Semblanza de Adoniram Judson, el precursor del evangelio en Birmania.
Adoniram Judson nació en un hogar cristiano, en 1778, en Massachussets, Estados Unidos. Su padre era pastor congregacional. De niño fue muy precoz; cuando tenía apenas 3 años se plantó frente a su padre y le leyó un capítulo entero de la Biblia. A los diez años, ya sabía griego y latín. Su padre lo mandó a los mejores colegios de Nueva Inglaterra, y finalmente a la Universidad de Brown, de donde egresó como el mejor alumno de su promoción.
Días de incredulidad y fe
Allí en la universidad trabó amistad con Jacob Eames, un ateo. Influido por él Adoniram llegó a negar la existencia de Dios. La fe llegó a ser para él un asunto del pasado. Sin embargo, ocultó esto a sus padres hasta su cumpleaños 20, cuando rompió sus corazones con el anuncio de que no tenía fe y que pensaba irse a Nueva York y aprender a escribir para el teatro.
Pero aquella no resultó ser la vida de sus sueños. Se asoció con algunos jugadores vagabundos y, como él dijo después, vivió «una vida temeraria, errabunda, encontrando alojamiento donde podía, y burlando al propietario si hallaba la ocasión». Ese disgusto con lo que él encontró allí fue el principio de varias notables providencias.
Él fue a visitar a su tío Efraín en Sheffield, pero encontró allí, en cambio a «un joven piadoso» que lo desconcertó con la firmeza de sus convicciones cristianas sin ser «austero y dictatorial». Fue extraño que él encontrara allí a este joven en lugar de su tío.
Una noche se hospedó en la posada de un pueblito donde nunca había estado antes. La única habitación disponible estaba al lado de la de un joven que estaba muy enfermo, a punto de morir. Esa noche Adoniram no pudo dormir, escuchando los lamentos y quejas del enfermo. A la mañana siguiente, al preguntar por la salud del joven, le informaron que había muerto al amanecer. Su nombre era Jacob Eames.
El corazón de Adoniram dio un vuelco. La primera cosa que se le vino a la mente fue: «Él no creía en Dios; él no era salvo; él está en el infierno». Sin darse cuenta cómo, se encontró viajando de regreso a su casa. Desde entonces todas sus dudas acerca de Dios y de la Biblia se desvanecieron. No pasó mucho tiempo después que él mismo se volvió a Dios, dedicándole su vida entera.
Consagración a la obra misionera
Por esa época cayeron a sus manos libros de misioneros que sirvieron a Dios en la India. Sintió una voz interior que le inquietaba respecto de ese país. Él se mantuvo durante un tiempo esperando la confirmación, hasta que un día ésta vino mientras caminaba en un bosque: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio». Fue tan claro como si alguien le hubiera hablado. Ese día de febrero de 1810, Adoniram consagró su vida a la salvación del Oriente.
Judson y otros cuatro amigos se reunieron bajo un montón de heno para orar, y allí solemnemente dedicaron su vida a Dios para llevar el evangelio «hasta lo último de la tierra». No había ninguna junta de misiones que los enviara. Sin embargo, Dios bendijo la dedicación de los jóvenes, tocando el corazón de los creyentes para que proveyeran el dinero para tal empresa.
A Judson se le ofreció en ese mismo tiempo un puesto en el cuerpo docente de la Universidad de Brown, invitación que él rechazó. Luego, sus padres le instaron a que aceptase hacerse pastor asociado con el Dr. Griffin en la iglesia de la calle Park, que era en ese entonces «la iglesia más grande de Boston». Pero él también lo rechazó.
Y cuando su madre y hermana, con muchas lágrimas, le recordaban los peligros de una tierra pagana, contrastándolos con las comodidades del campo doméstico, volvió a verificarse la antigua escena del libro de los Hechos. «¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón?, porque yo no sólo estoy presto a ser atado; más aún: a morir en la India por el nombre del Señor Jesús» (Hechos 21:12-13).
«Ataría a mi hija a una casilla postal antes que dejar que se case con ese misionero», decía toda la ciudad acerca de Adoniram cuando él estaba buscando una esposa. Nunca antes una mujer norteamericana había ido a la India como misionera. Adoniram puso sus ojos en una joven llamada Ann Hasseltine, hija de un diácono.
