Algunos principios sobre la unidad cristiana.

El Verbo encarnado es el templo de Dios

El Verbo, el Hijo de Dios, tomó carne para que el hombre pudiera conocer a Dios. ¿Cómo fue eso? Lo dice Juan 1:14: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad». La verdadera traducción del griego sería que Cristo al tomar carne, tabernaculizó; es decir, fue el verdadero tabernáculo, la verdadera morada de Dios sobre la tierra. Así, Cristo manifiesta el carácter de Dios, la gloria de Dios y sus íntimos deseos.

Cristo vino a manifestarnos a los hombres cuál es el plan de Dios para con nosotros. «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado». De manera que el Señor Jesús manifiesta que así como Él glorifica al Padre, nosotros, la Iglesia de Cristo, los que gozamos de la vida eterna y del conocimiento de Dios por Jesucristo, estamos llamados a glorificar al Hijo, y a darlo a conocer a los hombres.

Fuimos bautizados en un mismo cuerpo

El Señor, en su oración, dice al Padre: «Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros» (Juan 17:11). Ahí comienza a hacer énfasis en la unidad de la Iglesia. Nosotros, cuando leemos la historia, y contemplamos el panorama actual, vemos a una cristiandad que se fue llenando de mitos en el curso de los siglos. Hay muchas realidades espirituales que fueron desvirtuadas, mutiladas de su excelencia bíblica y revelacional; hubo un desprestigio de la verdad, y hoy se viven muchos mitos.

Un aspecto de la verdad que fue desprestigiado fue la unidad del cuerpo de Cristo. La Iglesia comenzó siendo una, pues la Iglesia no es una organización de tipo humano; la Iglesia es un organismo vivo de origen divino. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, es la misma vida de Cristo, pues es Su cuerpo. Dice 1ª Corintios 12:13: «Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo». La Escritura declara enfáticamente que nosotros somos el cuerpo de Cristo. No hay dos cuerpos de Cristo. El Espíritu, al bautizarnos en un solo cuerpo, nos hace partícipes de ese único cuerpo; venimos a ser miembros de ese cuerpo. Se trata de un cuerpo vivo cuya cabeza es Jesucristo.

Pero ese hecho, que es una realidad espiritual e histórica, se fue desvirtuando a través de la historia. Al comienzo la Iglesia vivía esa realidad: «Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común» (Hch. 4:32). No conocían el egoísmo, no había intereses particulares. Los intereses de la Iglesia eran los intereses del Señor. Eso es la auténtica vida de iglesia que el Señor quiere que vivamos. Es eso; que ninguno diga ser suyo nada de lo que Dios haya puesto en sus manos. Los hermanos de la primera etapa de la Iglesia vivían ese fervor del Espíritu de Cristo. Pero, hermanos, ¿qué pasó a lo largo de los siglos? Que en la historia empezó a tergiversarse y a mitificarse esta verdad, y la Iglesia empezó a recibir la influencia del mundo y de las religiones mitológicas.

Comienza la distorsión

Cuando los hermanos aún vivían aquel fervor –el único Señor de la Iglesia era el Señor Jesucristo–, fueron surgiendo otros señores humanos. En tiempos del Señor Jesús y sus discípulos había un poder terrenal, diabólico, que estaba representado por el César romano, con pretensiones divinas; y por eso se dice que el saludo entre sus súbditos tenía obligadamente que ser: «César es el señor». Pero ningún cristiano admitía que el César fuese su señor, pues Jesucristo era su Señor; y eso era encarado aun a costa de su propia libertad y vida. Cuando los del mundo escuchaban de los creyentes esa aseveración, de que no creían en la divinidad ni en el señorío del César, ni adoraban los dioses mitológicos del Estado, entonces el Estado y los paganos declaraban que los cristianos eran unos ateos. ¿Cómo les parece, hermanos? ¡Los verdaderos ateos acusando de ateos a los verdaderos creyentes!

Entonces la Iglesia empezó a vivir lo que el mismo Señor les había dicho con toda claridad: «Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). Entonces la Iglesia lo comprendió y pudo enfrentarlo con Su ayuda. No importó que sobrevinieran las grandes persecuciones y los martirios en masa. La Iglesia lo vivía porque estaba segura que su verdadera patria no es este mundo. Pero esto se fue perdiendo. El mismo Estado que perseguía a la Iglesia, optó por ofrecerle su mano, y la Iglesia empezó a asirse de la mano del Estado, una mano mucho menos fuerte que la del Señor, y empezó a mezclarse el mito existente con la Iglesia.

