La parte de la historia de la Iglesia que no ha sido debidamente contada.

En el año 156 después de Cristo comenzó en las montañas de Frigia, Asia Menor, una ferviente reacción entre los creyentes simples y comunes contra el creciente deterioro espiritual de la cristiandad, liderados por un hombre llamado Montano. En ese tiempo, pasados poco más de 50 años desde la muerte de Juan, el último de los apóstoles del Señor, las iglesias habían perdido gran parte de la vida y frescura espiritual del principio, para desarrollarse como un sistema cada vez más organizado y jerárquico, en el que la antibiblíca separación entre clérigos y laicos se habría de establecer con firmeza. De los primeros se esperaba una vida más espiritual y consagrada, mientras que de los últimos, el simple asentimiento pasivo a la autoridad que emanaba del oficio clerical, a cuya cabeza se encontraba el obispo.

Clericalismo e intelectualismo

Esto, por supuesto, está en abierta contradicción con la práctica de las iglesias del Nuevo Testamento, donde todos los creyentes eran participantes activos de la vida, el culto y el ministerio; y donde, además, el Espíritu Santo era quien gobernaba todas las cosas. Pero, a partir de Ignacio de Antioquía (117 d. C.), el clericalismo había comenzado a desarrollarse con fuerza, subordinando a los creyentes a la autoridad suprema de los obispos, y demás oficios eclesiásticos, y coartando por completo la antigua libertad del Espíritu entre ellos: «Seguid todos a vuestro obispo, como Jesucristo siguió al Padre… y al presbiterio (los ancianos bajo los obispos)… y a los diáconos, como al mandamiento de Dios. Considerad como Eucaristía (cena del Señor) válida la que tiene lugar bajo el obispo… No es legítimo, aparte del obispo, ni bautizar ni celebrar una fiesta de amor, pero todo lo que él aprueba, esto es agradable también a Dios» (Ignacio, a los Esmirneanos, 8). Aquí tenemos ya en germen los grandes lineamentos del sistema clerical que en pocos siglos habría de dominar por completo a las iglesias para dar paso a la poderosa y mundana cristiandad organizada.

Por cierto, los motivos que originaron estos puntos de vista eran bien intencionados. Sin embargo, cuando algo que es menos que Cristo –por muy bueno que pueda parecer– se introduce en la vida y práctica de los creyentes, la consecuencia es la ruina y la muerte espiritual. Ignacio mismo fue un creyente sincero y también un valiente mártir de Jesucristo. Sin embargo, su celo por salvaguardar a las iglesias de la creciente amenaza de las herejías gnósticas y conservar la unidad lo llevó a imaginar, más allá de las Escrituras, un sistema jerárquico absoluto que las protegiera de dichas amenazas y las mantuviera internamente unidas. Olvidando que, como nos dice el apóstol Juan, la mejor defensa contra la mentira está en nuestra fidelidad a la Palabra que recibimos en el principio y en una vida totalmente subordinada al Espíritu de Verdad, la unción que recibimos de Cristo, quien nos enseña todas las cosas.

Además, y paralelamente, el ataque de parte de la filosofía griega bajo la forma del gnosticismo, produjo una decidida respuesta entre las iglesias, las cuales debieron hacer una defensa y explicación más intelectual de la fe. Sin embargo, esto también importó el inmenso riesgo de convertir la fe viva de los primeros cristianos en poco más que el asentimiento exterior y formal a un credo ortodoxo, pero sin vida. Esta defensa demandó un considerable esfuerzo intelectual y teológico, que muy pronto quedó fuera del alcance de las mentes menos educadas y sencillas. De este modo, el naciente sistema clerical se reforzó en sus pretensiones de control, pues se requería una casta educada y profesional que se hiciera cargo de «proteger a la iglesia» de la mentira y el error. Así, trágicamente, el sacerdocio fue arrebatado de los santos y la fe puesta bajo el resguardo de los obispos, quienes desde entonces se convirtieron en los únicos guardianes, intérpretes y representantes autorizados de la iglesia católica (universal) y verdadera. Para pertenecer a la iglesia había que estar bajo la autoridad de los clérigos.

La reacción montanista

La respuesta a este estado de cosas, como hemos dicho, comenzó con Montano, en Frigia, el año 156 d. C. Ese año, en un pequeño pueblito situado entre las montañas, éste comenzó a predicar en contra del clericalismo y el intelectualismo de la cristiandad, enfatizando el sacerdocio de todos los creyentes y la autoridad soberana y absoluta del Espíritu sobre la iglesia.

Rechazaba el naciente sistema episcopal de sus días y abogaba por un reestablecimiento de la profecía y los dones del Espíritu, como también por la exclusiva autoridad del Espíritu para establecer profetas y maestros aparte del consentimiento y la autoridad oficial de los obispos. Sus reuniones carecían del ritualismo formal de la cristiandad de su tiempo, estaban abiertas a la participación de todos los hermanos y hermanas por igual, y los predicadores procedían de entre los hermanos sencillos, lo cual irritaba mucho a los obispos de las iglesias. Además, anunciaban fervientemente la inminente venida del Señor para establecer su reino milenial sobre la tierra.

