El llamado del Señor para su iglesia, a un compromiso de fe y de amor.

Lectura: Isaías 60:1; 9:6.

Cuando leemos estos pasajes de Isaías, vemos a un Dios que llama a lo que no es como si fuese. Pasajes conocidos, como Isaías 54: «Regocíjate, oh estéril, la que no daba a luz; levanta canción y da voces de júbilo, la que nunca estuvo de parto; porque más son los hijos de la desamparada que los de la casada, ha dicho Jehová». Hay varios pasajes en el mismo sentido, porque tenemos un Dios bueno, un Dios que nos ha escogido, no por nuestra dignidad, sino porque él es digno, porque a él le agradó, como dice Efesios, «por el puro afecto de su voluntad». Él, afectivamente, salió a nuestro encuentro, y nos levantó de allí de donde estábamos.

«Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz…». Un Dios restaurador, un Dios que renueva la vida, un Dios de esperanza, un Dios de luz. Cuando él llega en la luz, las tinieblas se disipan. Bien dice Juan 1:4-5: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella».

«En él», en el Hijo, en la gloria de Dios. Él es la luz, y en él estaba la vida. Y su vida es la luz de los hombres. «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida».

La vida de Dios es luz. Donde hay vida de Dios, hay luz, y las tinieblas retroceden, porque está la vida. Nada puede contra la vida. Él es el Hijo de luz; él es la vida de Dios. Su vida ilumina nuestra vida; la vida de Cristo es un ejemplo para nosotros. Él caminó entre nosotros, y sus palabras, sus hechos, son vida para nosotros; nos traen vida. Toda vez que escuchamos hablar del Señor Jesús, toda vez que oímos su palabra, nos ilumina el camino, porque él es la luz, porque él es vida. ¡Bendito es el Señor!

En otro tiempo, nosotros éramos tinieblas, mas ahora somos luz en el Señor. Dice también, y es interesante como lo dice 1ª Corintios 6:9-10: «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios». Fíjense en lo que dice el versículo 11: «Y esto erais algunos…».

Es decir, en la iglesia de Corinto había algunos que en otro tiempo fueron fornicarios, fueron idólatras, adúlteros, afeminados, que se echaban con varones, ladrones, avaros, borrachos, maldicientes, estafadores. Pero «esto erais…». Esto éramos. «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable».

Eso éramos nosotros. Ahora, Dios nos ha trasladado al reino de su amado Hijo. Estando en las tinieblas, ahora somos del reino de la luz. «En tanto que estoy en el mundo –dijo el Señor–, luz soy del mundo» (Juan 9:5). «Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:14-16).

«Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz». ¡Aleluya! «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras». En él estaba la vida, y la vida es la luz de los hombres. ¿Dónde está la luz? En la vida del Hijo. ¿Cómo la gente puede ver la luz? En las buenas obras; en Cristo, que es la obra perfecta; las obras que Dios ha preparado de antemano, para andar en ellas. Él es la luz en la iglesia, él ha nacido en la iglesia. La iglesia es lo que él es, porque él está presente. Él es la luz. ¡Bendito es el Señor!

Cuando se habla de la iglesia en los capítulos finales de Apocalipsis, dice: «Yo la vi descender, dice Juan, transparente, diáfana como el cristal, y ella contenía la gloria de Dios». U-na ciudad tan llena de luz. Dice: «No hay necesidad de sol ni de lumbrera, porque el Cordero mismo es la lumbrera. Él es la luz, y la iglesia contiene la luz, y es diáfana, transparente, preciosa.

«Vosotros erais tinieblas», ahora sois luz en el Señor. Entonces, dice Pablo, «andad como hijos de luz». «Levántate, resplandece…». El llamado es a asumir, a tomar, a posesionarnos de lo que somos. Cristo está en nosotros; la luz del mundo está en nosotros. La luz de la vida está en la iglesia, y la iglesia tiene que levantarse e iluminar, con la vida de Cristo, con la vida del Hijo, que está en la iglesia.

Dios depositó la vida de su Hijo en un continente – la iglesia. Y allí está la gloria de Dios, iluminando a las naciones. Por eso dice Isaías: «Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová» (Isaías 2:3). Es como que todos querrán venir a la iglesia, es como que el mundo querrá ver a la iglesia. En la iglesia, quieren ver la luz. La iglesia es la luz del mundo.

Hermanos, nosotros somos la luz del mundo. Tú eres luz para tu compañero de trabajo, tú eres luz para tus compañeros de estudio, tú eres luz para tus parientes. La vida del Hijo está en ti, y esa vida ilumina; es la vida la que ilumina al mundo. Es un ambiente de transparencia, si aquí estamos todos en la luz del Señor.  ¡Qué sería de nosotros si no estuviese el Señor!

