Aunque todos entramos a la casa de Dios como “teknon” –como niños pequeños–, el propósito de Dios es que finalmente alcancemos la “huiotesía” –la filiación–, es decir, la posición de hijos maduros.

Una casa, de acuerdo con la Escritura, es básicamente una familia. Así, por ejemplo, «la Casa de Jacob» no es el lugar físico donde Jacob vivía con sus hijos, sino su familia y descendencia. La casa de Dios es, entonces, la familia de Dios. Y dicha familia está conformada por sus hijos. Estos hijos han llegado a formar parte de la casa por medio de la fe en su Hijo.

Niños pequeños e hijos maduros

En el Nuevo Testamento, y especialmente en los escritos de Juan, hay dos palabras que se traducen indistintamente con el vocablo “hijo” en nuestra versión castellana. La primera de ellas es “teknon” y se usa siempre en conexión con los santos. La segunda es “huiós” y se usa siempre para referirse al Señor Jesucristo y, en ocasiones, a los santos. De este modo, cada vez que encontramos en nuestra Biblia la palabra “hijo” aplicada al Señor, la expresión griega es “huiós”. Pero, cuando hallamos la palabra “hijo” referida a los creyentes, los vocablos griegos pueden ser “teknon” o “huiós”.

Esta diferencia de palabras en el griego es sumamente importante, pues está relacionada con el propósito eterno de Dios. En nuestra cultura occidental no tenemos dos palabras que signifiquen exactamente lo mismo que la palabras griegas “teknon” y “huiós”. Y esto se debe a que detrás de ellas existían ciertas costumbres que no existen en nuestra cultura. Cuando el apóstol Pablo, en Efesios 1:5 nos dice que fuimos predestinados por Dios para ser “adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo” hace alusión a una de esas costumbres. Para nosotros, la adopción de un hijo es un acto legal por el cual un niño nacido de padres biológicamente distintos es introducido en una familia diferente, con la cual no tiene lazos biológicos. De este modo, se convierte en un “hijo” más de esa familia. No importa la edad que tenga, pues para nosotros un “hijo”, en este sentido, es alguien a quien reconocemos legalmente como tal y que a su vez nos reconoce como padres.

Por tanto, cuando leemos que Dios nos predestinó para ser adoptados hijos suyos (Ef. 1:5), pensamos equivocadamente –debido a nuestro trasfondo sociocultural– que se trata del acto “legal” por medio del cual, a través de la justificación y la reconciliación, Dios nos recibió en su familia como a hijos. Nosotros éramos extraños, pero ahora somos “hijos adoptivos” por medio de Jesucristo. Pero, aunque todo lo anterior es correcto en un sentido, en otro, no lo es. Pues la “adopción” neotestamentaria es, en verdad, algo muy distinto a lo que llamamos adopción en nuestros días, ya que está vinculada con la meta final y suprema de Dios para los suyos. Para comprender esto necesitamos recurrir a la marcada distinción que el texto griego hace entre un “teknon” y un “huiós”.

En aquel tiempo, se llamaba “teknon” a los hijos pequeños. Durante el proceso de su formación, los niños estaban en la casa del padre sometidos bajo preceptores y tutores hasta el tiempo en que alcanzaban la edad adulta. Este proceso de formación recibía el nombre de ‘disciplina’, y su objetivo era convertir a los niños en hijos maduros, capaces de heredar y administrar la casa y los bienes de su padre. Así que los ‘teknon’ eran los hijos en proceso de formación para la vida adulta y responsable. Por otra parte, cuando un niño alcanzaba la edad adulta, el padre de familia hacía una gran fiesta e invitaba a todos sus parientes, amigos y siervos. Ese día el niño era vestido con una ropa distinta a la que había llevado hasta entonces, y presentado ante todos los invitados como el legítimo heredero de su padre, con todos los derechos y responsabilidades que ello implicaba. A partir de entonces no se le consideraría más un “teknon”, sino un “huiós”, esto es, un hijo adulto y maduro, que podía tomar su lugar junto a su padre en la administración y gobierno de la casa. Esta ceremonia, por medio de la cual un teknon se convertía en un huiós, recibía el nombre de “adopción” (del griego “huiotesía”, que significa, literalmente, “poner en el lugar de hijo”).

Sin embargo, debido a que la palabra “adopción” tiene un significado tan diferente en la actualidad, es preferible que utilicemos en su lugar la expresión “filiación”, pues refleja mejor el carácter del hecho que estamos considerando.

Creciendo hacia la madurez

En consecuencia, la filiación no era el principio de un proceso sino el final. Entramos en la casa de Dios como “teknon”, tal como nos los dice Juan en su evangelio: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos (teknon) de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1:8-9). Pues, lo que nos convierte en ‘teknon’ de Dios es un nuevo nacimiento por medio del cual la vida divina es impartida por el Espíritu a nuestro espíritu, y nos hace así participantes de la naturaleza divina. Dios, nos dice Hebreos, es el Padre de nuestros espíritus. Cristo ha hecho de nuestro espíritu su morada por medio del Espíritu Santo.