Entonces surgieron nuevos mitos a raíz de ese romance saturado de infidelidad. Por ejemplo, es verdad que el Señor le había dicho al apóstol Pedro: «Y a ti te daré las llaves del reino» (Mt. 16:19); es verdad que Pedro, con su predicación el día de Pentecostés, abrió las puertas del evangelio a los judíos, y después Pedro, por mandato expreso del Señor, asimismo le abrió las puertas de la salvación a los gentiles en la casa de Cornelio. Es verdad que él tenía las llaves para abrir las puertas del reino, pero no se trata de las llaves para que en la historia se mitificara y llegara alguien a declarar que Pedro había recibido una silla de rey terrenal, y que Pedro y sus supuestos «sucesores» eran los únicos representantes de Dios sobre la tierra. Era la cristiandad llenándose de mitos. Y de esa falacia montada, sobrevino un poderoso rey terrenal que vino a declarar y dogmatizar que él era el legítimo representante de Dios sobre la tierra; pero el verdadero vicario del Señor sobre la tierra en la Iglesia es el Espíritu Santo (1).

A la Palabra por el Espíritu

Nosotros debemos de tener claridad sobre todo eso. ¿Por qué estamos diciendo estas cosas? Aquí hay muchos hermanos nuestros que quieren escuchar, por ejemplo, el por qué no tenemos un templo (2). Si nosotros somos el templo de Dios en Cristo, ¿como nos vamos a meter en otro templo? Pero, ¿por qué en Jerusalén había un templo? ¿Por qué en el Antiguo Testamento sí había templo? El Nuevo Testamento declara que ese templo veterotestamentario era parte de los símbolos, de los prototipos de las verdades espirituales; eran las maquetas, eran las sombras de la verdad de Cristo y la Iglesia. Un arquitecto no le va a vender a un cliente la maqueta; le vende el edificio verdadero y acabado.

Hoy hemos llegado a la verdad: Jesucristo y su Iglesia. Esa es la verdad. Nosotros no podemos seguir bregando con mitos. Tenemos que ir a la Palabra por el Espíritu. No podemos ir por el Espíritu sin la Palabra, ni a la Palabra sin el Espíritu. No. Alguien dice: Aquí todo lo guía el Espíritu. Eso está muy bien; pero el Espíritu inspiró la Palabra, y el Espíritu no puede salirse de la Palabra y actuar sin la Palabra. Por ejemplo, si la Palabra dice que tenemos que tomar la Santa Cena, entonces el Espíritu no va a decir que no la tomemos. El Espíritu no puede decir eso, porque el Espíritu nos reveló la verdad de Dios por la Palabra; y si esas cosas las fomentamos con el argumento de que es por el Espíritu, ya estamos contribuyendo a dividir el cuerpo de Cristo, y nos iríamos aislando del resto del cuerpo. Si alguien te dice: Bueno, aquí se hace lo que nos dice el Espíritu (omitiendo la Palabra), no lo creas. ¿Eso que estás diciendo, que te guía el Espíritu, está conforme a lo que dice la Palabra? Si está conforme a la Palabra es verdad.

Hermanos, no podemos tomar la Palabra sin el Espíritu, pues fabricamos un nuevo mito. Tenemos que trabajar la Palabra con el Espíritu. Alguien podría decir: «el Espíritu ha dicho que nosotros no vamos a ofrendar en esta iglesia; que no manejemos dinero». Pero el Espíritu inspiró que en las iglesias se ofrende; el Espíritu inspiró que hay que ayudar a los santos pobres, que un anciano que trabaja en el evangelio, viva del evangelio, etc. Entonces, ¿cómo vamos a decir que aquí no vamos a ofrendar? Eso no está bien. Es el Espíritu, pero con la Palabra. Pidámosle al Señor que nos libre de los mitos, viejos y nuevos, o los que quiera el demonio traer en el futuro. Señor, guíanos en el Espíritu y guíanos en la Palabra.

El énfasis de la unidad de la Iglesia

En la oración sacerdotal del Señor hay un énfasis. El Señor quiere que seamos uno. El Señor le ruega al Padre que seamos uno. Ese énfasis lo empieza en el versículo 11; luego en el versículo 20 lo vuelve a retomar, y dice el Señor al Padre: «Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos (aquí el Señor se está refiriendo a nosotros), para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste».

No podemos nosotros pensar que vamos a ser uno en el cielo, como algunos teólogos lo enseñan. No podemos pretender eso, porque en el cielo el mundo no nos puede ver. El mundo tiene que vernos ahora. Nosotros tenemos que dar testimonio de que somos cristianos, de que somos un cuerpo vivo, de que nos amamos y dar expresión de ese amor, de que damos testimonio que Jesucristo vive en nosotros; de amarnos, de servirnos; no murmurarnos, en el vínculo del amor.

