Sin el quebrantamiento del alma no hay ninguna seguridad de que nuestra consagración sea espiritual.

Es un hecho muy poco comprendido por la mayoría de los creyentes que Dios, desde el mismo día de nuestra salvación, busca quebrantar nuestro hombre exterior, es decir, nuestra alma. Mas ¿cuál es la razón de este hecho? Para encontrar la respuesta deberemos indagar en las consecuencias nefastas que la caída trajo al ser del hombre.

El daño que la caída trajo al alma

La vida humana estaba diseñada para ser un vaso que contuviera la vida divina. De esta manera, la vida de Dios se expresaría por medio de la vida humana. Para este fin, la vida eterna sería impartida a la parte más íntima del ser humano, a su espíritu, y desde ahí la vida de Dios, pasando a través del alma, se manifestaría en el hombre y por medio de él. El alma estaba, pues, diseñada por Dios para ser un instrumento dócil del espíritu y para ser su expresión. Este era el Propósito de Dios. No obstante, con la caída que sufrió el hombre, su alma se desarrolló hasta límites no deseados, transformándose en un alma autónoma; su espíritu, anulado o muerto por el pecado, desapareció de la escena y el alma, en lugar de ser un dócil instrumento del espíritu, se desequilibró y el pecado tomó absoluto control del hombre y se enseñoreó de él.

Así el alma no llegó a ser siervo del espíritu, sino esclavo del pecado. El alma, entonces, yendo más allá de su función, intentó una y otra vez religar al hombre con Dios, pero fracasó. Lo único que logró el alma, una vez desconectada del espíritu, fue agrandar excesivamente sus facultades: Una voluntad férrea, una mente que todo lo intelectualiza y emociones que dominan completamente al hombre. De esta manera, el alma se «perdió» y quedó necesitada de salvación (Mr. 8:35, 36).

La salvación del alma

La salvación del alma comprendería entonces, no sólo la purificación de todos sus pecados, sino también su regulación. Debía ser salvada no sólo del pecado, sino además de sí misma. A este segundo aspecto de la salvación del alma, esto es, a su regulación, se refieren los siguientes textos: «El que halla su vida (alma), la perderá; y el que pierde su vida (alma) por causa de mí, la hallará» (Mt. 10:39). «Porque todo el que quiera salvar su vida (alma), la perderá; y todo el que pierda su vida (alma) por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mr. 8:35). «Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida (alma), no puede ser mi discípulo» (Lc. 14:26).

Pero ¿qué es esto de perder el alma para entonces salvarla? ¿En qué consiste aborrecer el alma? En el contexto de los textos citados se afirma que consiste en tomar la cruz y seguir en pos de Cristo. ¿Y qué es tomar la cruz? Negarse a sí mismo, morir.

Morir para vivir

Jesucristo es lo que era desde el principio. Él es el árbol de la Vida. Por lo tanto, cuando vinimos a Cristo y creímos en él, nuestro espíritu no sólo fue vivificado, sino que lo fue con la mismísima vida de Dios. De manera que, si bien nuestro cuerpo está muerto a causa del pecado, el espíritu vive a causa de la justicia (Rom. 8: 10). Pero ¿qué pasó con nuestra alma? Nuestra alma, aunque purificada, perdonada y salvada, permaneció agrandada y desbocada.

La figura que usó Jesús, para explicar la situación que le ocurre al alma, fue la del grano de trigo. Un grano o semilla contiene increíblemente la vida en su interior. No obstante, por la dureza de la cáscara, la vida no tiene ninguna posibilidad de manifestarse, a menos que la semilla sea enterrada y la cáscara se pudra. Entonces, maravillosamente, surge la vida, que es capaz de manifestar una nueva creación.

Ahora bien, la cáscara es el alma. Ella, por el pecado, adquirió tal autonomía y despliegue que es prácticamente infranqueable para el espíritu. Ella necesita ser regulada, aquietada, tranquilizada, domada y domesticada. En definitiva, el alma necesita ser quebrantada. Para ello debe morir: La cruz de Cristo debe ser aplicada a ella. Esto, aunque pareciera que no, le tomará mucho tiempo y trabajo a Dios lograrlo. Más aún, él tendrá que obrar desde adentro y desde afuera para lograr tal cometido. Desde adentro el Espíritu Santo aplicará al alma la cruz de Cristo; y desde afuera, los padecimientos producidos por las circunstancias de la vida buscarán poco a poco hacer espacio en nuestra alma, a fin de que la vida de Dios pueda fluir a través de ella.

Nuestra alma debe ser herida una y otra vez bajo la disciplina del Espíritu Santo. Es como un dique que, para poder dejar salir agua, debe ser resquebrajado. Y es precisamente a través de esas grietas por donde comenzará a fluir el espíritu.

Sin este quebrantamiento, no hay ninguna seguridad de que nuestro servicio llegue a ser espiritual. ¡Qué terrible es pensar que aun nuestro servicio a Dios puede ser un mero despliegue del alma! Predicar, orar, cantar, evangelizar, etc., pueden ser acciones completamente carnales. Lo que hace que una determinada obra sea espiritual o carnal, no es la obra en sí, sino la fuente desde donde se hace. Jesús dijo que: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Jn. 3:6). Por eso Pablo, escribiendo a los romanos, dijo: «Porque testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu» (1:9). Y en su carta a los filipenses escribió: «Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios… no teniendo confianza en la carne» (3:3).

La consagración

Y es en este punto donde conectamos con la importancia de la consagración, porque es necesaria una absoluta consagración al Señor para que nuestra alma sea quebrantada. Cuando fallamos en nuestra consagración al Señor, lo único que logramos es retrasar, demorar y estorbar el proceso de quebrantamiento. Tiene que llegar el día, entonces, en que nuestra consagración al Señor sea plena a fin de que él tenga la más absoluta libertad para tratar con nosotros.

La consagración no es en sí lo mismo que el quebrantamiento, pero su importancia radica en que con ella se inicia, sin resistencia de nuestra parte, el quebrantamiento de nuestro hombre exterior. De esta manera, el tiempo que tomará este proceso será el estrictamente necesario. Mas si nuestra consagración al Señor no llega o no es absoluta, no sólo demoraremos innecesariamente el proceso, sino que nuestra relación con el Señor estará llena de argumentos y quejas contra él, y no será extraño que muchas veces terminemos haciendo nuestra propia voluntad.