En su ministerio terrenal, el Señor Jesucristo se encontró con muchas mujeres, y en cada mujer, él vio a la Iglesia.

Vamos a tomar la Escritura en varios pasajes, comenzando con un texto que está en Efesios 5:25. Dice: «Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella».

El Señor Jesucristo se encontró con muchas mujeres, y en cada mujer, él vio a la Iglesia. Él trató a cada mujer de la manera más tierna y amorosa, porque él tenía en su corazón a la Iglesia. Cuando él vio una mujer –y los relatos que los evangelios nos cuentan de los encuentros de Jesús con las mujeres casi siempre son con mujeres que tienen algún problema grave, un problema de rechazo, de enfermedad, de pecado, de demonios– el Señor ve a esas mujeres con un amor como nunca antes nadie las vio, como nunca antes nadie las trató. En los días del Señor Jesucristo, la mujer era tremendamente despreciada, aun en el pueblo que tenía la Palabra de Dios, las Escrituras.

La pecadora que unge al Señor

Un rabino en los días de Jesús decía: «Dios, te doy gracias porque no me hiciste ignorante, ni gentil, ni mujer». Esa era la primera oración que hacía un rabino y cualquier judío piadoso. Esa oración Dios la escuchaba con un dolor y una tristeza inconmensurable. El Señor Jesucristo se enfrenta a un mundo que tiene una estructura mental rígida, una rigidez mental derivada de la tradición religiosa registrada en el Talmud (tradiciones de hombres que invalidaban la Palabra de Dios, desvalorizando a la mujer), lo cual hacía difícil que los hombres lo entendieran en su trato con estas mujeres.

Por ejemplo, el caso de la mujer pecadora en la casa de Simón el fariseo, que derramó un frasco de perfume, lloró a los pies de Jesús y con sus lágrimas mojaba los pies de Jesús y con sus cabellos secaba sus pies. El Señor Jesucristo recibía aquello como un acto de una mujer que, arrepentida de sus pecados, adoraba y agradecía en ese día. El Señor Jesús lo recibía silenciosamente como pensando en el día que su Iglesia estaría a sus pies adorándole.

Sin embargo, Simón y los que estaban con él a su mesa pensaban silenciosamente también, diciendo: «Éste no tiene idea con quién está tratando, no tiene idea quién está a sus pies; si supiera quién está ahí lavándole los pies y derramando ese perfume». El Señor Jesús supo lo que ellos estaban cavilando en sus pensamientos; más aún, el Señor Jesús alabó la actitud de la mujer, y dijo a Simón, delante de los demás, que él no le había saludado con un beso cuando entró, que no le había ofrecido lavarle los pies, que no le había dado atenciones, pero que esta mujer a quien le habían sido perdonados sus pecados, estaba ahí agradecida. Esta mujer fue alabada, fue tratada de esa manera tan linda, con ese amor, con esa ternura que sólo Cristo sabe tratar.

Un día, el Señor Jesucristo desembarcó cerca de Capernaum. Un hombre llamado Jairo le salió al encuentro y le dijo que tenía una hija enferma, y que fuese a la casa. La muchacha estaba moribunda. Allí estaba la Iglesia en su tiempo de adolescencia, con toda su debilidad del siglo II, del siglo III, cuando la Iglesia era apenas una muchacha que no tenía ni siquiera claridad de ver hacia dónde iban las cosas, porque en ese tiempo todavía Cristo no había sido ‘reflexionado’ ni ‘pensado’, solamente había sido proclamado, y aunque esa es la verdad que siempre la Iglesia debe sostener, sin embargo, en ese proceso de que Cristo fuera reflexionado, cuántos ataques recibió de la filosofía de los griegos y de los pensamientos de los hombres. Ahí, pues, estaba esa muchacha enferma. En ese tiempo no había tratamientos, no había hospitales, no había quién se preocupara de los enfermos; los médicos eran muy escasos, y ahí estaba esa muchacha.

Y en el camino, una mujer que padecía flujo de sangre se acercó a Jesús entre la multitud para tocarle. La mujer tocó el manto de Jesús y al parecer tocó la parte del manto donde habían uno flecos que representaban la ley. La mujer seguramente ejerció fe en lo que representaban esos flecos, ejerció fe en la Palabra, y al agarrarse de ella, ella creyó la Palabra, pues Cristo era la Palabra, y cuando ella tocó la Palabra, fue sana. ¡Aleluya! Esta es la Iglesia; esa mujer era considerada inmunda por su flujo de sangre. El Señor rescató a la Iglesia de sus inmundicias. A través de los siglos la Iglesia ha sido expuesta a la inmundicia; sin embargo, el Señor ha perdonado a la iglesia una y otra vez. ¿Cuántas veces la ha lavado en su sangre bendita? Innumerables veces la ha limpiado, la ha lavado una y otra vez. Aunque lo hizo una vez y para siempre, esa sangre continúa vigente, está presente día a día para lavar los pecados.