Y esta es la única forma de entrar en la casa de Dios. No se trata de algo simplemente exterior. Un cambio de actitud, forma de vida y dirección; o bien, el abrazar ciertas creencias o convicciones mentales, o experimentar determinadas emociones. Todo ello es insuficiente por sí mismo para introducirnos en la casa de Dios: se requiere un nuevo nacimiento llevado a cabo en la misma raíz de nuestro ser. La renovación y regeneración de nuestro espíritu por obra del poder de la resurrección de Cristo es, entonces, el punto de partida del proceso que nos convertirá finalmente en hijos maduros de Dios (huiós).

Sin este nuevo nacimiento todo lo demás en la vida cristiana se vuelve inaccesible. Pues la vida que nos es impartida por el nuevo nacimiento tiene el poder de crecer y desarrollarse, para conformarnos completamente a la imagen del Hijo (huiós) de Dios, Jesucristo. El que ahora seamos ‘teknon’ de Dios, según Juan, significa que tenemos la simiente de Dios en nuestro interior, es decir, al Hijo de Dios en nuestro espíritu. Esta simiente es, en sí misma, santa e incapaz de pecar. Pero Dios obra desde el centro hacia la circunferencia de nuestro ser. Primero pone su vida (la vida de su Hijo) en nuestro espíritu, y luego, por medio de un largo camino de formación y disciplina, va expandiendo dicha vida hasta transformar todos los estadios de nuestro ser. Es este proceso lo que nos está convirtiendo progresivamente en “huiós” de Dios. A medida que aprendemos a vivir por medio de la vida divina, gobernados por su Espíritu, y hacemos nuestros todos los pensamientos y propósitos del Padre (al apropiarnos a cabalidad de Cristo), dejamos de ser teknon y nos convertimos en huiós. Al final de ese proceso se encuentra la ‘huiotesía’ o ‘filiación’. De modo que la madurez es algo que debe ser alcanzado durante nuestro andar con el Señor aquí en la tierra. Tan sólo la perfección final de este proceso está reservada para el tiempo por venir; esto es, nuestra plena filiación en la gloria.

Luego la pregunta fundamental es ¿estamos en posesión de esa vida?; y, si nuestra respuesta es afirmativa, ¿estamos viviendo por medio de esa vida? Pues alcanzar la madurez significa que hemos aprendido a vivir por medio de la vida divina, o, lo que es sinónimo, el Espíritu Santo ha tomado el gobierno de todo nuestro ser, como nos dice el apóstol Pablo: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos (huiós) de Dios”. Cuando ello ocurre, Cristo puede expresarse sin estorbo alguno por medio de nosotros. Y esto no es algo meramente exterior. Los hijos de Dios se manifiestan cuando expresan y muestran a Cristo en sus palabras y actos. La expresión de Juan para referirse a la vida cristiana en su dimensión visible es “la manifestación”, pues se trata de algo interior e invisible que se revela y hace visible. Por ello los hijos de Dios se “manifiestan”. Ellos son la encarnación de un propósito eterno, un misterio celestial. Es la vida divina y eterna manifestada en hombres y mujeres sobre la tierra. Pues así fue como Cristo, el Hijo de Dios, a cuya imagen hemos de ser conformados para la filiación como hijos de Dios, se manifestó en la tierra.

“Lo que hemos visto, lo que hemos oído… y palparon nuestras manos… pues la Vida fue manifestada y la hemos visto”. La Vida eterna es algo que debe manifestarse y hacerse visible entre los hombres. Juan nos dice que esta es la prueba de su presencia y operación en los niños de Dios. Un niño de Dios es uno que posee la vida de Dios; en cambio, un hijo maduro es uno que vive por medio de la vida divina. Luego, la prueba y la evidencia de nuestro crecimiento y desarrollo como niños de Dios no está en nuestras doctrinas, nuestros credos, nuestras declaraciones, ni nuestras enseñanzas, sino en la presencia de la vida y su manifestación, la cual nos va haciendo cada vez más semejantes a su Hijo, Jesucristo. Una vida que es en todo sentido un milagro constante; una vida que triunfa vez tras vez sobre el mundo, el pecado, la muerte y Satanás. Pues es la vida de resurrección, la misma vida de Cristo en nosotros por el Espíritu.

Por tanto, lo que Dios busca en nosotros sobre todas las cosas, no es una mera conducta exterior, o la afirmación y sistematización de ciertas doctrinas correctas y “bíblicas”, sino el desarrollo y la manifestación de su vida. No es que simplemente seamos buenos esposos, padres, trabajadores y creyentes, sino que su Hijo se exprese a través de nosotros. No es la vida humana tratando de imitar la vida divina, sino la vida divina expresándose a través de la vida humana. No la mente humana sistematizando y exponiendo verdades, sino la revelación y el conocimiento vivo de Jesucristo, como la suma de todas las verdades divinas, impartido en nuestro espíritu y alumbrado en nuestros corazones por obra de su Espíritu. ¿Cómo explicar con palabras la infinita distancia que hay entre lo uno y lo otro?

