él tuvo autoridad para decir: «Yo y el Padre, uno somos … El que me ha visto a mí, ha visto al Padre».

Pero todavía faltaba una etapa por cumplir, y esa es la etapa que encontramos en Apocalipsis 5. Él debió morir en la cruz y ser resucitado. Y entonces fue exaltado. Y esto es lo que ocurrió cuando el Señor llegó a los cielos: «Vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Y vi a un ángel fuerte que pregonaba a gran voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos? Y ninguno, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro, ni aun mirarlo. Y lloraba yo mucho, porque no se había hallado a ninguno digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo» (Apoc. 5:1-4).

En la mano derecha de Dios hay un libro escrito por dentro y por fuera. ¿Qué representa ese libro? En el tiempo antiguo, esa era la manera en que se escribían los testamentos. La voluntad de un padre se escribía en un testamento. Ese libro es el testamento de Dios, que contiene la voluntad de Dios, los propósitos de Dios. ¿Y quién debe ejecutarlo? Su Hijo, su heredero. Pero ha ocurrido algo que ha impedido que esa voluntad se ejecute.

Algo ha estorbado, hasta este momento, el cumplimiento de esa voluntad. Los planes de Dios están detenidos. Por eso, Juan lloraba mucho, porque él entiende lo que ese libro contiene. No había nadie lo suficientemente digno de tomar ese libro en sus manos y ejecutar lo que en él está escrito; ni siquiera los ángeles. Por poderosos que sean los ángeles, aun así, el libro no es para ellos.

«Y uno de los ancianos me dijo: No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos». ¡Aleluya! «El que venciere heredará todas las cosas». Aquí tenemos al primero y gran Vencedor; el que entró como precursor, más allá del velo, a la presencia de Dios. Como precursor, el primero de muchos. ¡Bendito sea el Señor! «…ha vencido, para abrir el libro y desatar sus sellos», es decir, ejecutar la voluntad de Dios.

En la Escritura, cuando un libro está sellado, significa que no se puede cumplir lo que está escrito. Recuerden que, cuando Daniel terminó de escribir su libro, el ángel le dijo: «Sella el libro, porque esto es para el tiempo del fin. Cuando llegue ese tiempo, los sellos se abrirán, y el contenido de tu profecía se cumplirá».

¿Qué se le dijo a Juan? «No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca». El libro sellado significa que está todo detenido, y quien desata los sellos es aquel que va a permitir que se cumpla lo que está escrito. Y quien desata los sellos es el Señor Jesucristo. ¡Bendito sea su nombre!

Muchos hijos maduros en la gloria

Hermanos amados, podemos dar un paso más. ¿Cuál es la voluntad del Padre? ¿Qué estará escrito dentro de ese libro? Veamos Hebreos 2:5-8: «Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando; pero alguien testificó en cierto lugar, diciendo: ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, o el hijo del hombre, para que le visites? Le hiciste un poco menor que los ángeles, le coronaste de gloria y de honra, y le pusiste sobre las obras de tus manos; todo lo sujetaste bajo sus pies. Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él; pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas».

Todavía no vemos que el hombre gobierne sobre todas las cosas. Por todos lados, vemos cómo la creación se rebela contra él. Y vemos los terremotos, los huracanes y las calamidades de la naturaleza, y el calentamiento global, el sol que quema y los microorganismos que matan. Toda la creación se rebela contra el hombre.

«Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra…». Entonces, tenemos estas dos cosas: Por un lado, a nosotros no nos obedece nada; pero a él le obedece todo. ¡Aleluya! «…coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos». Hebreos nos dice que, lo que Cristo ha experimentado y lo que Cristo ha ganado, no lo ha hecho por él – lo ha hecho por nosotros. ¡Gloria al Señor!

«Porque convenía a aquel –Dios el Padre– por cuya causa son todas las cosas…». Y aquí está el contenido del libro, ésta es la voluntad del Padre: «…convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria…». La voluntad del Padre es llevar a la adopción, a la gloria, muchos hijos maduros.

¿Y qué tenía que hacer para lograr eso? «…perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos». Para llevar muchos hijos a la gloria, el Padre debía entregar a su Hijo a la aflicción y a la muerte, para que, a través de su muerte, esos muchos hijos fuesen levantados a la gloria. Por eso, Juan escucha al anciano que le dice: «No llores. He aquí que el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus sellos «.

Cuando usted oye una declaración así, y usted se vuelve para ver quién es, ¿qué espera encontrar? Un león poderoso. ¿Y qué se encuentra Juan? «Y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado…». Convenía al Padre, por cuya causa son todas las cosas, por cuya voluntad existen y fueron creadas, y fueron creadas para, un día, heredárselas a sus hijos; pero, para que sus hijos pudiesen entrar en posesión de la herencia, su Hijo unigénito debía padecer y morir.

«…un Cordero como inmolado». Cuando él murió en la cruz, nuestra deuda fue cancelada, nuestros pecados fueron borrados; aquello que nos separaba de la gloria del Padre, fue quitado; el acta de decretos que había contra sus hijos fue quitada de en medio, en la cruz. Y ahora, hermanos amados, el camino a la gloria está abierto, por la carne bendita del Señor Jesucristo, que fue partida por nosotros; por sus llagas, entramos en la gloria del Padre. ¡Bendito sea Dios!

«Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos…». Son todos hijos. No sólo el Señor es Hijo; nosotros, también. «…por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos»«…confesaré su nombre delante de mi Padre». Un día, el Señor confesará tu nombre, y dirá: ‘Este es mi hermano, y esta es mi hermana; y todos los que están aquí son mis hermanos; porque yo les he dado mi vida, para que sean mis hermanos’. ¡Bendito sea el Señor!

«Y vino, y tomó el libro de la mano derecha del que estaba sentado en el trono. Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero; todos tenían arpas, y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos; y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido –otras versiones dicen «los has redimido»– para Dios…».

¿A quiénes ha redimido? A aquellos hijos que él debe llevar a la gloria. Él los ha redimido con su sangre, y por eso es digno de abrir el libro. Él tiene el poder de llevar a esos hijos, por la voluntad de Dios, a la gloria. Si usted lo sigue a él, va a ir a través de la muerte, va a ir luego por la resurrección; pero la meta final es la gloria. Sígalo a él por dondequiera que él va, como está escrito en Apocalipsis, y al final, usted llegará con él a la gloria.

«…y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra»«El que venciere heredará todas las cosas». ¡Bendito sea su nombre! Porque, hermanos, él se ha propuesto llevarnos a la gloria, y presentarnos delante del Padre un día, maduros, perfectos, listos para heredar con él todas las cosas.

Pero aún no hemos llegado… Somos sus hijos, nacidos de él, pero aún no hemos llegado a la gloria. Hay obstáculos, hay dificultades, y hay un enemigo que está decidido a impedirlo. Pero, ¡bendito sea Dios!, el que va delante de nosotros es el Cordero de Dios que ha vencido y ha abierto el libro. Ese es el mensaje. A partir del capítulo 6 de Apocalipsis, el Cordero comienza a desatar los sellos, y entonces vemos cómo comienza a cumplirse el propósito eterno de Dios de llevar estos hijos a la gloria.

Y por eso, Apocalipsis termina mostrándonos a los hijos de Dios en la gloria. «Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios … y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo». Ahí está el cumplimiento. Cristo ha vencido, por todos nosotros. ¡Bendito sea su nombre para siempre!

Síntesis de un mensaje impartido en el Retiro de Rucacura, en enero de 2009.