Repentinamente llega alguien con la noticia de que la muchacha ha muerto. Jesús dijo a su padre que no temiera porque no estaba muerta, sino dormida; todos se rieron de él pues sabían que estaba muerta. Jesús entró a la casa y le dijo: «¡Muchacha, levántate!». ¡Cuán muerta estuvo la iglesia en su adolescencia1 ¡Cuán expuesta! Y, sin embargo, el Señor la levantó.

La mujer samaritana

¿Qué vemos de la mujer samari-tana? Es la mujer que vivía en esa región donde existía ese odio racial entre judíos y samaritanos. Esta mujer tenía cuatro razones para ser despreciada: era una mujer pobre –no tenía un criado al cual enviar en busca de agua–, se sentía tremendamente rechazada por la sociedad –salía a buscar el agua al mediodía cuando nadie podía verla–, era una mujer samaritana – también era un motivo de desprecio; y había tenido cinco maridos, y el que ahora tenía, tampoco era su marido.

Pero el Señor se acerca a ella a propósito. Él pudo haberse ido por el camino que preferían todos los judíos, por el otro lado del Jordán, pero el Señor a propósito pasa por la tierra de los samaritanos para encontrarse con esa mujer. Y es a ella a quien Jesús mira con la compasión más grande, con la ternura más grande que se pueda sentir por un ser humano, porque Jesús no vio en ella una samaritana, ni vio una mujer, ni a una pecadora, ni una mujer pobre, sino que él vio en ella a una persona.

Y Jesús se acercó a ella y le habló. Cosa tremenda que un hombre se acercara a una mujer; ya era un acto admirable; un hombre que pasaba por encima de estos prejuicios, ya era algo como para aplaudirlo, o para despreciarlo, o para pensar que este hombre era un hombre extraño. Jesús se acerca y le habla, y le dice todo cuanto sabe de ella. Esta mujer se impresiona, se sorprende, le son abiertos los ojos de su espíritu: ante ella está nada menos que el Mesías. Ella recibe la revelación del Cristo y sale corriendo hacia la ciudad a evangelizar a sus conciudadanos y a decirles: «Vengan y vean por ustedes mismos si este hombre que me ha dicho todo lo que yo soy, es el Cristo de Dios».

Y el pueblo corrió tras ella y toda Samaria se convirtió a Cristo. El Señor Jesús usó a una mujer, porque en ella estaba viendo a la Iglesia, a la Iglesia rescatada de todos los desprecios y prejuicios de este mundo, a la Iglesia que iba a ser el instrumento de salvación para este mundo en tinieblas. ¡Bendito sea el Señor!

La mujer encorvada

Un día también el Señor se encuentra con una mujer encorvada, una mujer que hacía dieciocho años que vivía continuamente agachada. Esta mujer al parecer, representa a la Iglesia en su estado de pobreza espiritual, cuando la Iglesia perdió la visión celestial y vivía todos los días de su vida mirando hacia la tierra sin poder mirar hacia el cielo, porque había perdido la perspectiva del Cristo celestial. Cuántas veces la Iglesia vivió en esta oscuridad, cuántas veces la Iglesia vivió como una mujer encorvada. Pero a esta mujer el Señor Jesucristo le impone sus manos y le dice, como estremeciéndola: «Mujer, eres libre de tu enfermedad». Y entonces ella se enderezó. ¡Qué ternura hay en el amor de Cristo! ¿Qué hombre ha tratado a una mujer así?

Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, a fin de santificarla, a fin de presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, santa, sin mancha y sin arruga. Para que la Iglesia llegue a ser así, él tuvo que tratarla con tanto amor. El amor no es un mero sentimiento emocional, no es un mero romanticismo, el amor es la demostración de una vida entregada, de una vida rendida; y Cristo lo demostró no sólo en la cruz del Calvario, sino en estos tratos con las mujeres. ¡Benditas son las mujeres! Nadie ha tratado a las mujeres como Cristo las trató; nadie pensó en la mujer como Cristo la pensó, nadie se acercó a ellas con el respeto con que él lo hizo.

Marta y María

Estando en la casa de María y Marta, vio a Marta que corría por todos lados haciendo una y otra cosa. La forma de ser de Marta era la forma que los hombres machistas habían moldeado a las mujeres, tratándolas en forma utilitaria, valorándolas por lo que hacen, desde la mañana hasta la noche haciendo una y mil cosas.

Mas cuando Cristo estuvo en esa casa, no es que él despreciara el servicio que Marta hacía por él, pero había una posición mejor y era la de María. Él estaba viendo en María a la Iglesia postrada, sentada a los pies de Jesús, escuchándole y mirando cara a cara al Señor. La Iglesia había sido levantada para estar sentada cara a cara frente a Dios, elevada a la posición más alta del universo, la Iglesia mirando a Dios cara a cara. Nunca antes se había pensado que la mujer podía llegar a tales niveles. ¡Bendito sea el Señor! Cristo amó a la Iglesia. Él no se aprovechó del servicio que podía haber obtenido de Marta. El Señor Jesucristo valoró la actitud de María, porque en ella vio la posición de la Iglesia.

