Detrás de cada hecho que nos sucede, y detrás de cada circunstancia que nos rodea, está la mano de Dios que, amorosamente, nos disciplina para que alcancemos la madurez.

El sentido de la disciplina

El apóstol dijo a los hebreos que, aunque habían sufrido mucho y pasado muchas pruebas y persecuciones en su lucha contra el pecado, todavía no habían resistido hasta derramar sangre (Heb. 11:4). A este respecto, se quedaron cortos de lo que sufrió nuestro Señor (Heb. 12.2). Lo que los creyentes sufren no puede nunca compararse con lo que el Señor sufrió.

¿Qué debe esperar una persona después de ser salva? No hemos de dar una esperanza indebida a los hermanos. Les deberíamos enseñar que van a encontrar muchos problemas en el futuro, pero el propósito y el designio de Dios están detrás de todo ello.

En Hebreos 12:5-6, el apóstol cita Proverbios 3, y dice que si el Señor nos disciplina, no debemos menospreciar esa disciplina como algo sin importancia, y que si el Señor nos reprende, no debemos desmayar.

Algunos consideran triviales las dificultades, los sufrimientos y la disciplina que Dios les manda, de modo que pasa inadvertida para ellos. Otros desmayan cuando el Señor los reprende y los tiene en sus manos. Piensan que ya han sufrido demasiado en medio de sus circunstancias, y que la vida cristiana es muy difícil. Desmayan y tambalean ante las dificultades que encuentran en el camino. Ambas actitudes son incorrectas.

Muchos hijos de Dios han sido salvos durante 8 ó 10 años, sin embargo, no ven el propósito que Dios tiene al castigarlos. Pasan ciegamente por sus experiencias. No se preguntan acerca de lo que atraviesan hoy, y lo dejan pasar inadvertidamente. Por una parte, entonces, no debemos menospreciar la disciplina; por otra, no debemos hacer demasiado escándalo al respecto. Debemos aprender a aceptar la disciplina del Señor y comprender que la disciplina que nos inflige y el oprobio que llevamos siempre tienen un propósito.

La naturaleza de las disciplina

Hebreos 12:6 nos muestra el propósito por el cual el Señor nos disciplina. Dios no disciplina a la gente del mundo, sino a los que ama. Por consiguiente, la disciplina es la provisión que el amor de Dios nos asigna. El amor regula todo lo que nos sobreviene y ordena las cosas con las que nos encontramos en nuestra vida cotidiana.

Ningún padre disciplina al hijo de otro; a ningún padre le preocupa si el hijo del vecino es buen hijo o un mal hijo, pero sí disciplina específicamente a sus propios hijos. El padre tiene un plan definido al disciplinar a su hijo y lo moldea para que desarrolle cierto carácter. Del mismo modo, desde el día en que fuimos salvos, Dios ha estado operando en nosotros según un plan definido. Él desea que aprendamos ciertas lecciones a fin de que seamos conformados a su naturaleza y que seamos como Él. Su meta es hacernos cierta clase de personas.

Todo hijo de Dios debe darse cuenta de que Dios ha preparado muchas lecciones para Él y ha tomado las medidas necesarias disponiendo las circunstancias, las experiencias y los sufrimientos, con el propósito de producir cierto carácter. Tenemos que reconocer la mano de Dios, la cual nos guía en toda circunstancia. Tan pronto nos salgamos del camino recto, su mano estará sobre nosotros y nos herirá para hacernos volver. Todo hijo de Dios debe estar preparado para aceptar la mano disciplinaria de Dios. Solamente los cristianos pueden participar de los azotes y la disciplina de Dios.

Nosotros recibimos disciplina, no castigo. El castigo es la retribución por nuestros errores, mientras que la disciplina tiene el propósito de educarnos. Somos castigados por haber hecho algo malo y, por ende, corresponde al pasado. La disciplina también se relaciona con nuestros errores, pero se aplica con miras al futuro y tiene un propósito. Puedo decir con confianza que Dios desea que cada uno de sus hijos lo glorifique en ciertas áreas, cada uno de diferente manera. Cada cual tiene su porción en su área específica.