Estos días, se me acercaba una hermana, jefa de una empresa, y me dijo: ‘¿Sabe?, en la empresa hay muchos empleados; pero hay uno que se destaca entre todos los demás, por su afabilidad, por su amabilidad, por su responsabilidad, por su compañerismo, por su actitud, por su servicio. Y cuando yo le fui a pedir razón de su comportamiento, ¿sabe qué me dijo? Es que yo soy de Cristo’.

Y ella era hermana, pero nunca lo había declarado. ‘Y este joven me trajo acá, a la reunión. Algo tenía este joven, que lo distinguía de los demás’. Es la vida del Hijo, que está en nosotros; es la vida del Hijo la que es luz a los hombres. El que tiene al Hijo, tiene la vida. Tenemos al Hijo de Dios, y esta vida es luz para los hombres. ¡Bendito es el Señor!

Esto tiene que ver con la misión que tiene la iglesia hacia el mundo, hacia los demás. Somos luz. Y entre nosotros, ¿qué somos entre nosotros? Hay un ambiente de amor, de comunión, de transparencia. La iglesia es un lugar de reposo, es un lugar donde reina la luz. Si para afuera somos luz, ¿cuánto más para adentro? Reina la luz en medio nuestro; no puede haber tinieblas en la iglesia de Jesucristo.

Cuando vemos la vida del Señor, nos damos cuenta lo transparente que era él. Incluso frente a todos los desafíos y todas las zancadillas que le hacían los fariseos y los principales, él siempre manifestó una transparencia extraordinaria. Un hombre precioso, un hombre lleno de luz; él es el ejemplo perfecto.

Leamos en Isaías capítulo 11. Hablando del reinado de Cristo, este pasaje nos va a dar un poco la claridad de lo que es la iglesia, de lo que es el reino del Hijo de Dios, y lo que somos nosotros, con la diversidad de lo que éramos y lo que somos ahora. Miren la cantidad de personas que somos aquí, todas distintas unas de otras, pero con el mismo llamado.

Todos tenemos el mismo llamado a servir al Señor, tenemos al mismo Señor, pero somos tan distintos los unos de los otros. Y, sin embargo, somos uno solo, y entre nosotros nos recibimos, nos acogemos, porque estamos bajo el reino del amado Hijo, un reino de luz.

La cueva de Adulam

Isaías 11:1: «Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces». Sí, es Cristo; pero, ¿quién es el hijo de Isaí? David. En 1 Samuel capítulo 22 hay una escena de David que quiero comentar, para darnos cuenta lo que éramos, y lo que somos ahora en Cristo. «Yéndose luego David de allí, huyó a la cueva de Adulam; y cuando sus hermanos y toda la casa de su padre lo supieron, vinieron allí a él. Y se juntaron con él todos los afligidos, y todo el que estaba endeudado, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de ellos; y tuvo consigo como cuatrocientos hombres» (1 Samuel 22:1-2).

«Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es» (1ª Cor. 1:25-28).

«Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz…». No estamos aquí porque somos lo mejor. No, es porque Dios tuvo misericordia. ¡Bendito es Dios! Él puso su gloria en nosotros. ¡Qué maravilloso! ¡Qué bueno es el Señor! ¡Qué lleno de bondad y de ternura! Nos escogió por su afecto, por su buena voluntad. ¡Bendito es Dios!

No esperemos entre nosotros personas perfectas, llenas de dones y llenas de todo; porque no lo somos. Somos hombres y mujeres llenos de errores, pero allí a Dios agradó poner su gloria. Y les dice: «Levántate, resplandece…». Entonces, mientras estamos en este proceso de ir siendo desde un carbón de brasero a un diamante maravilloso, ¿qué debemos hacer los unos con los otros? Tolerarnos, amarnos y soportarnos.

Porque Dios está trabajando con nosotros; Dios ha puesto su gloria y cada vez está poniendo más gloria. Como dice la Escritura, vamos de gloria en gloria, de triunfo en triunfo; pero mientras vamos, entre nosotros, nos soportamos y nos amamos.

Hacia afuera, somos luz; entre nosotros, nos soportamos y nos amamos. Así es; esa es nuestra realidad. Siempre, entre nosotros, hay algún hermano complicado. ¡Ay! ¿Y qué dice Pablo? «Estos miembros débiles, pequeñitos, son los más necesarios. Porque Dios trabaja con lo que tiene, y nos tiene a nosotros; entonces, a nosotros nos usa. Dios nos trata con los hermanos, y nos quiere llevar a su gloria. «Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz».

Volvamos a Isaías: «Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová». Y le hará entender diligente en el temor de Jehová. No juzgará según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos; sino que juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura» (11:1-5).

Hermano, puedes estar confiado; nada se escapa a la mano del Señor. «Levántate, resplandece», porque ni aun la peor de las dificultades se escapa a los ojos del Señor. ¡Bendito es Jesús! Esto es la iglesia. Tenemos un Rey de luz, un Rey de gracia, un Rey de vida, que está sobre nosotros, nos gobierna y nos tiene en un trato, y nos está llevando a la gloria.