De muy joven, Ann era sumamente vanidosa, tanto, que las personas que la conocían, temían que un castigo repentino de Dios cayese sobre ella. A la edad de dieciséis años tuvo su primera experiencia con Cristo. Cierto domingo, mientras se preparaba para el culto, quedó profundamente impresionada por estas palabras: «Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta». Su vida fue repentinamente transformada. Desde entonces, todo el ardor que había demostrado en la vida mundana, ahora lo sentía en la obra de Cristo. Por algunos años antes de aceptar el llamado para ser misionera, trabajó como profesora y se esforzaba por ganar a sus alumnos para Cristo.
Seis meses antes de salir para India, Judson escribió una carta al padre de ella, pidiéndole su hija. En parte de la carta decía: «Deseo preguntarle si usted puede consentirme partir con su hija la próxima primavera, para no verla nunca más en este mundo; si usted aprueba su ida y su sometimiento a las penalidades y sufrimientos de la vida misionera; si usted puede consentir en su exposición a los peligros del océano, a la influencia fatal del clima del sur de India; a todo tipo de necesidad y dolor; a la degradación, a los insultos, a la persecución, y quizás a una muerte violenta. ¿Puede consentir usted en todo esto, por causa de Aquel que abandonó su morada celestial, y murió por ella y por usted; por causa de las perdidas almas inmortales; por causa de Sion, y la gloria de Dios? ¿Puede usted consentir en todo esto, en la esperanza de encontrarse pronto a su hija en la gloria, con la corona de justicia, gozosa con las aclamaciones de alabanza que tributarán a su Salvador los paganos salvados –por su intermedio– del infortunio y la eterna desesperación?».
Increíblemente, el padre dijo que ella debía decidir por sí misma. Ella escribió a su amiga Lydia Kimball: «Me siento deseosa y expectante, si nada en la Providencia lo impide, pasar mis días en este mundo en las tierras de los paganos. Sí, Lydia, tengo la determinación de dejar todas mis comodidades y goces aquí, sacrificar mi afecto a los parientes y amigos, e ir donde Dios, en su Providencia, tenga un lugar para establecerme». Ado-niram y Ann se casaron.
Se embarcaron con rumbo a la India en 1812. Su travesía duró cuatro meses. Llegaron a Calcuta en el verano de 1812, llenos de entusiasmo, para predicar el evangelio. Pero recibieron órdenes perentorias del gobierno británico de que dejaran el país inmediatamente y volvieran a América.
Triste de corazón, la pequeña compañía volvió a la Isla de Francia, admirada de que le fuese tan violentamente cerrada la puerta que le había parecido tan grande y eficaz. Pero con una determinación invencible, volvieron a la India, llegando a Madras en junio del año siguiente. De nuevo fracasó su propósito y de nuevo les fue ordenado que se fuesen del país. Ellos decidieron irse a Rangún, Birmania. William Carey, el gran misionero que a la sazón vivía en la India, les advirtió que no fuesen allí, pues era un país cerrado, con un despotismo anárquico, rebelión constante e intolerancia religiosa. Además, estaba el triste récord de que todos los misioneros anteriores habían muerto. Sin embargo, nada de eso hizo cambiar de opinión a Adoniram Judson.
Mientras Adoniram y Ann finalmente se establecían en su hogar en el campo misionero de Birmania, ellos se dieron cuenta que debían de aprender el idioma. En todo lugar en el cual estuvieran, en mercados, en la calle, ellos podían escuchar una lengua extraña. Con sólo escuchar uno podía desanimarse, pero los Judson determinaron que iban a aprender el idioma. Su misión era ganarles a ellos para Cristo – ¿cómo podrían hacerlo si ellos no podrían ni siquiera llevarles el mensaje de salvación? No había diccionarios, ni libros que pudiesen ayudar.
Adoniram se propuso entonces aprender el idioma y la única forma que conoció era balbuceando y señalando, como cuando un niño recién empieza a hablar. Adoniram encontró a un hombre a quien le pagaba para que les enseñase el idioma – es decir, sentarse y hablar con ellos todo el día. Finalmente decidieron preparar su propio diccionario y gramática.