Los hijos de Dios verdaderamente experimentarán una gran pérdida si no entienden la disciplina. Muchas personas durante años llevan vidas llenas de necedad a los ojos de Dios. Les es imposible avanzar. No tienen idea de lo que el Señor desea hacer en ellos. Andan según sus propios deseos y vagan en el desierto, sin restricción y sin rumbo. Dios no actúa de esta manera. Él tiene un propósito en todo lo que hace y actúa con el propósito de moldear un carácter sólido en nosotros para que podamos glorificar su nombre.

El contenido de la disciplina

Cuando el apóstol escribió a los Hebreos, citó las palabras de Proverbios. Empezando en Hebreos 12:7, intentó explicar la cita. “Es para vuestra disciplina que soportáis” (Trad. lit.). El Nuevo Testamento interpreta el Antiguo. La interpretación aquí es muy importante, porque el apóstol nos muestra que el sufrimiento y los azotes (o disciplina) son una misma cosa. Lo que soportamos es la disciplina de Dios.

¿Qué es la disciplina de Dios? Los versículos del 2 al 4 mencionan el menosprecio del oprobio, el soportar la cruz, y el resistir contra el pecado; mientras que los versículos 5 y 6 hablan de la disciplina y los azotes. ¿Qué conexión hay entre estas dos secciones? Recuerda simplemente que el versículo 7 resume los versículos 2 al 6, al mostrarnos que lo que soportamos es la disciplina de Dios. Por lo tanto, el sufrimiento, el aguantar el oprobio y el luchar contra el pecado, aunque no sea hasta derramar sangre, es parte de la disciplina de Dios.

¿Cómo nos disciplina Dios? Todo cuanto Dios te ha hecho pasar, esto es su disciplina. No te imagines que su disciplina es algo especial. La disciplina de Dios es aquello que tenemos que afrontar cada día: palabras duras, rostros desagradables, lenguas hirientes, respuesta ásperas y mordaces, críticas infundadas, problemas inesperados, distintos tipos de oprobio, irresponsabilidad por parte de miembros de la familia; todos los muchos dolores y dificultades que vayas encontrando, pequeñas y grandes. A veces tienes que aguantar enfermedad, pobreza, aflicción y dificultades. Todo lo que soportas es la disciplina de Dios.

La pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo debemos responder cuando alguien nos mira mal? Si esa mirada es parte de la disciplina de Dios, ¿cómo debo reaccionar? Si nuestro negocio fracasa debido a la negligencia de otros, ¿cómo vamos a reaccionar? Si Dios usa la poca memoria de otra persona para disciplinarnos, ¿qué debemos hacer? Si nos enfermamos por el descuido de otra persona que nos contagia su mal, ¿cómo debemos afrontarlo? Si todo nos sale mal por causa de la disciplina de Dios, ¿qué vamos a hacer?

Nuestra respuesta a todas estas cosas determinará nuestra condición. Podemos considerar todas las cosas en nuestro ambiente como simple casualidad, o podemos considerarlas como la disciplina de Dios; estas son dos actitudes completamente diferentes. Lo que el apóstol presenta aquí es muy claro. Él dice que soportamos por causa de la disciplina. No crea que estas cosas intolerables no son parte de la disciplina de Dios. No piense neciamente que son mera coincidencia. Debemos tener presente que Dios dispone todas nuestras circunstancias diarias y las dosifica para aplicárnoslas como disciplina.

Dios disciplina a sus hijos (12:7). Muchos tienen el concepto erróneo de que Dios los castiga porque desea torturarlos. ¡No! Dios nos castiga para que podamos recibir la bendición y la gloria.

Vemos un gran contraste entre una persona que comprende que sus circunstancias son dispuestas por Dios y una que no. Aquélla verá su experiencia de manera diferente a ésta. Si alguien me golpea con su bastón, yo tal vez discuta con él o le arrebate el bastón, y lo quiebre y se lo arroje en la cara. Esta reacción es perfectamente justa. Pero si se trata de mi padre, ¿puedo arrebatárselo, quebrarlo y tirárselo en la cara? Yo no puedo hacer eso. Por el contrario, hasta cierto punto nos sentimos honrados de que nuestro padre nos discipline. Madame Guyon decía: “Besaré el látigo que me castiga y la mano que me abofetea”. No olviden que es la mano del Padre y la vara del Padre. Si fuera alguna experiencia ordinaria, no perderíamos nada al resistirla. Pero éste no es un encuentro ordinario: es la mano de Dios y el castigo de Dios, cuya meta es hacernos partícipes de su naturaleza y carácter.