Pero fíjense en lo que viene. Para describir la armonía que hay en la iglesia, en el reino del amado Hijo, siendo tan distintos los unos de los otros, dice el versículo 6: «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar» (Isaías 11:6-9).

Bajo Cristo estamos todos, siendo tan distintos; pero hay un clima de armonía, de gracia y de amor, porque es un reino de luz, un reino donde el Señor gobierna. Yo creo que estos animales somos nosotros, que siendo tan diversos, siendo tan distintos, estamos bajo el mismo reino. El lobo y el cordero, el leopardo, el cabrito, el becerro, el león, la bestia doméstica, andarán juntos. Este es el reino del Señor, el reino de la luz. Conservamos las características individuales, y estamos bajo el mismo reino. En armonía, en gracia, podemos morar juntos, compartir, convivir, porque estamos gobernados por la vida, estamos gobernados por el Señor. ¡Qué precioso!

Hay un clima de armonía, de comunión. Nos recibimos, nos aceptamos, con las diferencias, con las peculiaridades de cada uno; somos uno en el Señor. Dios no quiere una milicia, donde todos son iguales. No, Dios ama la diversidad; Cristo quiere expresar su gloria a través de todos. Él es tan lleno de gloria y de gracia, que le es insuficiente un puñado. Necesita cientos y millares, y millones y millones, porque su gloria es infinita, y él quiere expresarse a través de todos nosotros.

Por eso somos tan distintos, tan diversos, porque a través de ti y a través de mí, él quiere expresar algo de su gloria. No nos quiere uniformar a todos; se expresaría sólo una parte muy pequeña de lo que él es. Él es tremendamente diverso. El Rey de gloria se expresa en su iglesia, en la transparencia de su iglesia. Somos uno en el Señor. Hermano, levántate, resplandece, porque la gloria del Señor está en nosotros. Hacia afuera, iluminamos; hacia adentro, estamos en un trabajo de amarnos, de soportarnos, de expresar la gloria del Señor, de resplandecer, de crecer en pos de Cristo. ¡Bendito es el Señor!

Leyendo este pasaje, me emociono mucho, porque, aun con esta diversidad de lo que somos, una es la iglesia del Señor. Dios nos hizo uno. Y siendo tan distintos, y viniendo de tantos lugares, y teniendo una historia de vida tan distinta unos y otros, si nos ponemos a escuchar la historia de cada uno y las situaciones que hemos vivido, son tan tremendamente distintas, y tan profundas y complejas, pero aun así, estamos aquí, y somos uno.

Hermanos, sigamos en el compromiso de mantener esta unidad a la cual el Señor nos ha llamado; sigamos en pos del Señor Jesucristo, siendo diligentes, y cuidando el depósito que el Señor ha puesto en la iglesia.

Este llamado a levantarse y resplandecer implica muchos aspectos en lo individual y en lo colectivo. Hacemos un llamado a toda la iglesia, a seguir defendiendo la fe, cuidando a la familia, cuidando a los hijos de los hermanos. Donde sea que el Señor nos ha sembrado, allí, ser diligentes, cuidar a los que son nuestros, a los que son de Cristo. Este levantarse es para eso, para resplandecer con la gloria y con la vida del Hijo de Dios, porque así «conocerán todos que sois mis discípulos». ¡Bendito es el Señor!

Que el Señor haya renovado sus fuerzas para este compromiso de fe y de amor, de seguir en pos del Cordero a donde quiera que él va. Y, donde vaya el Señor, allí vamos todos juntos, y nadie se quede atrás. Y si alguno se queda atrás, tengamos el amor y la paciencia para ir a rescatarlo. Que ninguno se nos pierda, como el Señor lo hizo con sus discípulos, y que tengamos el ánimo de estar allí, velando para que nadie se quede atrás. Busquemos a los débiles, a los cansados.

Somos la iglesia del Señor. Hay un compromiso de fe, de amor, de unidad. Debe haber no sólo un compromiso con Cristo y con la palabra, sino un compromiso con la iglesia y con el hermano. Dios hace este llamado a la iglesia. ¡Bendito es el Señor!

«También os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos» (1ª Tesalonicenses 4:14). Esta es la exhortación que el apóstol Pablo hace a la iglesia, y que es palabra del Señor para nosotros. Nosotros tenemos el compromiso de cuidarnos, de ir a buscarnos y de sostenernos. Hermanos, hagamos el compromiso, los unos con los otros, de mantener este reino de luz. Que este levantarse y resplandecer signifique también un compromiso con tu hermano y con tu hermana, en Cristo Jesús. Amén.

Síntesis de un mensaje impartido en el Retiro de Rucacura, en enero de 2009.