Una noche clara y serena, subía un vaporcito la corriente del río Delaware, en Estados Unidos. La naturaleza estaba en calma, y sólo el ruido de la máquina de vapor quebrantaba el silencio de la noche.

– Cante alguna cosa, señor Sankey – dijeron algunas personas al célebre compañero del evangelista D.L. Moody, que estaba a bordo.

– ¿Cantar? – respondió Sankey –. No sé más que himnos.

– Pues bien, un himno, por favor – dijeron todos.

Ira Sankey se arrimó a la gran chimenea, se quitó el sombrero, y concentrándose algunos segundos en pie, comenzó a elevar un canto precioso. Su voz se elevaba pura, espléndida, emocionante. Era la suya una de esas voces cuyos acentos deben llegar hasta el trono de Dios. Había escogido el popular cántico «Jesús, sé mi fortaleza».

El silencio era profundo, y cuando se extinguió la nota final del himno, todos los creyentes estaban extáticos bajo la impresión.

De repente, de la extremidad del vapor, un hombre tostado por los rayos del sol, con aspecto de vagabundo, se adelantó hacia Sankey, y con voz entrecortada, sobrecogido, le dijo:

– ¿Sirvió usted en el ejército del Sur? – Aludía a la guerra entre el Norte y el Sur de los Estados Unidos, en los años 1861 a 1865.

– Sí – respondió Sankey.

– ¿Estuvo usted en tal batallón y en tal regimiento?

– Sí, sí. Pero, ¿por qué estas preguntas?

– Escuche usted. ¿No estuvo usted en los puestos avanzados en una clara noche de luna llena de mayo de 1862?

– Sí, allí estuve, me acuerdo perfectamente.

– Y yo también, dijo el hombre de tez bronceada. Aquella noche fue para mí la más extraordinaria, la más memorable de mi vida, y de la suya también, señor, a pesar de que no sabe nada al respecto.

“Yo servía, como usted, en esa guerra, pero en el ejército del Norte, así que era su enemigo. Estaba yo en los puestos de avanzada aquella noche, cuando al resplandor de la luna vi a un hombre, un enemigo.

“– ¡Ah, ah, joven – dije –. Tú por lo menos no escaparás! ¡Pobre hombre, no tienes más que segundos de vida! Tenía su cabeza descubierta y yo me ocultaba en la sombra. Levanté mi fusil e hice puntería. Mis dedos ya se posaban en el gatillo… El bulto hizo movimiento, levantó sus ojos fijándose en una pequeña estrella que brillaba en el cielo, y empezó a cantar…

“La música, sobre todo el canto, siempre ha tenido un poder maravilloso sobre mí, y yo quité mi dedo del gatillo. ‘Le permitiré cantar su canción hasta el final’, me dije, ‘y después le dispararé. Ya es mi víctima, y mi bala no va a errar’».

«La canción que cantó en aquella oportunidad era la misma que ha cantado ahora. Yo oí las palabras perfectamente:

Nosotros somos tuyos, eres nuestro amigo:
sé el guardián de nuestro camino.

«Estas palabras avivaron muchos recuerdos en mi corazón. Empecé a pensar en mi niñez y en mi madre temerosa de Dios. Ella me había cantado muchas veces esa canción. Pero ella murió demasiado pronto. De otro modo, sin duda, mi vida habría sido diferente».

«Cuando hubo terminado su canción, me fue imposible apuntarle de nuevo. Yo pensé: ‘El Señor que es capaz de salvar a este hombre de una muerte cierta debe ser sin duda grande y poderoso’, y mi brazo cayó inadvertidamente a mi costado. Desde ese tiempo he vagado de un lugar a otro; pero cuando lo vi parado aquí, cantando como en esa otra ocasión, lo reconocí. Aquella vez, mi corazón fue herido por su canción; ahora deseo que usted me ayude a encontrar la cura para mi alma enferma».

Profundamente conmovido, Sankey echó sus brazos sobre el hombre que en la guerra había sido su enemigo. Y esa noche de Navidad los dos fueron juntos al pesebre de Belén.

Allí el extraño encontró a Aquel que era su común Salvador y Buen Pastor, que busca a la oveja perdida hasta que la encuentra, y cuando la ha hallado, la pone sobre sus hombros, gozoso.

Adaptado de un tratado distribuido por la Pilgrim Tract Society.