Una vez que vemos esto, no murmuraremos ni nos quejaremos. Cuando nos damos cuenta de que es el Padre quien nos está disciplinando, nuestra actitud cambia. Es un honor que él nos discipline.  Recordemos que la disciplina es la evidencia de que uno es hijo (12:8). Todo hijo de Dios debe ser disciplinado, y usted no es la excepción. Todos los que vivieron en tiempos de Pablo o de Pedro experimentaron esto. Lo mismo se aplica en la actualidad, en cualquier país del mundo. Nadie está exento. Ningún hijo de Dios ha tomado un camino en el que no se encuentre con la disciplina. Quienes no son disciplinados son bastardos, o pertenecen a otras familias y no a la familia de Dios. No podemos ser hijos de Dios y prescindir del castigo.

Nuestra actitud frente a la disciplina (Heb. 12:9).

Nuestros padres carnales nos disciplinaban y los respetábamos. Reconocíamos que la disciplina era correcta y la aceptábamos. ¿No es mucho mejor someternos al Padre de los espíritus y vivir? Esto nos muestra que la filiación nos conduce a la disciplina, y ésta produce sumisión.

Nos sujetamos a Dios en dos asuntos: en sus mandamientos (los preceptos que constan en la Biblia), y en su corrección, es decir, lo que Dios hace en nuestras circunstancias. En muchas ocasiones, es suficiente obedecer la palabra de Dios. Pero hay casos en los que también tenemos que sujetarnos a la disciplina de Dios. Él ha dispuesto muchas cosas en nuestro ambiente, y nosotros debemos aprender las lecciones que ellas nos ofrecen.

Debemos estar conscientes de la clase de personas que somos a los ojos de Dios. Somos rebeldes y obstinados por naturaleza. Somos como niños traviesos, que no obedecen a menos que el padre tenga una vara en la mano. Sólo prestamos atención cuando se nos castiga. Si no se nos azota, seguimos orondos. Por esta razón, la disciplina es absolutamente necesaria. Deberíamos conocernos a nosotros mismos; no somos tan simples como pensamos. El apóstol nos mostró que el fin del castigo es hacernos humildes y obedientes. Estas son virtudes indispensables.

El propósito de la disciplina (Heb. 12:10).

Con frecuencia, los padres disciplinan a sus hijos de manera indebida, pero la disciplina de Dios no es motivada por el enojo a modo de retribución: tiene un carácter constructivo, y su objetivo es nuestro beneficio.

¿Qué beneficio obtenemos de esta disciplina? Dios nos disciplina con el propósito de que participemos de su santidad, su naturaleza y su carácter. La Biblia habla de diferentes clases de santidad. Que Cristo sea nuestra santidad, es una cosa, pero que nosotros seamos santificados en Él, es otra. La santidad de la que habla aquí se forja en nosotros; no es un don que recibamos repentinamente, y se relaciona con nuestra constitución. La santidad que se menciona aquí es forjada en nosotros por medio de la disciplina, de azotes y de la obra diaria que Dios realiza en nuestro interior. Si permanecemos bajo la disciplina de Dios, conoceremos gradualmente lo que es santidad. Si permanecemos en ella hasta el final, seremos santos en todo nuestro carácter.

¡Necesitamos mucha disciplina para que Dios pueda forjar en nosotros un carácter santo! Ante Dios tenemos una cantidad limitada de años para crecer en la vida cristiana. Si evadimos la disciplina de Dios, o no permitimos que produzca el efecto esperado, nuestra pérdida será, en verdad, una pérdida eterna.

Dios no solamente nos imparte su santidad como un don, sino que también desea que participemos de ella por medio de la disciplina que nos aplica. Necesitamos toda clase de reveses, dificultades, ajustes, fracasos, exhortaciones y correcciones para poder participar del carácter santo de Dios. Este es uno de los varios aspectos de la salvación descrita en el Nuevo Testamento. Dios primero nos da algo, y luego forja eso mismo en nosotros. Cuando tenemos ambos aspectos, tenemos la salvación plena. Uno es un don de Cristo, y el otro es lo que forja el Espíritu Santo en nosotros.