Sufrimientos en la cárcel
Mientras el país comenzaba a alborotarse a causa del gobierno, los Judson comenzaron a temer por sus vidas y su misión, la cual estaba empezando a crecer. La armada británica le había declarado la guerra a Birmania y una guerra iba a empezar. Un día, mientras Judson trabajaba en la traducción de la Biblia al birmano, dos policías llegaron a la casa. Ellos habían visto a Adoniram entrar a un banco británico por la mañana y asumieron que él era un espía inglés. Mientras el abría la puerta, uno de los hombres dijo: «Moung Judson, usted es llamado por el Rey». Esto significaba sólo una cosa – Arresto.
En la compañía de soldados había un hombre con la cara llena de manchas, lo cual significaba que él era un verdugo. El verdugo cogió el brazo de Adoniram y a la fuerza lo puso en el suelo. Ann gritó, agarrando el brazo del hombre. «¡Pare! Le daré dinero». Pero ellos se llevaron a Adoniram y lo pusieron en la cárcel. El 8 de junio de 1824, Adoniram fue puesto en la cárcel en Ava, acusado por un crimen que nunca cometió.
El piso estaba lleno de animales podridos, suciedad humana, y saliva de mil o más prisioneros. No habían ventanas – ¡la temperatura estaba sobre los 37º Celsius todos los días! Al ver a los otros prisioneros que eran arrastrados afuera para morir a manos del verdugo, Judson solía decir: «Cada día muero». Las cinco cadenas de hierro pesaban tanto, que llevó las marcas de los grilletes en su cuerpo hasta la muerte.
Él estaba muy preocupado por su preciosa esposa. ¿Qué habían hecho con ella? Él le oró para que de alguna manera la cuidara de algún tipo de daño. A veces Dios nos pone en un lugar donde lo único que podemos hacer es confiar en él. Esto es todo lo que Adoniram podría hacer ahora; su esperanza tenía que estar ahora en el Señor.
Adoniram no tenían ninguna razón para preocuparse por su esposa. El Señor la estaba cuidando, pues Ann había sido puesta bajo vigilancia militar las 24 horas del día.
Un día, Ann le trajo como regalo una almohada. Adoniram sonrió y tocó la almohada: «Ann, querida, ¿no pudiste haber encontrado algo más suave?». Ella sonrió pícaramente, y le hizo un gesto para que guardara silencio. Luego empezaron a hablar de otras cosas. Cuando Adoniram inspeccionó después la almohada, encontró muchas hojas con su traducción de la Biblia al birmano, a la cual había estado dedicando poco antes de ser arrestado.
No importaba qué hiciera o dónde estuviera en su celda, Judson no se separaba de su almohada. Pero muchas veces se le obligaba a salir para trabajar afuera. En una de esas oportunidades, el guardián que estaba de turno, lanzó afuera la almohada sucia y andrajosa. En el momento en que la arrojó fuera de los terrenos de la cárcel, pasó por allí un ex alumno de Judson, un joven llamado Moung Ing, quien, al ver la almohada, la reconoció. Rápidamente la recogió y la llevó a su casa.
Más tarde, cuando Judson regresó a su celda, descubrió que la almohada había desaparecido. Al cabo de muchos meses, el 4 de noviembre de 1825, Judson fue puesto en libertad. Las autoridades del gobierno birmano le permitieron volver a su hogar y continuar sus labores como misionero. Sin embargo, la alegría de la noticia era opacada por la tristeza de haber perdido el trabajo de tanto tiempo.
Entonces alguien vino a visitar a Judson. Era su ex alumno, Moung Ing, y bajo el brazo traía la almohada por tanto tiempo perdida. Judson tomó la almohada, abrió una de sus costuras, y la sacudió. De allí salieron páginas y páginas de la Biblia que él había traducido al idioma birmano mientras estaba en la cárcel. «Dios pareció indicarme que la almohada era el escondite más seguro para guardar mi trabajo –dijo Judson– . Y lo ha sido. Dios lo ha guardado y me lo ha devuelto».