Una imagen virtual de la Iglesia

El Señor Jesús estaba reaccionando así con la mujer, porque él había soñado con la Iglesia desde tiempos eternos y la había amado desde antes que el mundo fuera. En aquella reunión solemne, en ese anticipado y determinado consejo de Dios, antes de la creación del mundo, cuando el hombre fue pensado, cuando Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza», allí Dios seguramente habló con su Hijo acerca de la Iglesia, y seguramente Dios le mostró a su Hijo lo que sería el modelo de la Iglesia.

Recurrimos a la imaginación en estos momentos, a una suposición. Supongamos, imaginemos que Dios, con su poder, como quien tiene un ‘Power Point’, enciende una imagen, una pantalla gigantesca e hizo aparecer una mujer hermosa, vestida de gloria. Cuando Jesús la miró, se enamoró de ella completamente, y dijo: «Padre, nunca en la creación he visto nada igual, yo la quiero para mí». «Hijo, ella es muy hermosa, pero no siempre va a ser así». «Padre, aun así, yo la quiero». «Hijo, ella va a ir muy abajo, va a caer muy bajo». «Padre, si es preciso ir al infierno a buscarla, yo voy». «Hijo, pero eso te costará muy caro». «Padre, yo estoy dispuesto a dar la vida por ella». «Hijo, pero eso nos causará mucho dolor». «Padre, no importa el precio, yo la amo y quiero que sea mi compañera».

¿Podemos imaginar que así pensó Cristo a la Iglesia? Las Escrituras nos permiten pensar de esa manera. Y entonces, cuando llegó el momento de demostrar su amor por ella y cumplir los pactos que hizo con el Padre en aquella reunión, cuando todas las cosas fueron acordadas en ese Pacto Eterno –el Antiguo Pacto es un pacto de transición, por así decirlo, pero el Nuevo Pacto es el pacto eterno confirmado en esa reunión–, el Hijo de Dios se comprometió a venir y a salvar, se comprometió a dar su vida, y cuando llegó el momento, lo cumplió de una manera gloriosa.

La mujer, tipo de la Iglesia

Así que, cuando la primera mujer fue creada y el Señor Jesucristo la vio, seguramente soñó con ella, la vio hacia el futuro, y qué hermosa fue la mujer en el primer día de su creación. ¿Sabe cuándo fue creada? Fue creada cuando ya todo había sido creado, cuando no había nada más que crear, entonces vino ella como un complemento. La mujer es símbolo de llenura, de plenitud, porque sin ella el mundo no sería lo que es. Este debe ser un golpe fuerte al machismo de los hombres, debe ser un golpe fuerte a lo que muchas veces también en las iglesias se piensa. Hay el pensamiento de que la mujer es un poco menor que el hombre. Es cierto que hay roles distintos, pero en la iglesia, en Cristo, no hay varón ni mujer.

Nadie amó tanto a la mujer como Cristo, porque ella representa a la Iglesia. La mujer vino a ser el centro de la creación de Dios. El Adán que fue creado no fue un individuo, no fue un hombre solitario, sino que fue un Adán corporativo, porque lo creó varón y hembra. A Dios no le servía un hombre solo, a Dios le servía un hombre acompañado de una mujer; y por esto sacó a la mujer de un costado, de un hueso del hombre; no de debajo de la planta del pie, para que el hombre no la pisotee, ni la desvalorice; del costado la tomó, para que sea su ayuda idónea, su compañera. Así fue el propósito de Dios.

Pero a partir de la caída del hombre, el hombre perdió la visión de lo que significaba tener una compañera. ¡Oh, si tan sólo el hombre mirara a la mujer como Cristo mira a la Iglesia, qué distinto serían los matrimonios! Pensando en esto es que se le dice a los hombres: «Maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia». ¿Estamos dispuestos, hermanos, a mirar a la mujer como Cristo miró a la mujer, pensando que es la Iglesia?

La caída degeneró la visión que el hombre debía tener de la mujer, siendo que ella era un vaso frágil. Dios le dio la autoridad al hombre, no para que el hombre pensara que la autoridad era un asunto vertical, de arriba hacia abajo.

Cuando pensamos en la autoridad de Cristo, la cabeza de la iglesia, nunca nos molesta su autoridad, porque no sentimos que su autoridad sea arbitraria. Antes bien, sentimos que su autoridad es un soporte, es un manto de gracia, es una cobertura, un apoyo, es auxilio y salvación. Por eso el hombre le demuestra su amor a su mujer haciéndole regalos – como dice Efesios, le hace regalos, la sustenta y la cuida, como Cristo a la iglesia.

¿Les molesta a ustedes la autoridad de Cristo? Entonces, hermana, no debiera a usted molestarle la autoridad de su marido, si es que la autoridad de su marido es como la autoridad de Cristo para la iglesia. Porque si alguien ha de tener autoridad, ha de ser para proveer, para sustentar, para socorrer, para apoyar, para guardar. Pero la distorsión del hombre caído en su pensamiento de lo que es la autoridad, es que se impone por la fuerza. Pero ¿quién es más poderoso que el Señor Jesucristo? Sin embargo, ¿quién más tierno que él? Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella.

Ese es el mensaje. Recibamos esta palabra, alegrémonos con ella, gocémonos, hermanos varones, porque nosotros también somos la iglesia.