El fruto de la disciplina (Heb. 12:11-13).

El apóstol destaca aquí las palabras al presente y después. No piense que es incorrecto sentirse afligido cuando experimenta la disciplina de Dios, pues ésta es un sufrimiento. El Señor no consideró las aflicciones un asunto de gozo. Por supuesto, podemos convertirlas en gozo (1 Ped. 1:6). Por una parte, experimentamos sufrimiento, y por otra, hay gozo. En cuanto a la disciplina, los hijos de Dios deben fijar sus ojos en el futuro, no en el presente.

Jeremías 48:11 dice: “Quieto estuvo Moab desde su juventud, y sobre su sedimento ha estado reposado, y no fue vaciado de vasija en vasija, ni nunca estuvo en cautiverio; por tanto, quedó su sabor en él, y su olor no se ha cambiado”. Este es el problema de aquellos que no han pasado por castigos y sufrimientos delante del Señor. Los moabitas no habían sido perturbados ni habían experimentado sufrimiento. Ellos se volvieron como el vino reposado en su sedimento. En la fabricación del vino, las uvas se deben fermentar primero; después se pasa el vino de una vasija a otra, vaciándolo hasta que no quede ningún sedimento. Moab tenía todo el sedimento, aunque en la superficie parecía vino decantado.

Muchas veces se tiene la impresión de que Dios escarba hasta llegar a las raíces de la persona. Tal vez experimente cómo Dios le desarraiga por medio de los sufrimientos. Quizá sea despojado de todo lo que tiene. Esto es ser vaciado de vasija en vasija. La mano de Dios nos triturará completamente, a fin de sacar nuestro sedimento. No piense que la quietud y la comodidad son buenas. La quietud de Moab hizo que él siguiera siendo Moab para siempre.

Debido a que Moab nunca había sido disciplinado por Dios, su sabor permaneció en él y su olor no cambió. Esta es la razón por la cual Dios desea eliminar su sabor y cambiar su olor. Usted tenía cierta clase de sabor y olor antes de creer en el Señor. Es probable que hoy, después de diez años, esté igual. Si es así, Dios no ha forjado ni esculpido nada en usted.

La disciplina de Dios es verdaderamente valiosa. El desea desarraigarnos y verternos de vasija en vasija. Dios nos disciplina de diferentes maneras para que perdamos nuestro olor original y demos fruto apacible.

El hombre debe estar en paz con Dios para que este fruto se produzca. Lo peor que uno puede hacer es murmurar y rebelarse cuando está siendo disciplinado. Uno puede afligirse, pero no debe murmurar ni rebelarse. Si uno tiene el fruto apacible dentro, espontáneamente participará de la santidad de Dios. Espero que ninguno de nosotros sea como Moab. Si nuestro olor sigue siendo el mismo por diez o veinte años, nunca ha producido fruto apacible ante Dios y no se ha forjado en nosotros un carácter santo.

Después de ser disciplinados

Algunas veces parece que la disciplina hace que las manos se detengan y las rodillas se paralicen. Pero aún en estas circunstancias brota el fruto apacible, el fruto de justicia.

No piense que cuando una persona sufre mucha opresión y disciplina, no le queda nada por hacer. Después de ser disciplinados y quebrantados, necesitamos levantar las manos caídas y enderezar las rodillas paralizadas. Si una persona está en paz con Dios, tendrá justicia. Tan pronto como se calme y se someta a Dios, todo se acoplará debidamente. Al humillarnos, somos constituidos de un carácter santo. Aunque haya soportado muchas pruebas y experimentado muchas penalidades, de todos modos debe levantar las manos caídas y enderezar las rodillas paralizadas.

Al mismo tiempo, debemos hacer sendas derechas para nuestros pies. Si un hermano se desvía, tal extravío podría dificultar que otros encuentren la senda derecha. Nosotros debemos producir fruto apacible. Esto no solamente nos mantiene en la senda recta, sino que también abrirá una senda derecha para que otros la sigan.

(Condensado)