En el relato que hace Moisés en el libro de Éxodo no se hace mención de un grave pecado que cometió Israel, y que, sin duda, agravó su mal. Se trata de la idolatría. Al leer el relato de Éxodo nos parece que fue simplemente la soberanía de Dios la que permitió que Israel llegase a la esclavitud. Sin embargo, la soberanía de Dios no corre por caminos diferentes que su justicia en el trato con los hombres.

Ellos no solo cayeron en la esclavitud por designio de Dios, para poder tener de ellos misericordia, y obtener así un pueblo para sí, celoso de buenas obras (Tito 2:14). También está este otro elemento – ellos habían pecado. Moisés lo omite, pero Josué y Ezequiel lo mencionan. Moisés estaba demasiado consciente de sus propios errores, de su propia desobediencia, como para exhibir la de los demás. Sin embargo, a su tiempo esto también sería revelado.

En su discurso de despedida a la segunda generación de israelitas, Josué lo dice en los siguientes términos: «…los dioses a los cuales sirvieron vuestros padres… en Egipto» (Jos. 24:14), y Ezequiel, por su parte, lo dice así: «Ellos se rebelaron contra mí, y no quisieron obedecerme; no echó de sí cada uno las abominaciones de delante de sus ojos, ni dejaron los ídolos de Egipto; y dije que derramaría mi ira sobre ellos, para cumplir mi enojo en ellos en medio de la tierra de Egipto» (20:8).

Esos pecados solo salieron a luz más tarde, para nuestra enseñanza y provecho. Siempre, cuando se mueve la mano justiciera de Dios, es que hay algún grado de responsabilidad en el hombre. Dios no es injusto, aunque a veces nosotros lo acusamos de tal, cuando no conocemos las razones que él tiene.

La idolatría es el peor pecado. Israel no había aprendido aún de estos fracasos. Habrían de transcurrir muchos años más, y muchos otros tropiezos habrían de dar, antes de dejar definitivamente los ídolos. ¿No es así también con nosotros? Sin embargo, la paciencia de Dios nos espera para que nos arrepintamos, y para que echemos mano de la preciosa sangre de nuestro Señor Jesucristo. Los pecados que aparecen después son aquellos que no han quedado bajo el poder de la preciosa sangre. Cuando los pecados son confesados y se invoca la sangre de Cristo, ellos desaparecen para siempre. Nos conviene aprender a echar mano a los recursos que Dios nos ha provisto, para que no dejemos ninguna cuenta pendiente con él.

La omisión de Moisés es la delicadeza del Señor para con nosotros. Nuestro Dios es Dios perdonador. Su justicia imputada a nosotros es tan perfecta y eficaz, que puede presentarnos santos y sin mancha delante de él. Fue así incluso en las profecías de Balaam para con Israel (Núm. 23-25); es mayormente así en las palabras del evangelio de la gracia, donde somos declarados justos una vez y para siempre, en virtud de la sangre de Jesucristo. ¿Dónde están nuestros antiguos pecados? «Él sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados» (Miq. 7:19).

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