Esto atrajo sobre ellos el rechazo de los obispos de Asia Menor, quienes condenaron sus enseñanzas en un sínodo y lo expulsaron de la «iglesia católica». Sin embargo este sínodo no tuvo aceptación universal y muy pronto el «montanismo» se propagó como un fuego por vastas zonas de África y Europa. El ardiente celo montanista por una vida cristiana más consagrada y profunda no estuvo ausente de excesos, aunque mucho de lo que sabemos de ello se debe a las tergiversaciones y calumnias de sus perseguidores y enemigos. En verdad, la cristiandad de su tiempo había caído en una completa relajación moral, y la vida de muchos creyentes estaba muy por debajo de la norma neotesta-mentaria. Los montanistas tuvieron muchos mártires entre sus seguidores, y jamás debieron afrontar el dilema de qué hacer con aquellos creyentes que, habiendo negado al Señor en tiempos de persecución, pedían ser reincorporados a las iglesias una vez que ésta había cesado. Por todas partes los obispos se debatían con este problema, pero no los montanistas. De hecho, algunos de los mártires más heroicos de la iglesia antigua se encuentran entre ellos, como Perpetua y Felicitas, y los demás mártires de Cartago.

Los montanistas rechazaban a los cristianos desertores e incluso desaprobaban a aquellos que se escondían o huían para salvar sus vidas. Esto último, por cierto, era parte de su extremismo y excentricidad en algunas materias de vida y práctica cristianas.

Debe decirse, además, que los montanistas fueron estrictamente ortodoxos en cuanto a su fe y se opusieron tenazmente al gnosticismo de su tiempo. De hecho, ganaron para su causa al gran apologista y teólogo cartaginés Tertuliano (201 d. C.), uno de los primeros en exponer con claridad la doctrina de la Trinidad, quien es además considerado el fundador de la teología latina.

Su énfasis estaba en la restauración de la vida y la obra del Espíritu en la iglesia. Por ello, enseñaban que se debía distinguir entre la iglesia espiritual y aquella puramente carnal, donde el Espíritu no es obedecido y se da indulgencia a los deseos de la carne. Esto, por cierto, les atrajo el rechazo y el ostracismo por parte de la cristiandad organizada, quienes los acusaron de cismáticos; aunque, en realidad, fueron los obispos quienes primero los expulsaron de su comunión. La división se originaba en su rechazo a reconocer la autoridad eclesiástica organizada y en su insistencia en sostener, de acuerdo con Tertuliano, que la iglesia no consiste en obispos, y que los (así llamados) laicos son también sacerdotes.

Se ha escrito mucho acerca del carácter ingenuo, entusiasta y rigorista de los montanistas. Sin embargo, debe observarse que a lo largo de la historia de la iglesia, en tiempos de decadencia y ruina espiritual, a menudo Dios ha utilizado formas extremas para llamar a su pueblo al arrepentimiento. Es cierto que podemos hallar excesos entre los montanistas, y un cierto desequilibrio en cuanto a las profecías y visiones espirituales, un excesivo rigor en cuanto a sus demandas, cierta falta de compasión hacia las debilidades humanas, y una cierta propensión al exclusivismo y «elitismo» espiritual. No obstante, en lo esencial, estaban en lo cierto.

Cuando el Espíritu Santo deja de ser quien gobierna la Iglesia, y su lugar es sustituido por los hombres, con cargos y posiciones cuya autoridad no depende en absoluto de su condición espiritual, entonces se ha comenzado a descender por el camino que se hunde inexorablemente en la ruina y la muerte espiritual. Muy pronto, la cristiandad organizada, incapaz ya de escuchar la voz del Espíritu, sería arrastrada a la más terrible de las simbiosis con el mundo, incorporando en su seno un sinfín de prácticas paganas y acumulando un poder terrenal que la deformaría hasta los cimientos.

La historia posterior

Los montanistas se esparcieron por todas partes y en muchos lugares contaron con el favor de los hermanos y hermanas, pues en ese entonces las doctrinas clericales no estaban del todo asentadas en el corazón de las iglesias. En Francia contaron con la simpatía de Ireneo de Lyon, gran defensor de la fe contra los gnósticos, quien intercedió por ellos ante el obispo de Roma.

Por mucho tiempo continuaron existiendo en comunión con la totalidad de los creyentes gracias a estas y otra simpatías, pues muchos en la cristiandad organizada percibían el peligro de adoptar un línea supresiva contra de ellos, y «apagar el Espíritu». De este modo, permanecieron como grupos de creyentes dentro de las iglesias organizadas. No obstante, con el paso del tiempo, a medida que la cristiandad ganaba en poder y organización, y en especial, con el advenimiento del emperador Constantino, quien pondría fin a las persecuciones (312 d. C.), la intolerancia creció y los montanistas fueron separados por completo y obligados a reunirse en congregaciones independientes. A partir de entonces, los sucesivos emperadores «cristianos» promulgaron varios decretos, declarándolos fuera de la ley. A pesar de ello, continuaron existiendo hasta el siglo VI d. C., al menos en Frigia, su lugar de origen, cuando fueron finalmente destruidos por el emperador Justiniano.

Sin embargo, su ardiente celo por una vida cristiana más pura y separada del mundo, su cálida comunión y ministerio compartido por todos los santos, su expectante anhelo por la segunda venida del Señor, y sobre todo, su vehemente deseo de que el Espíritu tuviera el gobierno de la iglesia en todo, quedaron como un legado espiritual imperecedero para las generaciones de hermanos que vinieron después.