Una maravillosa historia real.

Richard H. Harvey

Realmente la clase más popular de la facultad era la de Química. La mayoría de los estudiantes, sin importar su especialidad, la tomaban durante su primer año. El profesor, el Dr. Lee, era uno de los más conocidos y honorables de la Universidad. Ostentaba muchos honores obtenidos de diferentes sociedades científicas del mundo. Su influencia era de peso, más que la de cualquier otro de los profesores.

El profesor Lee creía en Dios como Creador de la masa original que había sido arrojada al espacio y que Dios había establecido ciertas leyes que la gobernaba. Pero creía también que Dios no se interesaba mucho en el hombre y que, por tanto, era inútil buscar una relación personal con él, y mucho menos lograr su intervención directa en los asuntos de los hombres.

Las charlas del Dr. Lee

Entre los temas de sus numerosas conferencias, el Dr. Lee elegía el de la oración para la serie de charlas en la semana previa a las vacaciones de Acción de Gracias. El ciclo era de tres conferencias. La segunda conferencia enfatizaba la idea de la imposibilidad de los milagros.

Después de finalizar esta vez, algunos estudiantes nos reunimos con el Dr. Lee para conversar y yo le dije: «Dr. Lee, yo he comprobado la existencia de los milagros. Conozco a un hombre llamado Jerry Sproul, cuyas cuerdas vocales fueron destruidas por gas en la Primera Guerra Mundial. Fue declarado incurable en tres hospitales del Ejército y se le dio una pensión vitalicia. Su caso es bien conocido por los oficiales en Pittsburg, Pennsylvania, y por los periódicos locales. Él oró por su enfermedad, y recibió en respuesta, nuevas cuerdas vocales. Sus fichas médicas están a disposición, y me sentiría complacido de obtenerlas para que usted las vea».

El Dr. Lee respondió: «Verá, yo no creo absolutamente en nada de eso. Si existiera una circunstancia tal cual usted me la describe, por supuesto deberá haber alguna explicación científica para ello». Luego, se dio vuelta y se marchó.

El desafío

La tercera conferencia era sobre la imposibilidad de obtener una respuesta objetiva a la oración. El Dr. Lee solía decir que probaría sus argumentos. Al finalizar su charla, anunciaba que bajaría de la plataforma al piso de concreto y haría un desafío. Preguntaba si había alguien que aún creía en la oración y pedía que antes que alguien contestase escuchara lo que él iba a hacer.

Decía: «Me daré vuelta, tomaré un frasco y lo mantendré con mi brazo extendido. Si alguno cree que Dios responde la oración, yo quiero que se pare y pida a Dios orando que cuando tire yo este frasco al piso no se rompa. Me gustaría saber si sus oraciones y las oraciones de sus padres, de los maestros de la Escuela Dominical, y aún la de sus pastores podrán impedir que este frasco se rompa. Si alguno desea que algunos de ellos estén acá, pospondré con mucho gusto este experimento hasta que vuelvan del receso de Acción de Gracias».

Nunca nadie había aceptado el desafío del Dr. Lee.

Un joven de fe

Pero ese año, un joven que ingresaba, escuchó acerca del desafío y decidió en espíritu de oración aceptarlo. Creyó que Dios le había dado la promesa: «Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren…». Entonces aquel joven buscó a otro cristiano y se reunieron en oración pidiendo valentía y fe. Ellos creían que Dios mantendría aquel frasco sin romperse.

Llegó el día de la conferencia, y, al finalizar, tal como se hacía por cerca de doce años, el desafío fue lanzado. Tan pronto como el Dr. Lee preguntó: «¿Hay alguien aquí que crea que Dios contesta la oración?», aquel joven se paró, levantó la mano, y dijo: «Dr. Lee, yo creo».

«Bien, esto es muy interesante», comenzó a decir el profesor, «Pero, estimado joven, déjeme explicarle lo que haré, y entonces usted después verá si desea o no orar. No quiero hacerle pasar vergüenza ante sus compañeros». Aquel profesor tomó el frasco y lo extendió enfrente de él, sobre el piso de cemento. «Ahora le voy a pedir a usted que ore – si aún quiere hacerlo. Después que usted ore, tiraré el frasco y le puedo asegurar que al golpear contra el piso se va a romper en centenares de pedazos, y ninguna oración podrá impedirlo. ¿Aún desea orar?

«Sí, Dr. Lee, quiero orar».

«Bien, esto es lo más interesante», y volviéndose a la clase dijo, sarcásticamente: «Ahora nos comportaremos reverentemente mientras este joven ora».

Entonces se volvió al joven, y le dijo: «Ahora usted puede orar». Aquel jovencito levantó su rostro al Cielo y oró: «Dios, yo sé que tú me oyes. Honra el nombre de tu Hijo Jesucristo y hónrame a mí, tu siervo. ¡No dejes que este frasco se rompa! Amén».

El Dr. Lee extendió su brazo tan lejos como pudo, y abrió su mano. El frasco cayó en forma de arco, golpeó la punta del zapato del profesor Lee, dio vuelta sobre sí mismo y no se rompió. No hubo ningún movimiento en el aire, ninguna ventana abierta. La clase silbó, aplaudió y gritó. El Dr. Lee nunca más volvió a dar sus conferencias anuales sobre la oración.

Hace unos años, en la Conferencia Bíblica de Notario, Canadá, conté esta historia brevemente y después de la reunión, una señora vino y me dijo: «Dr. Harvey, yo también era alumna de primer año del Dr. Lee, y le escuché aquel desafío. Lo que usted dice es exactamente la verdad».

Tomado de «70 años de milagros».