Antes que el creyente se consagre, Dios lo atrae hacia sí.

La consagración es la respuesta de amor del creyente al amor de Dios. En algún momento de su caminar en la fe, él reacciona ofreciéndose a Dios para su servicio santo. Vista así, la consagración es una acción del hombre en dirección a Dios.

Sin embargo, la consagración del creyente no es un asunto sólo del hombre, sino de Dios. La consagración de un hombre o una mujer comienza mucho antes, en el corazón de Dios. Desde el punto de vista del hombre es él quien va a Dios; desde el punto de vista de Dios, es Él quien atrae al hombre. Así pues, en este sentido, la consagración es el acto por el cual Dios elige a ciertos hombres y los atrae hacia sí para que le sirvan.

La acción del hombre es, entonces, posterior no sólo al amor de Dios, sino también a la elección de Dios. Si la consagración se basara exclusivamente en lo que el hombre hace por Dios, sería cosa muy débil e insegura, pero como se basa en la elección irrevocable de Dios, es firme.

Si vemos el amor de Dios, posiblemente nos consagremos; pero si Dios nos coge en su amorosa red, no tenemos escapatoria, y entonces nuestra consagración será definitiva. ¿Quién podría escapar de esta red? No diremos sólo «de este amor», sino «de esta red» en que somos cogidos.

Esto, en cuanto al origen de nuestra consagración; pero ¿qué diremos del final de ella?

Si la consagración dependiera exclusivamente del hombre que se consagra, no llegaría a su consumación. Es la persistencia de Dios y no la buena disposición del hombre lo que hace que las cosas lleguen al final. Si no hubiese sido por la insistencia de Dios, Abraham hubiese quedado a mitad de camino entre Ur y Canaán, en Harán, por el resto de sus días. Si no hubiese sido por la persistencia de Dios, Moisés habría quedado tendido en el desierto, o en aquella posada de sangre lamentando el fracaso de una tarea recién comenzada.

Es la persistencia de Dios, y no la solvencia del hombre, la que ha sacado adelante todos los grandes hechos divinos de la historia.

En el camino de la consagración hay muchos días de silencio, días de fracaso, en que parece que Dios se ha olvidado de nosotros o se ha cansado de soportarnos. No significa que Dios nos haya desechado; sin embargo, lo parece. En ellos, Dios nos detiene para que quede claro en nuestro corazón que la obra no importa más que el Señor, que él no nos ha hecho imprescindibles en su Casa, y que las cosas pueden ir muy bien sin nosotros.

La consagración no es una carrera alocada, sin pausas ni obstáculos, sino el camino a veces feliz, otras veces como por «valle de sombra de muerte», por donde sólo podemos transitar gracias a la «vara y el cayado» del Pastor.

Así, la consagración en su origen, su desarrollo y su final, está marcada por la gracia, la fidelidad y la maravillosa persistencia de Dios.

Con esto no queremos decir que el hombre no sea el que se ofrezca, cuando es vencido por el amor de Dios, cuando es tocado por el sacrificio de la Cruz. El hombre tiene su parte, y muy importante. Lo que queremos enfatizar es el aspecto divino de la consagración, aquello que da firmeza a lo que nosotros comenzamos alentados por el amor. Es Dios quien perfeccionará la obra que comenzó en nosotros (Fil.1:6). Es por su fuerza que estamos firmes; es por su gracia que tenemos algún servicio hoy en su casa.

Nuestros votos no son tan firmes como su elección y su gracia

Probablemente todos los que han hecho voto delante de Dios, con el tiempo han resultado culpables de la infracción de ese voto. Ese «todo lo que dices que haga, haré» es tan pretencioso como fue aquello otro similar en boca de Israel junto al Sinaí. Y tan expuesto al fracaso como aquél. A la consagración inicial, llena de júbilo y expectación, suele suceder muy pronto el desencanto y el fracaso, al ver que no tenemos los recursos en nosotros para cumplir los votos de nuestra consagración.

Pero es ahí donde viene el socorro oportuno que nos muestra, por un lado, la fragilidad de nuestro buen deseo, la inutilidad de nuestras fuerzas, y por otro, la suficiencia de Dios y su inmarcesible gracia.

No hay nada mejor que comprobar la firmeza del brazo del Señor, con el cual nos ha tomado. No hay nada mejor que comprobar la maravillosa elección de Dios, muy anterior a nuestro primer llanto, con la cual Dios nos ha enriquecido. No hay refugio más seguro contra el turbión de nuestras frágiles emociones y sentimientos, y contra los continuos desmayos del alma, que la persistente gracia divina. Ella es la salvaguarda de nuestra consagración. Es el cerrojo de siete llaves que guarda nuestra alma de los efímeros deseos de huir que muchas veces nos acometen.

Es verdad, nos consagramos porque no somos nuestros, y porque el amor de Dios nos constriñe. Pero también nos consagramos porque Dios nos cazó, porque su dedo de misericordia nos señaló para que llevásemos su bendito nombre. Las cuerdas con que nos atrajo son tan recias, que nada las puede cortar, y sus afectos, prendidos en nuestro corazón, no los puede borrar nadie, jamás.

Si no supiéramos que su boca pronunció nuestro nombre allá muy lejos en el tiempo y en el espacio, antes de que nuestra boca pudiera abrirse para deletrear el suyo, nada nos hubiera sostenido hasta aquí. Muy atrás hubiéramos quedado tendidos en el camino, como despojos pronto a ser devorados.

Así pues, feliz fue el día que nuestro corazón se volvió a él en gratitud, en una delicada ofrenda de amor; pero más feliz fue el momento aquél en que Dios nos atrajo hacia sí para que fuésemos suyos para siempre. Ese día se selló el éxito de nuestra consagración y de nuestro servicio.