Pérdidas irreparables
Poco después, Adoniram tuvo que viajar y dejar a su esposa por tres meses. En su viaje él recibió un telegrama, que decía: «Mi querido Señor: Tengo el desagrado de darle estas malas noticias, pero su esposa, la señora Judson, ¡no está más!». Regresó inmediatamente a su devastada casa. Esta vez no fue Ann quien salió a recibirle con un beso, sino una mujer birmana, muy triste, que sostenía en sus brazos a su pequeña hija María. La niña lloriqueaba, sin reconocer a su padre. Más tarde, él visitó la tumba de su esposa, ubicada bajo un árbol que él llamó «Árbol de la esperanza». Seis meses después de la muerte de Ann, María también murió, al igual que los dos hijos anteriores. Por esos mismos días se enteró de que su padre había muerto ocho meses antes.
Los efectos psicológicos de esas pérdidas fueron devastadores. La duda acerca de sí mismo llenó a su mente, y se preguntó si había llegado a hacerse misionero por ambición y fama, no por humildad y amor abnegado. Empezó a leer los místicos católicos, Madame Guyon, Fénelon, Tomás de Kempis, etc., y buscó la soledad. Dejó de lado su trabajo de traducción del Antiguo Testamento, el amor de su vida, y se retrajo cada vez más de las personas y de «todo aquello que pudiera incrementar su orgullo o pudiese promover su placer».
Se negó a comer fuera de la misión. Destruyó todas sus cartas de recomendación. Renunció al título honorario de Doctor en Teología que le había dado la Universidad de Brown en 1823. Entregó toda su riqueza privada (aproximadamente $ 6.000) a una organización cristiana. Solicitó que su sueldo fuese reducido a una cuarta parte y se comprometió a dar más a las misiones. En octubre de 1828 construyó una choza en la selva a cierta distancia de la casa de la misión Moulmein y se instaló allí el 24 de octubre de 1828, en el segundo aniversario de la muerte de Ann, para vivir en total aislamiento.
Él escribió en una carta al hogar de los parientes de Ann: «Mis lágrimas fluyen al mismo tiempo sobre la desamparada tumba de mi amada y sobre el aborrecible sepulcro de mi propio corazón». Tenía una tumba excavada al lado de la choza y se sentaba junto a ella contemplando las fases de la disolución del cuerpo. Él pidió que todas sus cartas en Nueva Inglaterra fueran destruidas. Se retiró durante cuarenta días solo, en la selva infestada de tigres, y escribió en una carta que sentía una absoluta desolación espiritual. «Dios es para mí el Gran Desconocido. Yo creo en él, pero no lo encuentro».
Su hermano, Elnathan, murió el 8 de mayo de 1829 a la edad de 35 años. Irónicamente, este fue el punto de retorno a la recuperación de Judson, porque él tenía razón para creer que su hermano, a quien había dejado en la incredulidad 17 años antes, había muerto en la fe. En el transcurso de 1830 Adoniram se fue recuperando de su oscuridad.
Sin duda, lo que sostuvo a Ado-niram Judson en todo este tiempo de oscuridad fue la sólida confianza en soberanía y bondad de Dios. Que todas las cosas que vienen de su mano obran para nuestro bien – aunque sean incomprensiblemente dolorosas en el momento presente. Esta confianza en la bondad y providencia de Dios le había sido enseñada por su padre – que es lo que creyó y vivió. Y también por lo que la Palabra de Dios –la cual él amaba profundamente– le había enseñado.
Cierta vez un maestro budista dijo que él no podía creer que Cristo sufrió la muerte de la cruz porque ningún rey permitiría tal indignidad a su hijo. Judson respondió: «Es evidente que usted no es un discípulo de Cristo. Un verdadero discípulo no inquiere si un hecho está de acuerdo a su propio razonamiento, sino si está en el Libro; su orgullo ha dado paso al testimonio divino. Mire, el orgullo suyo todavía no ha sido quebrantado. Renuncie a él y dé lugar a la palabra de Dios».