Hijos llevados a la gloria

La casa de Dios es el lugar donde los “niños” de Dios están siendo preparados y formados “para ser adoptados hijos suyos” (o “para la filiación”) (Efesios 1:5) a lo largo de esta dispensación. Hebreos nos dice que Dios habrá de llevar muchos hijos a la gloria (Heb. 2:10). Y allí la palabra griega es “huiós”. Vale decir que aquello que Dios espera presentar en la gloria son hijos maduros y no niños pequeños e inmaduros. Por ello, toda la carta a los Hebreos está traspasada de un urgente llamado a crecer hacia la madurez.

La gloria y la filiación son idénticas. El traslado de los hijos de Dios a la gloria no será simplemente un evento físico desde un lugar a otro; desde un lugar llamado ‘tierra’ hasta otro llamado ‘cielo’. Será mucho más que eso. Será un cambio de dispensación, la definitiva introducción de un orden completamente nuevo. Un orden celestial por medio de sus hijos, quienes expresarán eternamente su gloria. Pues, la gloria de Dios es algo que ha de ser forjado profundamente en sus hijos antes de su final manifestación o divina filiación.

Pero antes nos preguntamos, ¿qué es la gloria? En la Escritura, la gloria de Dios es la expresión y la manifestación de Dios mismo, tanto de su carácter, como de su poder y autoridad. La gloria de Dios es inseparable de él mismo: “Yo Jehová; este es mi nombre y a otro no daré mi gloria…” (Is. 42:8). Las obras de Dios expresan la gloria de Dios, es decir, expresan la clase de Dios que él es. Su exclusividad y total alteridad con respecto a todo cuanto existe. Y el propósito de Dios es expresar la plenitud de su gloria por medio de sus hijos. Y esto es algo que supera por completo toda nuestra capacidad natural para comprender y entender. Pues, ¿quién conoce la plenitud de lo que Dios es? Ni siquiera las más poderosas de las criaturas celestiales que rodean su trono pueden comprender la infinita grandeza y potencia de su gloria.

Pero Dios –nos dice la Escritura– según el puro afecto de su voluntad, quiso compartir la plenitud de su gloria con sus hijos y manifestarla en ellos a todo el universo. No obstante, nosotros, que como criaturas, somos incluso inferiores a los ángeles, ¿cómo podríamos expresar su gloria? La respuesta es: por medio de su vida divina impartida en nuestro espíritu y expandida para vivificar la totalidad de nuestro ser. Y esta expansión es lo que en nosotros se está verificando diariamente por medio de la operación de la cruz sobre nuestro hombre natural y el poder de la resurrección operando en nuestro hombre interior o espiritual. Un cada vez más excelente y eterno peso de gloria se va acumulando sobre nosotros a medida que somos formados como hijos de Dios. Finalmente, cuando una medida suficiente y rebosante de esa gloria se haya acumulado secreta, interior e invisiblemente en la iglesia (la compañía corporativa de sus hijos) a lo largo de la presente dispensación, vendrá su manifestación visible, el día de la adopción y de la redención de nuestro cuerpo (Rom. 8:23, donde la redención del cuerpo es llamada también “huiotesía” o filiación). Luego, nuestro traslado a la gloria no será simplemente un evento físico y objetivo, sino también el momento final de un proceso subjetivo que nos va transformando interiormente de gloria en gloria en la misma imagen de nuestro Señor.

En ese día, aun nuestro cuerpo será transformado para ser semejante al cuerpo de la gloria suya. Pues ese cuerpo glorificado será el último estadio de la obra que Dios está llevando a cabo en sus “niños” para transformarlos en hijos maduros. Por tanto, hemos de ser preparados para ese día, formados y adiestrados en todas la lecciones espirituales que nos harán aptos para disfrutar de la herencia de los santos en luz. Pues la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción heredar la incorrupción. Por ello, si tantos de los que se llaman cristianos tuvieran a lo menos un vislumbre de la gloria venidera, pronto verían toda la inadecuación e insuficiencia de su vida natural y terrenal para dicha gloria.

En consecuencia, una obra debe ser llevada a cabo antes de que podamos entrar en la gloria. Una obra de expansión de la vida y la naturaleza divinas en nuestro ser hasta que Cristo lo llene todo y en todos. Pues sólo lo que hay de él en nosotros posee la capacidad de ser llevado a la gloria. Por medio de un nuevo nacimiento fuimos introducidos en la casa de Dios como sus niños. Y, por esta razón, tenemos en nosotros la potencialidad de convertirnos en hijos maduros y alcanzar la gloria. Esta es la meta final de Dios para esta dispensación. La regeneración es el punto de partida. Por ella nos convertimos en “teknon” de Dios. Pero Dios desea obtener, sobre todas las cosas, una compañía corporativa de “huiós” que comprendan a cabalidad sus pensamientos y tomen la responsabilidad de realizar su voluntad en la tierra. Él necesita que sus niños crezcan hacia la madurez y, finalmente, tomen su lugar como sus legítimos herederos con todos los derechos y deberes que ello implica, como coherederos con su Hijo primogénito. Esto último es su meta final: la filiación de sus niños; la recepción de sus “huiós” en la gloria.