Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro”.

Salmos 91:4.

Recuerdo de mi infancia, en aquella zona rural, el patio de la casa con sus vistosas y ruidosas gallinas criando a sus polluelos. Culminada la puesta de sus huevos, estas abnegadas madres se echaban sobre sus nidos durante tres largas semanas. Durante ese tiempo, apenas se levantaban para comer frugalmente. Perdían entonces mucho peso, y pasadas las tres semanas de incubación, quedaban reducidas a un poco de piel, huesos y plumas.

Al nacer, los polluelos salían junto a su madre a dar su primer paseo ante la vista maravillada de los miembros de nuestra familia. Las enclenques madres, percibiendo algún posible peligro para sus hijitos, levantaban todas sus plumas, mostrando una apariencia y peso mayor del que realmente poseían, y eran capaces de enfrentar amenazas superiores en tamaño y fuerza si alguien intentaba tocar a uno de sus polluelos.

Estas débiles madres no buscaban ayuda en otra parte, sino que se bastaban a sí mismas para la defensa y protección de sus hijos. ¡Y cómo!

Hoy en día reflexiono y me pregunto: Si un animal tan simple, tan escaso de inteligencia y tan débil como una gallina es capaz de defender a su descendencia a fuerza de plumas y picotazos, ¿cuánto más no puede hacer Dios por nosotros actuando con todo su poder?

Le animo a pensar en esta realidad. En medio de los peligros y dificultades, Dios nos libra personalmente. Rodeados de adversarios, peligros y dificultades, el Señor nos libra personalmente. Puede ser que él use otros medios, pueda valerse de cualquier recurso para acudir en nuestro auxilio, pero nunca dejará de estar con nosotros.

A pesar de nuestra debilidad, falta de valor, temores y fragilidad, a pesar de nuestra pequeñez y de la fiereza de nuestros enemigos, Dios personalmente siempre nos librará del mal.

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