Días de fructificación
Seis años después de su arribo a Birmania, bautizaron a su primer convertido, Maung Nau. La siembra fue larga y dura. La siega aún más, durante años. Pero en 1831 había un nuevo espíritu en la tierra. Judson escribió: «La búsqueda de Dios se está extendiendo por todas partes, a lo largo y ancho del territorio. Hemos distribuido casi 10.000 tratados, dándolos sólo a aquellos que preguntan. Muchos han venido a pedir consejo. Algunos han viajado dos o tres meses, de las fronteras de Siam y China, para decirnos: ‘Señor, hemos oído que hay un infierno eterno, y tenemos miedo de él. Dénos un escrito que nos diga cómo escapar de él’. Otros, de las fronteras de Kathay: ‘Señor, nosotros hemos visto un tratado que habla sobre un Dios eterno. ¿Es quien regala tales escritos? En ese caso, le rogamos nos dé uno, porque queremos saber la verdad antes de que muramos’. Otros, del interior del país, donde el nombre de Jesucristo es un poco conocido: ‘¿Es usted el hombre de Jesucristo? Dénos un escrito que nos hable sobre Jesucristo’».
Durante los seis largos años que siguieron a la muerte de Ann, trabajó solo, hasta que finalmente se casó con Sarah, la viuda de otro misionero. La nueva esposa, que gozaba los frutos de los incesantes esfuerzos que había realizado en Birmania, se mostró tan solícita y cariñosa como Ann.
Judson perseveró durante veinte años para completar la mayor contribución que se podía hacer a Birmania: la traducción de la Biblia entera a la propia lengua del pueblo. En poco tiempo, esa Biblia fue distribuida en toda Birmania. Hoy, muchos años después, todavía se usa esa misma traducción. Y los birmanos la llaman con mucha propiedad la «Biblia Almohada».
De vuelta en su tierra
Después de trabajar con tesón en el campo extranjero durante treinta y dos años, y para salvar la vida de Sarah, se embarcó con ella y tres de los hijos de regreso a América, su tierra natal. No obstante, en vez de mejorar de la enfermedad que sufría, ella murió durante el viaje. Fue sepultada en Santa Helena.
Así llegó Judson a su tierra: solo y enlutado. Quien durante tantos años había estado ausente de su tierra, se sentía ahora desconcertado por el recibimiento que le daban en las ciudades de su país. Se sorprendió al comprobar que todas las casas se abrían para recibirlo. Grandes multitudes venían para oírlo predicar.
Sin embargo, después de haber pasado treinta y dos años en Birmania, se sentía como extranjero en su propia tierra, y no quería levantarse para hablar en público en su lengua materna. Además, sufría de los pulmones y era necesario que otro repitiese al auditorio lo que él apenas podía decir balbuceando.
Judson sólo tenía una pasión: volver y dar su vida por Birmania. Su estancia en los Estados Unidos fue breve. Duró el tiempo suficiente para dejar a sus hijos establecidos y encontrar un barco de retorno. Todo lo que quedaba de la vida que él había conocido en Nueva Inglaterra era su hermana. Ella había mantenido su cuarto exactamente como había sido 33 años antes y haría lo mismo hasta el día en que ella murió.
Para asombro de todos, Judson se enamoró por tercera vez, esta vez de Emily Chubbuck, con quien se casó el 2 de junio de 1846. Ella tenía 29 años; él 57. Ella era una escritora famosa y había dejado su fama y su carrera para ir con Judson a Birmania. Llegaron en noviembre de 1846. Y Dios les dio cuatro de los años más felices que cada uno de ellos había conocido.
Los últimos destellos del otoño
En su primer aniversario, 2 de junio de 1847, ella escribió: «Ha sido lejos el año más feliz de mi vida; y, lo que aún es a mis ojos más importante, mi marido dice que ha sido el más feliz de su vida. Yo nunca he visto otro hombre que pudiese hablar tan bien, día tras día, sobre cualquier tema, religioso, literario, científico, político, y – sobre bebés».
Ellos tenían un hijo, pero entonces los viejos males atacaron a Adoniram por última vez. La única esperanza era enviar al enfermo en un viaje. El 3 de abril de 1850 lo llevaron al Aristide Marie que zarpaba hacia la Isla de Francia, con un amigo, Thomas Ranney, para cuidarlo. En su miseria él era despertado de vez en cuando por un dolor tan terrible que acababa vomitando. Una de sus últimas frases fue: «¡Cuán pocos hay que mueren tan duramente!».