En estos días se nos ha hablado mucho del amor. Varios hermanos nos han hablado del amor, y la Palabra lo dice. «Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto» (Col. 3:14). El amor, ¿pero el amor de quién? Es el amor del Señor, porque nosotros tenemos al Señor y él es como un motor; y no quiere estar apagado. Él quiere estar dando energía, él quiere estar llenándonos de él; Cristo quiere estar trabajando en nosotros, en nuestra alma, cambiando, transformando, metamorfoseando nuestra mente, nuestros sentimientos, a fin de que actuemos acordes a esa transformación.

Es una transformación en amor que nos lleva a unirnos, a amarnos, a guardar y vivir la unidad del cuerpo. Miremos en Efesios 4: «Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre (si no hay humildad en nosotros, no puede haber unidad. Una persona que se ubique por encima de los demás hermanos, es imposible que tenga claridad sobre la vida de la unidad del cuerpo), soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor (tampoco puede haber unidad sin amor), solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz».

Hermanos, la unidad no es algo que la vamos a crear; eso ya lo hizo el Espíritu de Dios; pero es nuestra responsabilidad como creyentes, guardar esa unidad. Debemos guardar esa unidad creada desde el principio por el Señor. Luego menciona la Palabra siete factores que caracterizan la unidad de la Iglesia, pero el primero que aparece es que se trata de un cuerpo, un solo cuerpo; y esa manifestación de un solo cuerpo la debe ver el mundo, como lo declara el Señor en su oración: «Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste». El mundo debe ver la unidad, esa manifestación debe realizarse ahora; porque en la unidad es como podemos darle la gloria a Cristo, manifestar la gloria del Señor. El Señor mismo lo dice: «La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno» (v. 22).

La verdad en amor

Veamos ahora Efesios 4:14: «Para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, (pongamos mucha atención al versículo 15) sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo». No se puede seguir la verdad y enseñarla, compartirla, sin amor; tampoco se debe expresar el amor sin la verdad.

Transmitir la verdad sin amor puede herir; la verdad sin amor es fría, mata y ofende. Cuando estoy dispuesto a «cantarle la verdad» a mi hermano, es porque no tengo amor, entonces puedo distanciarme más con él. La verdad debe ser manifestada en amor. La verdad sin amor es como un puñal que te entierran. A veces hay hermanos que nunca te vuelven a mirar debido a que tú le «cantaste la verdad», pero sin amor. Por otro lado, el amor sin verdad no da fruto; porque yo por amarte no te digo la verdad para no herirte, y tú sigues lleno de errores.

Pero ¿de cuál verdad se trata? ¿Se tratará de la verdad de una organización? ¿La verdad de las tradiciones de los hombres? ¿La verdad de una facción eclesiástica? ¿La verdad de una doctrina tergiversada? No; es la verdad de la Palabra de Dios por el Espíritu. Por el amor que te tengo, no puedo compartir contigo tus errores en cuestiones fundamentales. Hay diferencias en conceptos que no son fundamentales; hay diferencias periféricas dentro de lo que vive la cristiandad. Hay cosas que no perjudican las verdades fundamentales de nuestra fe, como la verdad fundamental de la salvación en la obra de Jesucristo, la verdad de la divinidad y humanidad de Cristo, el nacimiento virginal del Señor, la verdad de la Trinidad, la verdad de la cruz, la verdad de la sangre de Cristo, la encarnación del Verbo de Dios, la resurrección y glorificación del Señor.

Hay asuntos que no afectan estas verdades, como que alguno piensa que la Iglesia será arrebatada antes de la gran tribulación, otros que después. Bueno, son cosas que se pueden estudiar con calma a su debido tiempo, pero que no rompen la unidad con nuestros hermanos. Después lo vamos viendo por la Palabra. Esto no me divide de ti, pues no es una verdad fundamental.

Pero cuando hay verdades fundamentales de por medio, yo no puedo aceptar los errores que vayan a desviarnos de una verdad fundamental bíblica. Este versículo de Efesios enfatiza sobre la verdad en amor. No se puede tampoco obrar en amor pero sin la verdad; tenemos que tener cuidado con esto. Y todo esto lo estamos diciendo debido a que estamos tratando de trabajar en esta punta de lanza del Señor ahora. La Iglesia del Señor está desmembrada en miles de fracciones, que han fomentado la división del cuerpo. El Señor está trabajando en la unidad de la Iglesia. Dice el Señor: «Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado» (v. 23).

