La oración del Señor en el Evangelio de Juan capítulo 17 tiene elementos muy interesantes. En ella vemos cómo el cerrado círculo que conformaban el Padre y el Hijo, ahora se abre para recibir a los escogidos. Antes el Señor había dicho que nadie podía conocer al Padre, sino el Hijo y a quien el Hijo lo quisiera revelar; ni al Hijo, sino el Padre, y a quien el Padre lo quisiera revelar. Sin embargo, ahora hay un nuevo integrante allí: el hombre.

Sorprende la forma cómo el Señor integra al hombre y ruega por el hombre. En realidad, no por todos los hombres, sino por los escogidos. Con el Señor ocurre aquí lo que ocurrirá con el apóstol Pablo más tarde. Avanza de una preocupación por «todos los hombres» (1 Tim. 2:4) a un acento en «los escogidos» (2 Tim. 2:10). El círculo se cierra sobre los escogidos, pero al mismo tiempo se abre el de la Deidad, para recibirlos. No se ofrecieron ellos para estar allí, sino que el Señor mismo los escogió, uno por uno.

Entretanto, el mundo está lejos; tanto, que el Señor habla de él como no estando ya en el mundo. Él no es del mundo; los discípulos tampoco lo son. El mundo le ha rechazado a él, y también rechazará a los discípulos. Por eso dice: «No ruego por el mundo». Sin embargo, los envía al mundo para testimonio.

Los discípulos («y los que han de creer en mí por la palabra de ellos») son el objeto preferente de esta oración. Y para referirse a ellos dice: «los que me has dado … los que del mundo me diste … los que me diste», etc. En total, seis veces el Señor se refiere a los suyos de esta manera. Ellos son el regalo del Padre, su tesoro especial. Y se preocupa por ellos, y ruega por ellos. Él los guardó para que ninguno se perdiese. Pero él no estará más con ellos, y por eso se los encarga al Padre, con una indecible ternura, porque el peligro es inminente.

El círculo se abrió definitivamente para recibirlos a ellos. Ya no existe más el círculo hermético del Padre y del Hijo. Hay ahora invitados indeseables, pero purificados; viles, pero dignificados; pecadores, pero justificados. Y el corazón del Hijo late fuertemente por ellos. Pero no solo el del Hijo, sino que también –se nos deja entrever– el mismo corazón del Padre: «Los has amado a ellos como también a mí me has amado».

El Señor está muy contento. Parece que se olvidara que a pocas horas están esperándole los horrores de la cruz. Parece que no estuviera muy consciente del peligro que se cierne sobre su vida. Son ellos los que ocupan su atención, el regalo que el Padre le ha dado. Él sabe lo que hará con ellos. Levantará, con infinita paciencia y delicadeza suma, un nuevo ser. Construirá la obra más grandiosa que jamás se haya hecho. Y él, el Arquitecto y Constructor, será alabado eternamente por ella.

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