Pasadas las 4 de la tarde del viernes 12 de abril de 1850, Adoniram Judson murió en el mar, lejos de toda su familia y de la iglesia birmana. Fue sepultado en el mar. «La tripulación se reunió en silencio. No hubo ninguna oración. El capitán dio la orden. El ataúd resbaló a través de un tablón hasta las aguas, a sólo unos cientos de millas al oeste de las montañas de Birmania. El Aristide Marie prosiguió su ruta hacia la Isla de Francia».
Diez días más tarde, Emily dio a luz a su segundo hijo, que murió al nacer. Ella supo cuatro meses después que su marido estaba muerto. Volvió a Nueva Inglaterra y murió de tuberculosis tres años más tarde, a la edad de 37 años.
La plenitud del hombre en Cristo
Adoniram Judson acostumbraba pasar mucho tiempo orando de madrugada y de noche. Él disfrutaba mucho de la comunión con Dios mientras caminaba de un lado a otro. Sus hijos, al oír sus pasos firmes y resueltos dentro del cuarto, sabían que su padre estaba elevando sus plegarias al trono de la gracia. Su consejo era: «Planifica tus asuntos, si te es posible, de manera que puedas pasar de dos a tres horas, todos los días, no solamente adorando a Dios, sino orando en secreto».
Emily cuenta que, durante su última enfermedad, ella le leyó la noticia de cierto periódico, referente a la conversión de algunos judíos en Palestina, justamente donde Judson había querido ir a trabajar antes de ir a Birmania. Esos judíos, después de leer la historia de los sufrimientos de Judson en la prisión de Ava, se sintieron inspirados a pedir también un misionero, y así fue como se inició una gran obra entre ellos.
Al oír esto, los ojos de Judson se llenaron de lágrimas. Con el semblante solemne y la gloria de los cielos estampada en su rostro, tomó la mano de su esposa, y le dijo: «Querida, esto me espanta. No lo comprendo. Me refiero a la noticia que leíste. Nunca oré sinceramente por algo y que no lo recibiese, pues aunque tarde, siempre lo recibí, de alguna manera, tal vez en la forma menos esperada, pero siempre llegó a mí. Sin embargo, respecto a este asunto ¡yo tenía tan poca fe! Que Dios me perdone, y si en su gracia me quiere usar como su instrumento, que limpie toda la incredulidad de mi corazón».
Durante los últimos días de su vida habló muchas veces del amor de Cristo. Con los ojos iluminados y las lágrimas corriéndole por el rostro, exclamaba: «¡Oh, el amor de Cristo! ¡El maravilloso amor de Cristo, la bendita obra del amor de Cristo!». En cierta ocasión él dijo: «Tuve tales visiones del amor condescendiente de Cristo y de las glorias de los cielos, como pocas veces, creo, son concedidas a los hombres. ¡Oh, el amor de Cristo! Es el misterio de la inspiración de la vida y la fuente de la felicidad en los cielos. ¡Oh, el amor de Jesús! ¡No lo podemos comprender ahora, pero qué magnífica experiencia será para toda la eternidad!».
En 1850, el año de su muerte, había sesenta y tres iglesias y más de siete mil bautizados.
Un biógrafo comenta respecto de Adoniram Judson: «Él tenía 24 años cuando llegó a Birmania, y trabajó allí durante 38 años hasta su muerte a los 61, con un solo viaje a casa de Nueva Inglaterra después de 33 años. El precio que él pagó fue inmenso. Él fue una semilla que cayó a tierra y murió. Él «aborreció su vida en este mundo» y fue una «semilla que cayó a tierra y murió». En sus sufrimientos, «llenó lo que estaba faltando de las aflicciones de Cristo» en la inalcanzable Birmania. Por consiguiente, su vida llevó mucho fruto y él vive para disfrutarlo hoy y siempre. Él podría, sin ninguna duda, decir: «Valió la pena».
En la ciudad de Malden, Massachussets, hay un recordatorio que dice:
In Memoriam
Rev. Adoniram Judson
Nació el 9 de Agosto de 1788.
Murió el 12 de abril de 1850.
Lugar de nacimiento: Malden.
Lugar de sepultura: El océano.
Su obra: Los salvos de Birmania
y la Biblia birmana.
Sus memorias: Están en lo alto.