Hermanos, leamos en Filipenses 2, las siguientes palabras del Señor: «Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor (se refiere al amor del Señor), si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable (profundo y sincero), si alguna misericordia, completad mi gozo (preciosas palabras de Pablo a los filipenses), sintiendo lo mismo (experimentando el mismo sentimiento; para que todos los hermanos lleguemos a sentir lo mismo no lo podremos lograr sin la ayuda del Señor; el Señor por Su Espíritu debe trabajar con nuestro yo, y transformar nuestro modo de pensar y nuestro modo de sentir; nuestra mente y nuestro sentimientos estorban la unidad del cuerpo de Cristo), teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa». Este mismo amor a que se refiere aquí Pablo es el amor del Señor, pues el amor nuestro jamás se nivela ni se unifica, debido a que el amor meramente humano es egoísta, no es verdadero amor.

Nuestra tendencia muchas veces es tratar de amar a aquellas personas que supuestamente nos aman, que nos tienen en cuenta, que se fijan en nosotros, que somos objetos de su deferencia; pero no así el Señor; el Señor nos ama a todos por igual. Podemos estar rodeados de hermanos que nos amen; pero en los valores eternos lo importante no es que a mí me amen, me feliciten, o me visiten. Eso puede incluso llegar a inflar mi ego.

Entonces, ¿qué es lo importante? Es que yo ame, que yo dé de mí de lo que el Señor me ha dado tanto en el orden material como en el espiritual; que comparta de mi tiempo, de mis conocimientos, de mis bienes, de mis talentos, eso es lo importante en la ‘praxis’ de la unidad de la Iglesia.

Yo no puedo presentarme ante el tribunal de Cristo, y decirle: Señor, te presento estos miles de hermanos que me aman. Entonces el Señor me va a decir: ¿Pero tú los amas? ¿Te interesaste por ellos? Yo no puedo ir a dar razón de los que me aman; debo dar razón de mi propio amor ante el Juez, pero de un amor recibido del Señor, pues mi propio amor es egoísta.

Sigue diciendo Pablo: «Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes (de un solo ánimo, de una sola alma), sintiendo una misma cosa». Ya leíamos que en la iglesia primitiva los hermanos tenían todas las cosas en común, y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, pues en sus corazones todo era de todos. «Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad (¿qué es humildad? lo dice Pablo a continuación), estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo. Ahí tenemos el tremendo ejemplo de humildad del Señor Jesús. Cristo no estimó el ser igual a Dios a fin de darse a favor nuestro. ¡Cuán diferente obramos nosotros los hombres! Nosotros nos aferramos a nuestro Isaac (a diferencia de Abraham).

¿Qué puede ser para nosotros nuestro Isaac? Nuestra posición política, social y religiosa; nos aferramos a nuestro sueldo, a las personas, a las cosas que nos proveen los hombres; nos aferramos a nuestro entorno, a todo lo que tenga una apariencia atractiva, emotiva; nos aferramos a nuestras tradiciones religiosas y culturales. Hay muchas cosas que nos amarran, que no queremos soltar, y mientras no las soltemos no podremos llegar a un grado en que tú y yo seamos iguales. El Señor Jesús vino a romper las desigualdades. Vino a sentar en una sola mesa a los imperialistas y a los guerrilleros, a miembros del Sanedrín con pescadores de Galilea. Esas desigualdades esquemáticas no tienen lugar en el cuerpo de Cristo.

Para guardar la unidad del Espíritu en la Iglesia de Cristo, yo debo rebajarme por amor al Señor. No debo esperar que los demás se rebajen ante mí, para que cuando eso ocurra, entonces sí considerar que ya hay motivos para irnos entendiendo, que ya nos vamos igualando; no. Yo soy quien debo tomar la iniciativa de descender de mi alto nivel (alto nivel que puede ser ilusorio y utópico), y empezar a considerarte a ti como superior a mí mismo.

Nosotros vemos que la cristiandad se tergiversó tanto, que han reemplazado la verdad bíblica revelada por el Espíritu, por tradiciones de factura humana; como lo dice el Señor en Mateo 15. Allí el Señor nos dice algo también a nosotros los creyentes del siglo 21, no solamente se los dice a los fariseos y a aquellos que le escuchaban. «Respondiendo él, les dijo: ¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición?» (v. 3).

Y el verso 6 repite y aclara: «Así habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición». Una tradición que no provenga de la revelación divina, puede tener cien años, o quinientos, o dos mil años, si esa tradición trata de reemplazar la Palabra de Dios, está invalidándola, y llenando a los hermanos de mitos y de mentiras, y desviándolos de la verdadera verdad (con perdón de la redundancia) de Dios por la Palabra y el Espíritu.

Arcadio Sierra
 
(1) Cfr. Juan 14:15-17.
(2) El autor se refiere al templo, visto como un lugar sagrado. No se cuestiona la existencia de un salón de reuniones para la iglesia (Nota del editor).